1- Las tres bombillas de caña
Sentado al tavolino, Chicha
acurrucada a mis pies porque ya comienza a sentirse el frío en L´Aquila, región
del Abruzzo, espero que un pibito me prepare un panino de pechuga de
pollo y me traiga una lata de Fanta que, será por el agua o será por la
variedad de la naranja, tiene un gusto diferente.
Me aborda el monólogo interior y me
pregunta: ¿qué estamos haciendo acá?
Ayer comí en este mismo barcito
porque es barato y pasaban Hip Hop y los chaboncitos tenían pinta de fumetas y
tal vez podían tirarme una nota. Ayer tomé birra, porque era una especie de
desahogo de nuestra bulliciosa llegada a esta pequeña ciudad que aún se
reconstruye después de sufrir un terremoto en 2009, que dejó más de trescientos
muertos.
Vinimos con un trencito azul de dos
vagones cubiertos de polvo, bastante antiguo, que manejaba un viejito canoso
pelo cepilludo y donde otro viejito de uniforme oscuro bajaba en cada estación
con una campana para indicar la pronta partida. Atravesamos montañas, valles,
cerros, varias veces por abajo -o daba esa sensación- y llegamos a la estación
de L´Aquila, situada a diecisiete cuadras del centro histórico.
No tenía ninguna reserva segura. Había
visto, en Booking, un hostel bastante accesible y con
disponibilidad pero cuando llegamos con el taxi, no había nadie. Un taxi que tuve que pedir desde un hotel que
estaba justo frente a las vías y que estaba completo. Vinimos al otro, no
respondían al timbre, quedaba en el segundo piso. Nos trajo un taxista que no
quería que la cagnolina tan simpática se subiera a los asientos porque
los pelos y eso y no sé qué otra estupidez decía y que preferí reprimir a
decirle la reconchadetumadremehacesproblemaporuntapizadodemierdaboludo y
mientras a Chicha le chocolateaba el hocico, luego de un husmeo por unas
plantas con pinches que había en la parte donde esperábamos el auto. Así y todo, fue gentil y me ayudó con el
equipaje, al descender. Una señora del
negocio de ropa de al lado ni siquiera sabía que existía un albergo ahí
y un muchacho trajeado que regresaba del laburo y vivía en el tercero nos abrió
la puerta para que subamos con él, en ascensor, y toquemos el otro timbre,
dejando la valija con toda mi ropa abajo, casi, diría, si esto sucediese en
otros confines del mundo, tirándola a la marchanta, para que cualquier vivillo
se la quiera cargar, aunque no creo que le hubiese sido tan fácil porque pesa
un montón.
No será la única vez que tenga que
dejar sola mi maleta en este viaje que, en principio, parecía corto, porque
depende el camino que se tome, son sólo 88 kilómetros de Roma pero eso si uno
tomara el autobús desde Tiburtina, cosa que yo no puedo porque viajo con mi
perra y en los bondis medio que se ponen la gorra y también porque es más
incómodo con todos los bártulos -soy una mezcla Ekeko andino con San Francisco
de Asís- así que tuvimos que tomar el regionale veloce de Trenitalia en
Termini, que terminaba en Ancona y bajarnos en Terni, lugar donde
combinaría con el trencito azul.
Resultó in ritardo el
primero. Entonces perdimos el de las 14.50 y tuvimos que esperar hasta 16.40 el
próximo que también saldría in ritardo.
Y mientras esperaba, café y cornetto
de por medio, tuve que ir al baño y abandonar mi equipaje, librado a la
vigilancia de un desconocido que atendía el bar de la estación. Ni siquiera
recuerdo qué le dije pero habrá sido un “che loco, me mirás las cosas un
toque?” traducido al argentano. Y me fui llevando a Chicha hasta la otra punta
del andén.
No había sido un comienzo tan
accidentado. Erré el vagón y subí en Primera Clase y parte del primer tramo lo
hicimos en poltronas distinguidas hasta que el chancho corroboró la diferencia
y nos dijo que vayamos al sitio que nos correspondía. Una señora brasileña
quiso pagar esa diferencia en plata porque decía que yo viajaba con un
angelito. Ya casi estábamos en destino, así que agradecí y le hice ahorrar su
generosidad.
Llegamos a las siete, casi de noche.
Falló el primer hospedaje. Agarramos la peatonal. Se encendían unos faroles
amarillentos. Los bares y cantinas relucían sus copas de vino montepulciano
en las manos de los parroquianos relajados que concluían su jornada. Sitios de
nombres curiosos: Arrosticini divini. La cantina del boss. Il vermuttino.
Algunos perros hostiles nos ladraban como recibimiento. El “angelito”, mejor
dicho, “la angelita” se quiso agarrar a las piñas con una bóxer marrón que
tironeaba agresiva. Por esquivarla, tiré un macetón y llené de barro la entrada
de una joyería, por suerte cerrada. Hubo gente que se apiadó y arregló ese
bardo, al menos poniendo a la pobre planta otra vez en su casita, si bien con
menos tierra que quedó desparramada en la vereda.
Divisé un B&B (Bed and
breakfast) y solicité asilo humanitario. Se venía la noche y la ciudad está
rodeada de montañas con nieve, sobre todo el gran Sasso, una piedra gigante,
atractivo turístico de este centro de esquí. Consultaron, vino un tipo, llamó a
la esposa con el celu, habló con otro tipo que se prendió un pucho mientras oía,
se metió las manos en los bolsillos, se metió adentro, vino el empleado y me
dijo que estaban completos hasta el jueves.
Hasta las bolas.
Pero también me tiró un número del Hotel
Federico II y ése sí tenía habitaciones libres. Ahí podría darme una ducha
caliente y descansar luego de hacer un rodeo de diez cuadras según la
indicación de una chica que se acercó a “ayudarnos” con la situación. En
realidad, estábamos a sólo cinco. Nos mandó para el otro lado. Justo donde el
bóxer y su dueño se habían detenido vaya a saber a qué. Justo para que Chicha
pidiera el segundo round.
Hogar dulce hogar. Balconcito con
buena vista. TV satelital de pantalla plana. Loza radiante. Desayuno de lujo,
jamón crudo, queso de cabra, Nutella. Un poco salado el precio.
Era el momento del descanso. Me
faltaba el faso. Acá se vende legal con CBD pero ni eso tenía. Sólo una piedra
de hash que me vendió un africano cuidacoches en la puerta de una pizzería por
Castro Pretorio, en Roma, y que si no se mezcla con tabaco es imposible fumar.
Es como querer darle una seca a un pedazo de goma.
Por eso me traje tres bombillas.
Porque la última vez que había estado en Roma me pasó lo mismo y usé uno de
esos palitos de caña como pipa y me quedé sin tomar mate. Probé, la verdad, y
abandoné al segundo sorbo. El gusto era un asco. Ya no servía para matear. Y
acá la yerba costa troppo. Lo cierto es que era más fácil traer una pipa
pero no tuve la sagacidad de planearlo así que sacrifiqué la bombilla más vieja
y como estaba medio rota no funcionó. Tendría que buscar un Grow shop en
L´Aquila. Ahí me compraré una pipa de silicona con el dibujo de Rick, el abuelo
animado de Morty. Allí venderán pequeños ziplocs con dibujos y colores
divertidos y dos gramos de Critical.
Pero aún no tengo niente. Un
par de sedas de celulosa que no me sirven para nada. Combustión lenta. Lo
complicaría todavía más. Como pitar un cacho de neumático.
Por eso me clavé una hamburguesa y
una Peroni en este restorancito, porque el cocinero rapeaba mientras
preparaba el morfi, entre la grasa humeante y el crujir de las carnes, y quién
te dice que. Por eso vine hoy, otra vez, a comer el panino de pollo.
Ninguno de los dos sabe nada o no
quieren compartir su saber con un forastero. Sacan una porción de fritas para
una pareja y se olvidan de que existo.
Por eso mi monólogo interior vuelve
a preguntarme: ¿qué hacemos acá?
2- Ragú de
jabalí
Roma está llena. Explota. Por eso el
sábado, con treinta grados y una sed bárbara, nos tomamos el palo, enfilamos
con el Tandi y Ade hacia la Umbria, región que limita al noroeste. Por eso,
porque la hotelería está completa y a precios desproporcionados y porque no
puedo caminar sin esquivar las pisadas posibles a las patitas de Chicha, y
porque hace mucho calor debido al fenómeno del Niño, que de Niño no debe tener
nada ni tampoco de fenómeno con lo rompecazzo que es, por eso, nos
tomamos el palo.
Cruzar el océano te desprograma ya
cinco horas. Salimos cerca de las 13 de Buenos Aires y llegamos tipo 2 de la mañana,
aunque en Italia ya eran las 7 della mattina y ya despuntaba il sole
y todo comenzaba.
Y yo venía sin dormir. Un vuelo en
cabina económica es incómodo, y con tu perra, durmiendo en un colchoncito entre
tus piernas, es un poco más. Debía estar alerta a que cuando cambiara de
posición no dejara expuesta su cola o alguna de sus patas en el pasillo, lugar
de tránsito de por sí conflictivo, sobre todo para los de piernas largas que no
saben dónde meterlas o como doblarlas, porque hay gente que camina, va y viene
durante todo un viaje, joden a todos y a todas y hasta cuando hay turbulencia
se caen encima de algún otro gil como ellos. Hay quienes buscan conversación:
-¿Qué lindo que es… es perro o
perra?
-Perra.
-Ah… tenés una perra de servicio.
-Sí.
(Mi perra viajó con un chaleco negro
que dice Service Dog. Eso y un entrenamiento que cursó por Zoom la
acreditaron para poder evitar el cruel viaje en bodega.)
-¿Está entrenada?
-Sí, la entrenaron en Italia.
(Hoy acabo de leer la triste noticia
de la muerte de un perro labrador por una negligencia de una compañía aérea
brasilera que lo mandó a un avión equivocado para luego dejarlo expuesto,
dentro de su jaula, a un sol de 36 grados. Genera bronca. Flor de escándalo. Interviene hasta Lula.)
-¿Y no le das agua para que tome?
-Está entrenada para sobrevivir en
el desierto.
(Nos sentaron en un lugar de tres
asientos, me tocó “pasillo” y de ahí podía acceder a un pedacito de espacio
que, a veces, usan las azafatas, donde tienen unas sillitas plegables. Una
pareja grande al lado. Y, a la derecha, un judío mercader que importaba
productos de pet shop desde China -raro un desarrollo lúdico canino en
esas regiones, porque ahí se los comen, los hijos de puta- y una forra que
sonreía todo el tiempo y no paraba de preguntar.)
-¿Y qué servicio hace?
-Busca bombas en Irak.
-¡No! ¿En serio?
Telón.
Cuando subimos, a la gente le
pareció simpática esa experiencia, nunca hecha, de viajar en un avión con la
compañía de un perro. Pero cuando la oyeron ladrar, cuando vieron lo inquieta
que se ponía en el despegue, cuando Chicha se echó sobre los pies del tipo que
iba a pasear a Milano con la jermu, todo dejó de tener esa aura de ternura y
pienso que, por dentro, se comenzaron a preguntar qué les depararía aquel lungo
viaggio.
La esposa del tipo -eran de
Baradero, les empecé a sacar información- hasta me aconsejó que no le diera de
comer, a ver si la cae mal y vomita acá.
Ni siquiera le respondí y mientras
la miraba con cara de menefregauncazzo, acerqué al hocico un pedacito de jamón
de un sándwich, gentileza de Ital Arways.
-Así que van a Milano… mirá vos…
conozco unos cuantos muchachos, de la barra del Milan, todos delincuentes,
gente mala.
(En mi vida pisé esa ciudad y no
conozco a nadie).
-A mí, el futbol, no me interesa –
el viejo se pone en guardia.
-Sí, claro, pero te los podés cruzar
por la calle. Averigüen, hay algunos lugares que mejor ni pasar.
Pasaron las horas y Chicha fue una
reina. Se portó mucho mejor que esos idiotas deambulantes.
En Fiumicino, nos esperaba mi amigo
de Villa Crespo, el Tandi, y hasta trajo facturas.
Benevenutti.
La ciudad sagrada nos recibía. En
unos días, justo el 21 de abril, cumpliría sus 2777 años. Será un domingo y lo festejaremos yendo a Villa
Borghese, esa especie de Central Park italiano -así dice un folleto, nunca fui
al Central Park-y aprovechando esa última caricia de la primavera porque luego
vendrían días aciagos. Frío y lluvia, amenaza de granizo. También tomaremos el
café más caro de mi vida en Piazza del Popolo, aunque el bar Rosati, de
popolo, no debe saber mucho.
El clima osciló de manera pazzesca,
calores y fríos extremos. De llevar el short de baño para meterme en las
cascadas delle Marmore, en Umbria -fue solo un deseo, pues eran
gigantes, hubiese sido como querer meterse en La garganta del diablo en
Cataratas- a usar calzoncillos largos en L´Aquila.
Aparte. ¿Uno que sabe? Uno se quiere
tirar un chapuzón en cualquier lado. Darse un tuffo, dirían los napoletanos.
De tomar una birra helada a una
grappa mórbida.
Arrosticini de pecorino en una cantina abruzzezza para
levantar la térmica. Una especie de brochetas de carne de cordero con vino
negro de la región.
Hasta comimos ragú de jabalí con
unas pastas muy buenas, en esa escapada por los pueblos cercanos. Y probamos
otro plato que tenía unos hongos que llaman tartufo y que cuestan
fortuna y que los jóvenes de algunos paesinos buscan con mastines entrenados
para olfatear ese manjar finoli. Un buen atajo hacia la riqueza.
Nos queda un viernes para encontrar
al africano de la plastilina oscura por las encrucijadas de Esquilino.
La despedida de Roma será con su
típica pizza en Al Gallo Rosso, lugar escondido (No es Morón) en
Pietralata, al refugio de la plaga turística y con mis amigos Diego y Mario,
conocidos de tantos años de hospedarme en la zona de Castro Pretorio y, en las
últimas veces, hasta con mi cagnolina Chicha, suceso que no siempre
ocurre ni ocurrirá cuando uno viaja.
El último día regresamos a Villa
Torlonia, en el quartiere Nomentano, lugar de residencia, en algún período, de
Mussolini, y luego parque público. Dentro hay un museo, Il Casino dei
principi y en varios rincones restos del imperio, sean galerías, estatuas,
fuentes y hasta dos obeliscos.
Podría hacer alguna observación
sobre el turismo de masas, criticar a esa masa informe que se mueve torpemente,
que devora todo a sus paso como la langosta ruidosa, que contamina a su paso
dejando residuos, que hace colas interminables para comprar el ticket y entrar
al Coliseo, para hacer un selfie en Trevi o para morfar en Trastevere, podría
decir que esta forma de viaje ha llegado a un punto crítico donde los
habitantes de las ciudades castigadas por la gentrificación y que no ganan un
sope con toda la movida se están organizando y saliendo a la calle a protestar,
podría decir todo eso, pero en algún punto, yo también soy parte, aunque trate
de no serlo.
Para correrme un poco de esa
posición, el 25 de abril fui hasta Pirámide, en Porta San Paolo, para
participar del acto del giorno della liberazione (nazi) de Italia, para
sumar en la construcción de un mundo libre, antifascista y justo para todos y
todas.
Hay que irse de Roma. Dejar la
ciudad eterna, un lugar que, a simple vista, si uno recorriera solo los sitios
de interés que todo el mundo recorre, se presentaría como inhabitable. Un lugar
que se presenta difícil y costoso, desproporcionado en relación precio y
calidad, y que tan complicado se volvió, en algún momento, para poder
alojarnos. Pero que, sin embargo, seduce, atrae y uno hace lo imposible por
regresar, por quedarse y gozar de esa magia subyacente.