Una primera
novela que tiene al lenguaje como protagonista.
En la literatura argentina cada tanto se
produce un milagro y aparece una primera novela como Convoy, de Esteban Bertola. Muy cada tanto, es verdad. Pero a veces
pasa. Y es la felicidad. La felicidad de toparse con una novela que no busca adecuarse
al murmullo tedioso de la época. Al murmullo familiar. Al sonsonete. Aire
fresco, o sea. Novelas que parecen caídas del cielo. Del espacio exterior. De
otra galaxia. Objetos no identificados. ¿Qué es esto? ¿De dónde salió? ¿Cómo se
agarra? ¿Eh? Sí: Convoy es una novela
que se desmarca, que no hace los deberes. Que no hace de la copia su mejor cualidad.
Desde el comienzo, con “Pajarracos”, Bertola parece advertirnos: ésta no es
“una novela más”. Esto es otra cosa. Algo distinto, eh. Al menos eso intento,
parece decirnos Bertola, como aclarando la voz, en esas primeras páginas en las
que la escritura va de sacudón en sacudón, de repliegue en repliegue. Escribir
distinto. Apoyando la oreja. Y enseguida la belleza de “Caravanerías”. Una
belleza inactual, fuera del tiempo. Los parentescos hay que ir a buscarlos allá
lejos. No está el guiño a la parálisis de todos los días. No hay “actualidad”. Tampoco fórmulas, recetas, truquitos. Faltan los
yeites de la novela “joven” argentina. Una novela desacatada, sola, Convoy.
Convoy es, claro, novela del lenguaje. “El
lenguaje mete la cola”, se dice por ahí. Bertola en una entrevista: “La escritura
es un paisaje para perderse”. Y perdidos en el paisaje con Bertola, coreando,
van sus personajes: Cecilio, Tocayo, el egresado Berazategui, Maqui, guarda primero,
guarda segundo, los gallos. Entre otros. Una comicidad siempre al borde,
asordinada, que se apoya en las volutas del lenguaje, en sus posibilidades
sonoras. Ni bajo ni alto. Es el “poema habitando el relato”. O el relato el
poema, como se quiera. Notas. Bitácoras. Todo mezclado. Una mezcolanza
en la que todo convive. Un tren que es un ciempiés. Retiro-Tucumán. Idas y
vueltas. Del estribo al comedor. Paradas, sobre todo paradas. Ritmo sincopado. Traqueteo
y teoquetrá. Combinatorias. Viboreos (“Me voy por el deshilachado de los
pasillos con el paso trunco” o “con el movimiento del tren se mueve mi cerebro
y escribe mi mano”), melodías improvisadas (“Entonces me vienen al cerebro o
salen de los sucuchos adonde viven entre mucho escamoteo unas palabras”). Está
claro: nada que comunicar. Simplemente, Dios en los detalles: la belleza de “dos
tábanos [que] se afilan en un charco hecho con el agua que pierde un caño”.
Nota publicada por primera vez en la revista Los Inrockuptibles, en el número de julio de 2012.