6.5.13

Un soplo de vida, por Mariano Dupont




En Mi ciudad perdida (últimos bodrios), su quinto libro, Milita Molina vuelve a desplegar su feroz potencia de escritura.
Los libros de Milita Molina son aire fresco. Es abrirlos y empezar a respirar. Con cada nuevo libro uno lo comprueba. Enseguida están ahí, en la primera frase, las palabras viboreando. En su vida. En sus sutiles modulaciones. Una frase que se lleva a la otra, que la va llevando.
Al igual que los best-sellers, los libros de Milita Molina se leen de un tirón. Son adictivos. No es que sean, sin embargo, de “fácil” lectura. A no confundir. Nada más en las antípodas de la fácil lectura que los libros de Milita Molina. Tampoco es cuestión de “anécdota”, de argumento. (“Me he preguntado por un instante sobre qué escribir y el hundimiento fue completo”, Los sospechados). El argumento en Molina es algo que se dibuja sobre el pucho, digamos, algo que aparece y desaparece mientras se va tejiendo el “bodrio”.
¿Entonces? Es otra cosa lo que atrae, lo que imanta. ¿Qué? El lenguaje, por supuesto. El lenguaje, que, como en Beckett, va empujando la lectura. Acá, lenguaje argentino. Dictados del “demonio de la torsión”. Silbidos cambacerianos, lamborghinianos. Música, sí. Pero música de “bodrio”. La cacofonía como una vía posible, entonces, como un descubrimiento. Una belleza ripiosa, de “irse al carajo”.
Mezcolanzas. Cruces. Lo alto y lo bajo. Y por detrás, sosteniéndolo todo, irrumpiendo a cada rato, el andamiaje destartalado de la risa. Filosa, “canalla”, la risa. Siempre.
Como Los sospechados y Melodías argentinas, sus libros anteriores, Mi ciudad perdida es un libro sin red, de “una intemperie que lo arrasa todo”. Un libro de “tecleteos”, de una “imaginación moderada”, de “pura holganza”, que hace foco sobre todo en la sintaxis. En la partitura. El vértigo y la destreza de “anotar y ejecutar el pentagrama simultáneamente”. Pura disponibilidad al presente de escritura. Hacerles frente a los soplos del espíritu. Estar ahí, “como el torero frente al toro” (Kerouac por Burroughs). Si no, “¿para qué escribir, para qué vivir?”.
¿Género? ¿Novela? ¿Relatos? ¡Qué importa! “Un borroneo feroz y sin concierto.” “Bodrios o frangollos.” Nostalgia de la literatura: el único género que practica Molina, “esa droga que se paga caro”. Que nos deja solos. ¡Solísimos! De ahí su libertad, su gracia. Hace tiempo ya que Milita Molina tuvo su revelación, su satori; hace tiempo ya que descubrió que “podemos decir lo que se nos cante, ¡si total!”.
Al igual que John Coltrane, que en sus últimos discos guardaba “luto por la tonalidad” (Joachim Berendt), Milita Molina guarda luto por la literatura. Lo dejó bien claro en Melodías argentinas.
“El estudio de la belleza es un duelo en que el artista da gritos de terror antes de caer vencido” (Baudelaire citado por Molina). La escritura como derrota, como fracaso. Pero también como dicha. Como felicidad. La felicidad del naufragio (Bataille). Porque ¿qué importancia tiene la literatura al lado de “la muerte que nos toma la sopa”?

Milita Molina –está claro– no cree en la literatura, en el arte. Más bien todo lo contrario. De ahí que en sus libros, y en Mi ciudad perdida en particular, no haya tonos pasteles. Tampoco “medias tintas” (a los tibios, como se sabe, Dios los vomita). La mirada está puesta, en cambio, “en el pozo del agua removida”. Ese pozo que no es otra cosa que una figura de la vida, y en el que, de a ratos, en los momentos de silencio, se refleja la ciudad perdida, la Santa Fe natal que está allá lejos, en “el vacío del tiempo”, con sus bellos “recuerdos de viejos entusiasmos”.



Publicado inicialmente en la REVISTA Ñ (27.02.2013)