Nació con el don de la risa y con la intuición de que el mundo estaba loco. Y ése era todo su patrimonio.
Rafael Sabatini
Cada tanto hay que volver a Leónidas Lamborghini. A sus libros, me refiero. Me lo digo a mí: hay que volver a lo que hizo Leónidas con el lenguaje. A su trabajo. A su trabajo con el lenguaje, con la risa. Siempre se aprende algo nuevo volviendo a Leónidas. Precisamente porque él, a lo largo de sus libros, de su vida literaria, no ha hecho más que esto: volver nuevo lo viejo. Lo ajeno y lo propio. Es decir, reinventar, reiventarse. Una y otra vez. Un constante desenmascaramiento, digamos: “y quién soy/ y dónde estoy se pregunta” el extraviado en “Una canción”, el primer poema de El riseñor. Y en SEOL: “el ruido de lo roto en el trono de la identidad”. Lo dejó claro, sobre todo, en su prólogo a Carroña última forma, cuando explicó por qué había elegido ese “disímil collage de sus disímiles textos” a la Obra completa propuesta por Adriana Hidalgo. “Porque le tengo horror a la lápida”, escribió. Horror a la lápida. “Horror como terror”, agregó. Toda la obra de Leónidas Lamborghini está atravesada por ese horror a la lápida. A la propia, sí. Horror a cosas como “poeta nacional”, por ejemplo. Horror a quedar abrochado a un rótulo de esa índole. A cualquier rótulo, en realidad. Horror al museo de la literatura nacional. Horror a convertirse en un emblema. En un modelo. Horror a todo eso que, ahora que está muerto, quieren endilgarle. Pa, pa, pa. Dos, tres, cuatro parrafitos. Listo. El busto de bronce bien lustrado. Con bigote y todo. Para que después, desde el cielo, lo caguen las palomas. Como si una muerte no alcanzara, quieren regalarle otra. Por su bien. Aparentemente. Con buenas intenciones. Pero nunca se sabe. Hay que desconfiar de los seres humanos, ya lo dijo Céline. Son ladinos, calculadores, pesados. Sobre todo pesados. De todos modos, por más que las intenciones, supongamos, hayan sido buenas, no importa. Las peores cosas salen de ahí, de las buenas intenciones, eso se sabe. En este caso: nuevas maneras de no leer, de no ser afectados por la belleza revulsiva de sus libros, por “la risible Belleza de la Belleza de la risible risa del riseñor”. Por su libertad. Que su libertad no nos toque, que no nos modifique. Que sus libros dejen de interpelarnos. Listo, poeta nacional. Una institución, como se dijo. Ya está, ¿para qué seguir leyéndolo?, ¿para qué volver a abrir sus libros si vamos a encontrar, ahí, al Leónidas Lamborghini de siempre, al mismo inofensivo “gigantesco” poeta nacional? Al mismo con variaciones, como dijo otro sordo. Cada época tiene sus sordos. Con sus operaciones, las operaciones de los sordos. Un sordo siempre viene con una operación bajo el brazo. No falla. O varias, varias operaciones. Llegado el momento las sacan a relucir. Siempre muy parecidas, las operaciones, ésa es la verdad. Nada cambia, insisto, hay que insistir, no hay que olvidarse de eso, de que siempre fue así. La especie humana es muy predecible. Y los sordos ni hablar. Los jodidos de siempre. Los jodidos que joden, para decirlo con Leónidas.
Horror a la lápida propia, decía. Pero también a la lápida del lenguaje. A los lenguajes lapidarios, de lápida. A las frases que pesan doscientas toneladas. Desde acá, desde esos lenguajes muertos, desde el trabajo con esos cadáveres, hay que pensar las reescrituras lamborghinianas, las de El riseñor y las otras. Todas. Incluidas “El combate” y “Eva Perón en la hoguera”. (En una entrevista que le hicieron Guillermo Saavedra y Américo Cristófalo, y que salió en el número 3 de la revista Las ranas, Saavedra le pregunta: “¿Tu crítica al peronismo en tanto modelo cristalizado, ¿está cifrada, sobre todo, en los poemas de El riseñor?”. “Yo creo que sí”, responde Leónidas. “Ahí reescribí, como dije antes, la marcha peronista y el himno nacional argentino porque sentí precisamente que se trataba de un modelo que se venía abajo desde adentro, se destruía, se disgregaba, se atomizaba. Sentí, para decirlo sin vueltas, que nos íbamos a la mierda”.) Las reescrituras, entonces, como un cuestionamiento de los modelos (literarios, políticos) y de los lenguajes normativizados, cristalizados, doctrinarios (literarios, políticos), que esos modelos implementan para poder legitimarse y perpetuarse. No como una transgresión de los códigos o valores establecidos. (“¿Es esto iconoclastia? ¿Falta de respeto?”, se pregunta en El jugador, el juego. “No es mi intención. Por otra parte, pienso, no hay mayor escándalo que convertir al Modelo en una momia célebre, pero momia al fin y al cabo”.) Tampoco hay que pensarlas, me parece, como un asalto a las propiedades de la lengua, de la literatura, de la cultura, o de lo que sea. Esas son meras consecuencias; resultados, diría. Efectos secundarios, rebotes del trabajo. Ecos. “La fractura no se elige, se lleva adentro.”
En el origen, entonces, sí, una descolocación. El loco, el “colo”, el solicitante disgregado que pone en evidencia la violencia del Modelo devolviendo la distorsión. Como un boomerang. Multiplicada gracias a la risa, que todo lo multiplica. Hay intrusión, penetración, sí. Y duele, un poco siempre duele. Una penetración que revela aquello que el Modelo quiere ocultar (pero también revelar): su propia imperfección. (“Cuando hablamos de modelos”, dice en la entrevista de Las ranas, “como ya dijimos, estamos hablando también de modelos políticos. Aunque no se pueda salir de él, al modelo hay que criticarlo constantemente porque, de lo contrario, se instala y uno se pasa mil años diciendo que la Tierra es el centro del universo.”) Una chaveta perdida que revela, de golpe, la locura de la máquina. “La risa como una de las expresiones más frecuentes de la locura”, decía Baudelaire. El descolocado que ríe, entonces. Como el que va riendo solo por la calle tratando de entenderse. ¿De qué?, ¿de qué se ríe?, ¿por qué ríe ese señor? Andá a saber. No hay nada de qué reír, nos dice el Modelo. Es todo muy serio. Vamos ganando. La risa del loco, del “colo”, como respuesta a la seriedad violenta, paralizante, tediosa, del Modelo. El “colo” manipulando –harto, poseído– un par de electrodos, uno en cada mano. Un shock eléctrico a las palabras del rebaño, al cadáver flácido de la lengua. Una corriente eléctrica que despierta a los muertos. Poniéndoles los pelos de punta (como esa reseña de Las patas en las fuentes, que terminaba con: “No lo compre”). Un shock al Modelo. Una interrupción de la siesta que el Modelo propicia. Un sacudimiento al Modelo de la muerte, de los muertos, del lenguaje muerto que utilizan los muertos. Al Modelo y sus voceros, sus defensores, sus boy-scouts; que nunca faltan. Nunca faltan los boy-scouts defendiendo la causa noble del Modelo. Hay que mantener el orden. Edificar, educar, hacer el bien. Gente proba, gente buena, gente seria. Los “charlatanes de la gravedad”, los llamó Baudelaire. De hoy y de siempre. Los clones de Pedro Goyena que recorren todas las épocas.
Un shock eléctrico al Modelo, decía. O de otro modo, lo mismo pero parecido: destrucción y negación. Sin las cuales, se sabe, no hay creación. Ya se dijo. Destrucción y negación del Modelo a través de la risa, la parodia. Leónidas: “Pero, en el fondo, ¿no es la Parodia un decidido intento dirigido a la destrucción lisa y llana del Modelo? ¿A la negación del Modelo, y de todo Modelo, como si éste no fuera, en el fondo, no pudiera ser otra cosa que su propia Caricatura?”. Lo dice acá, en El riseñor, al final, en “El Estro Paródico”, una breve arte poética, una de las tantas que aparecen desparramadas por su obra. No hay más que abrir sus libros. La poesía, la literatura de Leónidas Lamborghini, nunca dejó de comentarse a sí misma, de volver sobre sus pasos e inventar, así, su propio lenguaje. De ahí, como dice Esteban Bertola, la dificultad de referirse a “una obra que sólo se deja hablar con un lenguaje propio”.
Pero hablaba de la caricatura, de la caricatura del Modelo. El trabajo del poeta, entonces, como un decidido intento por mostrar que el Modelo no es, al fin de cuentas, otra cosa que su propia caricatura. Un trabajo que tiene antecedentes allá lejos, en lo que había hecho el Dante –ese Dante “extraviado”, como se lo llamó, poco conocido, anterior a la Vita nova y a la Comedia– en el poema Il Fiore con el modelo del Roman de la Rose. Dante toma el poema alegórico de Lorris y Meun y, lamborghinianamente, lo vulgariza, lo reescribe en clave burlesca, paródica. Una reescritura mitad intrusiva, mitad tangencial (para usar las palabras de Leónidas), cómica y procaz, que pone en evidencia lo que el modelo ocultaba (pero en el fondo quería revelar): su propia caricatura.
No hacemos más que reescribir. Reacomodamos, disponemos las palabras en nuevos ordenamientos. Cuando hay suerte. A veces ni siquiera. Leónidas lo sabía mejor que nadie: somos simples combinadores en el hospicio del lenguaje. El lenguaje, ya no como morada del poeta, sino como su hospicio. A veces pasa algo a través de los barrotes de la celda. A veces algo llega. Pero muy de vez en cuando. Mientras tanto, el poeta urde, confabula, combina. Leónidas: “El Combinador, inclinado, más bien, a agrupar las palabras en elementos como ellas deseen o revelen desear agruparse antes que como él desee agruparlas” (“El Combinador”). Es que el lenguaje también quiere decir lo suyo, porque el lenguaje, como lo sabe cualquiera que alguna vez haya intentado escribir un poema, trabaja en “abierto misterio”. Ser el instrumento del instrumento. El lenguaje, entonces, como un juego del que se desconocen las reglas. Otra vez Leónidas, ahora en una entrevista que le hicieron Juan Desiderio, Mario Varela y José Villa: “Estuviste jugando pero no sabías a qué jugabas. (…) La apuesta es a lo desconocido. Y ahí puede haber un fracaso. Pero ¿en qué sentido? Yo me quedo con este fracaso, antes que el acertar de gente que sabe a lo que está jugando. (…) En ese jugar se está jugado.”
“Hay que apostar, aunque la apuesta sea la Nada.” El poeta como jugador, como equilibrista en la Casa de juegos de la literatura. El poeta como un payaso loco que juega el Juego del Modelo y se divierte “martirizando un poco el lenguaje”, como decía Eduardo Wilde. Jugar sin red, por supuesto. Siempre. Si no, no tiene gracia. El poeta “como el que vive internándose en la mente de un loco”. O “como el que nunca pudo dejar su infancia” o “matar al niño de su infancia”. “Como el que de la mano de ese niño ha de entrar en el infierno.” Su moral, sin embargo, es la del bufón. La del homo parodicus. La del hombre que ríe. “La poesía fue hecha para alegrar el corazón del hombre”, decía Pound. No sé si la poesía, la literatura de Leónidas Lamborghini alegra el corazón del hombre. Sería ir demasiado lejos. Sería como decir, por ejemplo, que Céline nos alegra la vida. Y no es así. Al menos a mí no me la alegra. Pero sí podríamos decir, en cambio, que tanto Leónidas, como Céline y muchos otros, forman parte de esa raza única de escritores que nacieron con el don de la risa, y con la intuición de que el mundo estaba loco, y que gracias a eso nos ayudan, y supongo que nos seguirán ayudando, a salir del desbarranco.
Leído en la presentación de El riseñor (1975; Editores argentinos, 2012), de Leónidas Lamborghini, el 12 de septiembre de 2012.