Capítulo: Defecto peculiar del periodismo según Chesterton
Escribir sin
letras con el texto al lado es muy extraño. Es una suspensión temporal de la
letra. Alguien se habrá sentido raro alguna vez tallando signos sobre una tabla
de arcilla. Me siento prehistórica.
Mientras extraigo las letras pienso: deberían
existir letras que se escriban en voz baja, no solo que se lean en voz baja.
Mis pensamientos irrumpen como animales; pasan y se van o llego a enlazarlos en
mi cabeza. La gente habla del cuerpo y la cabeza. Yo cuando digo cuerpo incluyo
la cabeza.
Me gusta
inventar. La hechura de las palabras, el tiempo, la constancia, el paulatino avance, la
búsqueda, el hallazgo, la continuidad. Solo con viajes pude suplir un poco en
mi vida la curiosidad observadora. Pero para anotar frases. La observación de
los datos de la realidad no es mi fuerte. Pueden llevarse un mueble grande de
mi casa y no darme cuenta por dos semanas. La palabra me gana igual; la palabra
me gana siempre, desde que aprendí a dibujar la letra f —no sé por qué—; y de
todas estas idas y vueltas, es al final la letra la que intento suspender, como
un ejercicio matemático, para delinear un modo que extraiga la voz de los
libros, sin palabras. Extraer la puntuación se mantuvo. Empecé a buscar si la
idea ya existía, ¡con miedo a los muertos plagiarios!, los que ya han pensado
lo que uno piensa por primera vez. Tengo un amigo que cada vez que piensa algo
Sebreli lo dice por televisión. Del mismo modo temí encontrarla ya formulada.
Busqué; y al no hallar vestigios me decidí a escribir casi apurada, antes de
encontrar que otro ya lo haya hecho. Después de todo, si ya existe no es algo
malo, debe tener otro rostro, nacido de otra manera y yo precisaré la mía.
Las ideas
también se introducen cuando uno lee (eso se sabe), y una idea entró imprecisa
primero en una lectura inolvidable de G. K. Chesterton: se trata de un defecto
peculiar del periodismo. Dice que la innovación moderna que sustituyó con el
periodismo a la historia ha logrado que todos podamos oír únicamente el final
de cada historia. Que lo tratan todo como cosa reciente. Dice: Nos enteramos de que alguien cayó muerto y
esa es la primera indicación que tenemos de que haya nacido. Oímos hablar de la
disolución de los monasterios y no sabemos casi nada de su creación. Que lo
mismo hace con las ideas. Por estas páginas me dije: si tengo que escribir
sobre esta idea, no puedo cometer el error del periodismo; saltear la
curiosidad que desvela, los reflejos de los pensamientos y atreverme a precisar
cómo surgió, de qué divisiones; porque a veces el pensamiento en sus estratos
funciona igual que la Tierra. Uno no ve los desplazamientos que terminan
hundiendo un milímetro imperceptible o el despertar de un volcán. Yo siempre
asocié los volcanes a la lectura, y me decía: bajar a los volcanes a leer, como
si leer fuese un acto subterráneo o geológico. Pensar también tiene algo de la
tectónica de placas, o el mar de limitaciones que tiene la libertad de pensar y
anotar lo que uno quiera. El alto precio de decir lo que a uno se le antoja
puede terminar mal; entonces uno se atiene a reglas rigurosas. Como un cerebro
aparte con antena que detecta y rechaza, en medio de la enorme libertad de
decir.
Las partituras
surgieron. Ya estaban sobre la mesa y eran cada vez más. No pondré la cola por
delante, sólo presentar la idea y rastrear destellos, dado que con los hilos
del pensamiento nunca me llevé bien, porque: ¿Por dónde vino el hilo? Como los ciegos vamos tocando el hilo, pero el
pensamiento, como la luz, si bien se propaga en línea recta, se refracta. Cómo
se llega de un lugar a otro del pensamiento no es ya un problema de espacio.
¿Será un problema de luz? No le puedo preguntar a Rembrandt, su conquistador,
que con la luz mostró lo nunca visto del espacio. La
naturaleza de uno, de eso se habla, de la naturaleza de uno. La mía es no
perderme cuando me voy por las ramas. Si escribo, a veces me orienta la
geometría, desde que un pintor me dijo el concepto de Cézanne (que todo en el
mundo eran esferas, cilindros y conos). Me hizo dibujar un círculo, un
rectángulo y un triángulo, luego darles volumen y así los vi. A partir de ese
día vi los cilindros de las venas, de las latas de bebida, de los árboles, o
los conos de las narices, las esferas de los ojos. En una época estudié
escultura y vi otra vez: dos cilindros, dos esferas y otro cilindro grande y la
base del torso ya estaba estructurada. También veo geometría al escribir,
porque en el lenguaje la hay como en la pintura; y me digo: ¿por qué la
consideran fría? La geometría es algo caliente. Un día intenté definirla cuando
pintaba: los que consideran fría a la geometría o
creen que es reproducir figuras geométricas no ven nada. Geometría es desde un
dedo hasta un hueco pasando por el planeta Venus y regresando por la oscuridad
hasta la vida.
Los pintores también son veloces.
Parece que pintan deliberadamente pero no es así. Una vez reprodujeron en
cámara lenta una escena filmada de Matisse pintando ¡la técnica para investigar
el arte! y fue notable ver el cálculo y el pensamiento en cada pincelada. Al
reproducirlo a la velocidad normal daba la impresión de que ni sabía lo que
hacía. Es la velocidad de una razón que se maneja en otro tiempo y no en el que
conocemos. El tiempo del ojo no está en el ojo, claro: ¿está en el cerebro, en
la mano, en el trayecto, en el conjunto? Lo sabrán los científicos: los
artistas lo viven. La pintura tiene esa velocidad también, parecida a la música
y a ver todo a la vez, lo simultáneo. Por esto mismo es que vi que había algo
de lentitud imperante en las letras.
(…)
Siempre prosa.
Elegí a Mansilla porque lo amo y a Sarmiento porque lo admiro. Anoté en mi
diario: Mientras escribo las partituras (así las nombro por ahora), siento un
enorme esfuerzo mental al transcribir, aunque sepa hacerlo ya de manera que se
podría decir mecánica, lo que voy extrayendo no sé qué es. No es la palabra, y
recuerdo una frase: La letra que nos cubre nos descubre.
Extraer es una
operación asombrosa, con la sensación de algo absolutamente nuevo, un surco que
marcara mi cerebro, una línea que por la mente se abriera paso, no exactamente
como una herida sino abrir una superficie nunca trazada, huella que llega a
doler en la cabeza y da posterior y gran cansancio. Contrariamente a esta
sensación de maniobra, es posible ir escribiendo los signos de puntuación y el
código de sílabas con su acentuación.
Todavía no
vislumbro los distintos usos que podría tener. Me gustaría que otros lectores
apasionados se lo apropiaran para usarlo con felicidad y no lo considero un
sistema para que sesudos intelectuales (como han hecho con otras obras)
quisieran hacer un estudio que espante a los lectores. Porque hay libros que la
gente no lee por desmedido respeto, o por ser famosos. Tanto miedo se ha metido
con obras que pareciera que si uno lee después tiene que hacer comentarios, ser
evaluado a ver si entendió, o distintas maneras de la crítica. No es así. Hay
que hacerse amigo, agarrar La divina
comedia y que no te importe lo que piense el vecino.
(…)
Concluyo que la lentitud es la que ha hecho inadvertida la música de los
libros. Los lectores asiduos la escuchan, la sienten y la conocen. El sonido de
los libros es negativo, pero se oye cuando el tiempo de la lectura sobrepasa
cierto límite. Así como uno necesita entrenamiento y concentración para
cualquier actividad, deportiva o artística; y así como las horas de ver hacen
al ojo que ve cuadros, la música de los libros suena en los oídos en los que
todo el cuerpo se convierte cuando leer es parte importante de nuestra vida. Y,
como en todas las cosas, prima la subjetividad. Hay personas que tienen oído
para los libros —y no depende de la cantidad de textos que hayan leído— y otros
que escuchan a cada autor y le conocen la voz con ese sentido sin nombre,
audible pero no sonoro, que percibe la lectura.
Defensa de lectura. Leo y subrayo, leo y vivo, y si como dice Papini todo libro es en cierto modo un enemigo, un
invasor, que quiere sustituir otros pensamientos a los tuyos, me gusta cómo
describe su defensa: propone leer a mano
armada. Cuántas veces, armarse con un lápiz de color y leer en la cama y herir los márgenes con trazos largos,
violentos, con despiadados puntos de exclamación, con insidiosos interrogantes,
con flechas de franca desaprobación. No todos los libros, claro está, merecen
este trato guerrillero.
Mis armas suelen anotar en la última página palabras clave y número de
página, como un mapa para volver. Y en esa música está uno cuando subraya,
marca, se defiende o recibe. ¿Qué es leer? Movimiento lento, ojos necesarios
para la voz.
En estos días encontré un texto de H. A. Murena titulado Lecturas que sí da respuesta a mi
pregunta: ¿Qué es leer? Comienza diciendo —lo cito de memoria— que el oído es
el sentido primordial y la última facultad que el agonizante pierde. Afirma que
lo creado tiene raíz de música. Y por fin aclara: Leer es experiencia muy
distinta, la palabra aparece arrancada del medio sonoro. Leer. Operación
previa: desencarnarse. Dice que abrir un libro es abrir la puerta de la
soberbia. En la escritura podemos sentirnos soberanos. Luego se refiere al
riesgo que ello implica.
Lo no oído o inaudible al borrarse también se hace voz. Acaso la música
tenga origen en pérdidas de lo nunca escuchado.
(…)
Y si nunca se puede extraer la música de los libros
(acaso sea tarea imposible), tal vez mejor. Pero que sepan que se oye. Entonces
el oído podrá pensarse más seriamente en sus dimensiones sin sonido. El oído de
la lectura no es un tema común. Si las personas pudiesen sentir la música de
los libros, aunque no lean conocerían nuestro sentido del oído ancestral,
prehistórico de silencios que no conocimos. Un silencio prestado por los
animales. Porque la escritura está conectada con un silencio prehistórico;
donde antes de hablar, los seres humanos leían el mundo con los ojos. Leían en
silencio a veces todo. De ese salto entre el silencio y la voz, está hecha la
escritura. Como un raspar en piedras. Pero con la voz, la vorágine del ritmo y
del oír. Todos quieren hablar. Todos hablamos de más. Pero: ir al silencio y
bajar, descender como quien baja a un sótano o túnel subterráneo (bajar decía
yo, —no por nada— a los volcanes a leer). Leer es para mí descender. ¿A dónde?
Una vez lo comparé con el museo. Y ahora desperté con esta idea. Prendí mi
lámpara de piedras y lo pensé. Ese silencio (cero) y luego el descenso, tiene
el efecto de transportarnos al tiempo en que no había lenguaje, y los ojos de
los homínidos leían el mundo. Luego, ya no lo sabemos. Qué ruidos, qué músicas,
qué sílabas latieron guturales como corazones. Pero antes sí, hubo lectura
silenciosa, esa que se sabe que será inexpresable y que uno va a perder si lo
quiere decir.
Leer es descender, usar los ojos. Leer es estar,
como cuando se regresa un pez que ya moría asfixiado y revive; es volver de
alguna manera al punto animal anterior al lenguaje en la actitud, no en la
acción. En la disposición. ¿Por qué pienso esto? Porque imagino que como yo leo
una página (en ese silencio pacífico o violento), de ese modo y con ese silencio
sintió y supo el hombre antes de poder expresarse. Es lo más antiguo —el
silencio separando lo nuevo— el lenguaje. Pero el silencio tiene el peso de su
tiempo, es como usar un silencio prestado, sabiendo que uno debe devolverlo y
volver al mundo presente y parlante. Leer no es parlante. Lo absurdo salva,
dijo Pessoa. Véase a los escritores con sus gatos silenciosos como lectores y
no parlantes como perros domesticados. Leer es salvaje.
Pensar el silencio como lo inexpresado que es más
que lo expresado.
Cuando leo, siento que lo hago con el silencio
prestado por los animales que no pueden hablar y cuando escribo lo hago con el
júbilo de haber podido hacerlo.