¡no tengo ideas, yo!… ¡ninguna! ¡y considero que nada es más vulgar, más común, más repugnante que las ideas! ¡las bibliotecas están llenas de ideas! ¡y las terrazas de los cafés!… ¡todos los impotentes rebalsan de ideas!… ¡y los filósofos!… ¡su industria son las ideas!… ¡con ellas agobian a la juventud!… ¡la prostituyen!… la juventud, usted lo sabe, está siempre lista para tragarse cualquier cosa…
Céline
Salto de mata no es un libro para los oficiosos de la cultura. Para los lectores con manual, los amantes del casillero, de las jerarquías, de las ideas. Para la sordera organizada, militante. La sordera que lee desde el pasado. Que sabe cómo deben ser los libros, cómo tienen que escribirse. Bien/mal, así no/así sí. La sordera que rechaza el gusto, lo libertario del gusto. Salto de mata es una pared que la sordera no puede atravesar. Se queda del otro lado. Y putea, se enoja, descalifica, interpreta. Desespera. Y para salir de la desesperación, teje impugnaciones, murmura. Invoca la santa protección del coronel Adorno, el presidente del Tribunal de la Estética. O de quien sea. Espíritus blindados del aparataje teórico. La Panzerdivision del tedio policíaco. Muertos que pensaron la literatura (o el arte) hace miles de años. El pasado. Y no hay manera: Salto de mata sigue allá adelante, inalcanzable, se va. Los sordos no pueden con Salto de mata, no lo pueden leer. Piden coherencia, respeto, sobre todo respeto; piden argumentaciones bien fundadas, como en los libros de verdad que a ellos les gustan. Fruncen el ceño, serios, preocupados… ¡pensantes! Porque la sordera piensa. ¡Y cómo! No para de pensar. Todo el día pensando, pensando. Y luego reconviene desde la cárcel del pensamiento, de la estética (un cuartito miserable, apestoso, ya lo conocemos). Son los estúpidos que sólo ven lo bello en las cosas bellas, como dijo Arthur Cravan. ¡Los conceptos! ¡La sacrosanta ideología! ¡Filósofos del arte! El pasado, sí. Lo podrido al cubo. Y claro, no alcanza, por supuesto. Qué va a alcanzar.
Para entrar en Salto de mata hay que tirar toda esa mierda a la basura. No es fácil. Primero hay que escuchar, escucharse, sobre todo escucharse. Pero nacieron con el oído tapado. Sordos de nacimiento. Por eso se dedican a la estética… ¡al rizoma!… ¡al noúmeno!… ¡al ser!… ¡al yo!… ¡al yo lírico!… ¡al himen!… ¡al desierto!… ¡a la identidad!… ¡al cine!… ¡a la novela!… ¡al argumento!… ¡a Rodolfo Walsh!… ¡a César Aira!… ¡a Kuitca!… ¡a Duchamp!… ¡a América latina!… Especulaciones. Il faut cultiver son jardin. Un quiosquito acá, otro allá, uno acullá. La cultura provee. Siempre. Para todos los gustos. Como en la heladería, hay para elegir, no hay problema. ¿Y pagan en los quiosquitos? ¡Qué van a pagar! Ni eso. ¡Para que empiece a entrar un mango hay que hacer cola durante años, romperse el culo junto a miles de piojos! Limpiar muchos baños, mucha caca de reyes pegada a los inodoros. Mucha lavandina. Meta trapo. Franela y franela. ¿Llamó usted? Dormir con el plumero debajo de la almohada, por las dudas, nunca se sabe. Abanicar, eso es clave. Zapatear un malambo. Lustrar mucha platería, también, mucho abotinado de gallego nuevo rico filisteo. Algunos mueren en la cola, otros pierden ahí los mejores años de sus vidas, chupan frío o se insolan, dependiendo de la estación, con la esperanza de llegar a tomar algún día un café con alguno de los cuatro o cinco faraones que llegaron a Barcelona. ¡Eternos segundones! ¡Eternos perdedores! ¡Sigan haciendo fila, gilastros! ¡Todo llega en la vida! ¡No pierdan las esperanzas! ¡Nunca se sabe! ¡Los milagros existen! ¡Confianza!… Avanti, sempre avanti!… La pirámide de la cultura, o sea. Más vieja que la roña. Los de abajo sostienen y sostienen, escoltan, se compran el uniforme, las botas Pampero, se arrodillan, baldean, manguerean, piden perdón por no saber escribir. Los pederastas de arriba, viejos sádicos, les corren la zanahoria… les mueven la banana, se la esconden. ¡Una y otra vez! Y los jóvenes no llegan nunca… ¡Desesperan por llegar pero no llegan! ¡Pobres infelices! O algún talentoso llega, es verdad, sí, alguno llega. Con un poco de talento, ojete y mucho cálculo, escribe la novela que justo ese día reclamaba Barcelona. Viudas, pileteros, crímenes invisibles, enigmas indisolubles, historias del pelo de concha, historias de la poronga, historias del escroto. ¡Memoria!… ¡política!… ¡exilio!… ¡militancia!… ¡compromiso!… ¡otra vez el compromiso!… ¡vuelve el compromiso!… ¡el compromiso nunca muere!… ¡siempre rinde! Estar a la izquierda, a no confundir, eh, nada de Sartre, ese pelotudo, Andrés Rivera hay uno solo, por suerte. Es decir: cotizar en bolsa con “la derecha avanza”, poniendo cara de “Mauricio Macri es un hijo de puta”. Y por supuesto: neoperonismo, neomalditismo, neovanguardismo, neoargumentismo, neopelotudismo, neopajerismo. Lo neo es un golazo, un clásico de clásicos: siempre funciona.
¿Y Savino a todo esto? Está en su casa, tomando mate. Sábado a la tarde. Lee a Marina Tsvietáieva, que de estas cosas sabía. O a Kerouac, que también sabía. O traduce a Henri Meschonnic, que pedía una historicidad radical. Lo contrario de la Historia (y sus tenazas). Escucha a Troilo, Savino. O a Albert Ayler. O a Armando Manzanero. Se dedica al gusto. Nada que ver con el arte. Garabatea en sus cuadernos: La línea del tiempo o Viento del Noroeste. Poemas, versos no oficiales. “Cositas” (Osvaldo Lamborghini). Cada tanto levanta la cabeza. O mejor: pone la oreja. Pone la oreja para escuchar en qué anda la época. Escucha para ver. Al revés de la sordera, que ve para escuchar, para ver si puede escuchar algo (pero no escucha un carajo). Escuchar para ver qué es lo que hay del otro lado del lenguaje (Beckett). Sismógrafo del poema, Savino. Registros de voz. Nada más. Una escritura del sonido. En primer lugar, la música. O el baile (Céline). Así, lo que dice Salto de mata (sobre literatura, sobre música, sobre lo que sea) es lo de menos. Los sordos eso no pueden entenderlo. Las ideas son mejores que cualquier tapón de silicona, doy fe. Salto de mata no dice, hace. Cosas al lenguaje. Ése es el trabajo de todos los libros de Savino: hacerle cosas al lenguaje. Savino sabe perfectamente que a esta altura ya se ha dicho demasiado, aflojen un poco, la puta madre, ya es hora, tenemos los huevos al plato con todo lo que se viene diciendo desde Gilgamesh. Queda sin embargo mucho por hacer (Coltrane).
La estética finge: indiferencia, aburrimiento, nonchalance. Suficiencia. Posa. Posa para que los giles crean que no acecha. Pero sí: acecha. Es incansable, voraz: quiere interpretar lo que dice Salto de mata. (El sentido no duerme.) Quiere valorar un libro que se caga en sus valores (los valores de la estética). Que sigan con lo suyo, dice Savino entre mate y mate, allá ellos, yo sigo con mis cositas: el poema, etc. La libertad. Cada vez más libertad: por ahí va Savino. Rasgando la tela (Sánchez). Pone este disco: hay mucho por hacer todavía, mucho que desmontar, el horizonte está en la muerte, allá, no antes, a ver si se entiende de una vez por todas: ¡nunca se llega! Savino habla solo, como Ayler. El que llega (el que cree que llega) cagó. Mucho por hacer, entonces. Un trabajo enorme que los indolentes estetizados no van a hacer en la puta vida. ¿Para qué? ¿Para perder lo poco que tengo? ¡Ni en pedo! Ante todo el uso de los frutos. Eso es muy importante: no dejar que los frutos se pudran. Así, con los valores se arman un tingladito, se protegen ahí, se dan calor unos a otros, como los pingüinos, se alimentan entre ellos, a cuchara, con la sopa ideológica. Se estimulan, se alientan: muy bueno tu libro, me encantó, me lo devoré, se lo regalé a mi mamá para el día de la madre. Son feligreses de la Iglesia de los valores asesinos. Se odian (incluso a ellos mismos). Se matan sin darse cuenta. Siempre por la espalda, si no, no tiene gracia. Ponen cara de felices, de lamas tibetanos, de sabios.
¿Y Savino a todo esto? Por el lado de Claudel, de Kerouac. Acompaña a Kerouac, a Claudel. Savino en Claudel: “para leerlo hay que acompañarlo hasta ahí”. Nadie acompaña. O muy pocos, seamos justos. La mayoría prefiere levantar el dedito como las abuelas del siglo veinte, censurar, cosa fácil, cualquiera censura, la especialidad de los profesores de letras, de los mancos. Acompañar en cambio es otra cosa, no es tan fácil acompañar. No es fácil seguir la veleidad del otro, sus devaneos, sus contradicciones, su gusto; no es fácil no retroceder ante el gusto del otro. Un gusto genuino es un gusto imperfecto, decía Eliot, el de La tierra baldía. El gusto de Savino es genuino, imperfecto, no hace un culto de las ficciones del canon (cualesquiera sean). Nada que ver. Por el lado de Claudel, de Kerouac, entonces. Del amor, sí, digámoslo, seamos cursis, me chupa un huevo. En las antípodas del valor. Por el lado de Murena, de Cerretani, que no están en Salto de mata pero están: son de Hugo Savino (y de sus cómplices de oído). Son de su gusto. Un gusto que no ofrece respuestas, como dice Savino de Meschonnic en el “ensayo” “Henri Meschonnic: el poema en la libreta”. Porque Salto de mata no trae conclusiones. No dice: esto es buena literatura, esto no, tengo la posta, esto está caduco, esto es actual, esto no, esto sí, mejor el argumento, mejor falta de argumento, etc. Y menos que menos busca hacer pie en los andamios de la buena factura. Vade retro. La buena factura es la peste (me lo dijo Savino). Ningún intento de incrustarse en alguna fachada al tanto por ciento. La de Savino es una voz solitaria. Punto. Ningún club. No lo acompaña el comité de ninguna revista. Lejos del género, lejos del ensayo. Lejos de la tesis, sobre todo de la tesis. A años luz de la postración de los chupamedias. Del pasmo de los alcahuetes. Del espíritu rebañego. “Devotos: abstenerse.” Cerca del poema, del poema en la libreta, como escribe Savino (como pocos; ni bien ni mal: como pocos). Abierto a lo que no conoce, como Claudel. A la bartola, rápido, a saltos de sintaxis. Toco y me voy. ¿Adónde? ¡Qué sé yo! Una esgrima de cervato chiflado. Y así se mete en zonas complicadas. Se manda. Saca a relucir frases hinchapelotas para hacer saltar a los jodidos por la estética (magister dixit).
La estética carece de humor, se sabe. Se toma todo en serio, es obediente, limpia, disciplinada, olfa, lee al pie de la letra lo que dice Salto de mata. Su pasión es educar. De vuelta: bien/mal, así no/así sí, aprobado/desaprobado. La estética quiere ideas… ¡ideas!… ¡ideas!… ¡ideas!… ¡más ideas!… Una muestra de que vamos bien. No puede escuchar que en lenguaje Savino las ideas no existen. No hay ideas en Savino. Quien busque ideas en Salto de mata caerá en un pozo ciego. Ahí, en la oscuridad, con el agua al cuello, lo que encontrará, sí, es mucha culpa. Mirará a los costados, se volverá paranoico. Se molestará, sobre todo se molestará. Querrá encerrar a Savino en una bolsa de arpillera, amordazarlo, pegarle algunos puntinazos (pero sin lastimarlo, ojo). Darle un escarmiento, una lección. La comisión directiva de Unione e Benevolenza propone el aceite de ricino, una purga, como en la época del Duce. A ver si se calla de una vez por todas. Le habían pedido distancia crítica. ¡Pero el díscolo no hace caso! ¡Rebelde! ¡El educando no se deja educar! ¡Se niega! Los “cosos de dar lecciones” no saben qué hacer con Savino. Entre molleja y molleja, lo desguazan, a libro abierto. El alumno es porfiado, no quiere crecer, ¡no aporta! ¡Adhiere al desacato! ¿Quién se cree? ¿De qué la va? Se empecina en ir por donde no hay que ir. ¡Escribe lo que no hay que escribir! Como el irreivindicable Murena. ¿A qué? ¿Por qué? ¿Es que a Savino le gusta flagelarse?, ¿es masoquista, Savino? ¿No se da cuenta de que así se hunde? ¿Qué busca, inmolarse? ¡Hombre grande! Lacan. Porque Freud no alcanza. Así que llega Lacan. Toda una garantía. El mejor comodín: sirve para todo, Lacan. ¡Aún hoy! ¡Lacan o muerte! Sacan de la billetera la estampita del santo del moñito, le rezan, lo vuelven a leer por milésima vez, le ponen velas, inciensos. ¡Adorno y Lacan! Bouvard y Pécuchet. El santuario ortopédico. La máquina de hacer chorizos. Que no para de hacer ruido, de joder. ¡Noche y día! Toda una generación. “La cofradía de los mediocres que se reúnen (en cada época) para demostrarse a sí mismos que tienen talento y excluir al hombre libre” (Dominique de Roux). Siguen los nietos, ahora, se multiplican como hormigas culonas, ya se subieron a la tarima para reemplazar a la parálisis gagá.
La decisión es unánime: hay que operar. El dictum de la época, que es igual a las pasadas, no nos engañemos. Así que a no quejarse, no caer en la tentación. La lagrimita es lo peor. ¡El mercado! ¡Todo es culpa del mercado! ¡El mercado! ¡Nadie lee! ¡Ay, ay, ay! ¡Culpa del mercado! ¡El mercado! ¡La industria cultural! ¡Maldito mercado! ¡70 ejemplares en 3 años! ¿Hay derecho? ¿Eh? La comedia es implacable, impecable. La vida es una fiesta, sorditos. ¡No olvidar! ¡Jamás! ¡Es la única memoria que importa! Por más operaciones que quieran arruinarla. El verdadero espíritu no se deja atrapar. Está y no está. Hace un paso al costado: pasen, pasen. Pero hablaba de operar. Hay que operar, decía. Eterna Cadencia… Malba… Ostende… Frankfurt… ¡Hasta llegar a Barcelona! ¡A Barcelooooona! ¡Al paraíso! ¡Al éxtasis! ¡A Dios! ¡Ahhhh! ¡Al fin!… Así que ahí están en Barcelona, llegaron, algunos llegaron. Arroban a los gallegos, que creen estar frente a los Raymond Roussel del nuevo milenio. Son clones de Ronald McDonald, pero no lo saben. Dicen cosas como: “Joyce dejó de interesarme” o “La literatura debería ser un contragolpe como los de André Agassi”. ¿Y Savino a todo esto? Pone la oreja, ya lo dije. Está en el lugar preciso en el momento preciso. Está ahí. Dio un paso al costado. No está operando. Savino no opera. ¿Y entonces? ¡Entonces a operarlo! Operación Savino. El diagnóstico ya está: ilegible (no se puede soportar). ¿Matarlo? No, no, por favor, eso es demasiado. Pero sí podríamos extirparle el rencor, el resentimiento, el tono de compadrito, ¿qué les parece? Adecentarlo, embellecerlo, acicalarlo, manicurarlo. ¡Vaciarlo! Eso: vaciarlo. Se proponen vaciar a Savino, quieren un poco de paz, continuar el sueño eterno. Le dan turno. En vano. Porque Savino no va a ir, me lo dijo el otro día, no piensa ir, que se vayan a cagar. Está ocupado con el poema, con sus cositas. Escribe para un lector que no existe.