17.5.24

Vía Temperley, por Cecilia Bainotto

A Charly

 

La China 

 

Lo conocí hace muchos años, a él y a su esposa, la China. En Temperley. Cuando se presentó, recuerdo que me besó la mano e hizo una genuflexión para hacer más escénico el saludo. La China miraba y se reía. Él era así, sin otra intención que la de un caballero andante y siempre al lado de su esposa, o casi siempre. A tal punto me resultaron simpáticos que llegaron a ser amigos de la casa: los matrimonios se frecuentaban.

Este hombre estaba loco. Él mismo contaba que se internaba en el Borda cada tanto para salir de Ciudad Gótica donde todos lo miraban de soslayo y se alejaban apestados. Vivía en una barriada humilde y había trabajado en Molinos Río de la Plata cuando era de Bunge y Born. ¿Un gesto de compasión de los millonarios? Tal vez, pero creo que había otras cuestiones. Su vida era un acto de locura permanente. Si usted caminaba por el centro y había un círculo humano con una cabecita que subía y bajaba en el medio, era don Carlos dando sus discursos. Por entonces ya mandaba a la humanidad al "basurero nuclear" y despreciaba a los milicos. Escribía libros mentales dando vueltas alrededor de la cama con la China sosteniendo un grabador. Y para desgrabar, y no perder tiempo, cuando escribía en una vieja Olivetti unía hojas con scotch y por metros las ponía en el carro de la máquina, mire usted, onda papel higiénico. Relatos desopilantes por la melange de personajes sobre los que ponía el ojo, la duquesa de Alba con un sindicalista, por ejemplo, o Menem con Petrona de Gandulfo. Bueno, con Menem, ficción y realidad iban parejas. Otra de sus aventuras dislocadas era cuando se ponía un enterito rojo, gorra roja y con un tridente de fabricación casera recorría de noche las calles con adoquines alertando que llegaba el diablo rojo. Y era real, porque alguna vez un kiosquero que me vio junto a él y a su señora me dijo por lo bajo: este hombre está loco y se hace pasar por un diablo para asustar a la gente. ¡Don Carlos! Un caso sin solución para la "comunidad psiquiátrica" ante la que esgrimía sus argumentos con la respuesta: "Maldonado, usted tiene razón. Habría que trepanar el cerebro de todos". 

Lo de tal vez la compasión de los millonarios no era tal, porque él contaba que cuando los Bunge hacían sus festicholas, entre aventuras de caza de todo tipo, mujeres y whisky, ahí estaba él animando con sus dichos, como si fuera una graciosa mascotita exhibiendo las "monerías". Los millonarios suelen darse esos gustos, ostentando cierta apertura hacia el diferente (solo diversión, nada más) y si matan a alguien con sus propias manos, la sangre les da un poder extraordinario.  

Él era consciente de eso y lo pasaba muy bien en las mansiones, llevado y traído por automóvil con chofer.  Moderadamente inteligente y con buenos libros leídos. La mirada tenía un brillo particular, no cesaba, una mirada fulgorosa que atravesaba. En su casa, el frío o el calor eran lo de menos. Se podía almorzar un guiso calentito con 30° o una ensalada de fruta con menos de 20º.  Pasaron unos dos años y me mudé de lugar. Una vez que regresé al centro comercial que la pareja frecuentaba pregunté si lo habían visto, porque en su casa nadie atendía. Alguien me dijo que a veces lo veían apagado y solitario. Supuse que su señora había fallecido o estaba enferma. Pasaron algunos años más, a punto de venirme para la Manchega, voy a dar una última ojeada al lugar. No lo vi. Enfilo hacia la parada de micros y dando vuelta una esquina veo a don Carlos, andrajoso, pidiendo puchitos a la gente, como una tragedia anticipada. Se acercó a mí para mangarme, no me reconoció y yo simulé lo mismo. “Soy una negadora más”, me dije en mi retorno. 

La calle, la gente arropada en sus abrigos sin mirada, el hombre en andrajos limosneando, la indiferencia, la mía, el tránsito imparable... una postal de la deshumanización entre el ruido y la furia. Al día siguiente, volví por el lugar para reparar eso y no lo encontré más.

 

Días pasados, relocalizando libros, pasando cosas de un estante a otro, se me cae de un libro una tarjeta personal lisita y amarillenta: Carlos Alberto Maldonado. Dirección. Teléfono. Barrio San José. Temperley. El hombre de más de noventa años seguramente debe haberse muerto. Pero lo tomé como un saludo. Una sincronicidad. Y por eso le cuento esto.  

 

P.D.: Digno de un personaje de Arlt o de don Néstor Sánchez, el que alguna vez vivió por años en el anonimato como linyera. En Manhattan creo. 

 

 

Hay personas que son lugar y tiempo. Y cuando ellas no están aquellos cambian para siempre. Tan sencillo e incontrastable. Tan sencillo y movilizador.  Quizá esa mutación de las cosas y de las personas nos preserve de la ajenidad que puede provocar una tumba en la que tu padre es más joven que vos.

Hoy me dijo que no recuerda nada. Ni siquiera un esbozo o una pista que lo guíe. Le dije que no se preocupe, que mi memoria es un calendario insoportable.

Así nos complementamos: Yo armo su vida y el desarma la mía.

  

Cosas perdidas

 

En el fondo soy alguien triste. Si me va bien el título de un libro ese es “Tan triste como ella”. Y desde que recuerdo soy triste. Por eso no me gusta que me bombeen alegría ficticia. Por eso también disfruto del humor hasta las lágrimas por la risa. Y no es metáfora.

Esta mañana salí muy temprano para hacer un trámite, largo, bancario, insoportable. Por suerte la cabeza viaja hacia el tiempo que se fue o imagino el porvenir y aparecen pensamientos, recuerdos, imágenes... en fin.

Como decía, esta mañana me acordé de un amigo que quiere viajar a Santiago del Estero para sentir en sus manos lo que es el trabajo verdadero. El viene de una clase social alta y vive en un cerrado del norte del Conurbano, bien concheto. Pero tan piola es como para convertirte en "funámbula".

Me acordé también de una amiga que canceló por dos veces su vuelo a Sídney donde vive hace más de veinte años. El motivo no es negociable: no puede ubicar en nuevo hogar al gatito adoptado y cada anulación es un débito por multa. Mientras, el gatito feliz corre por la casa como un caballo en miniatura.

Y entre el espinel de pensamientos apareció un amigo de Facebook con quien mantenemos fluida conversa. “Estoy ansioso” me dijo. “Pasa que quiero que salgan los padrones electorales para encontrar a esa chica de Río Negro a la que nunca más vi”.

Otro que anda buscando a una catalana que perdió en el messenger. Desconozco el método que aplica.

Más una amiga atenta a señales de sus sueños y exégeta de palabras que se dicen en una charla por si acaso alguien nombra al “caballero soñado”.

Y por mi parte ubicar a un amor pasado en una agencia de lotería de Rada Tilly. ¿Acaso no has escuchado eso de que “Encontrar a alguien es una lotería”? Al menos así decía la gente de antes. 

El broche de la mañana fue tomar un micro hacia el centro de la ciudad y al llegar a la estación terminal todos los pasajeros aplaudieron como si fuera un avión después de quince horas de vuelo aterrizando en una pista mínima. Una flota muy destartalada tiene la ciudad en la que vivo, y llegar es una aventura con olor a gasoil y volantazos.

Entre todos esos pensamientos deshilvanados transcurrieron algunas horas y el trámite se hizo menos insoportable. Reí para adentro y para afuera y la gente se paseaba en nubes rosas y celestes. Las veía ensayando el próximo carnaval. Y mientras escribo esto pienso que es un borrador para un futuro cuentito onda “Indiana Jones y los cazadores del arca perdida” aunque no se ajuste a pie juntillas. Siempre dando vueltas con algún verso.

En estos momentos el que buscará en el padrón me cuenta que está con neuralgias dentarias y quien escribe en una calesita con estas humoradas. Aclaro: Una distancia entre lo primero y lo segundo porque el argumento es diferente. 

¡Ah! antes de regresar a casa pasé por lo de mi tía. El almuerzo en el Centro Vasco es una ceremonia semanal.

Y entre bocado va y bocado viene ella está muy preocupada porque no encuentra su gorro de marta cibelina

Ese que usaba cuando íbamos al cine. Cuando “El viento no sabe leer” o “Historia de una monja” o “Picnic”, ¿no te acordás? Eras muy chiquita. 

Sí tía.  Claro que lo recuerdo. Te quedaba muy lindo. 

Y bajé la mirada para que no me la viera. 

 

 

Prosa poética

 

¿Cuál es la última cereza que tocó la crisálida con su capullo y cuál es la canaleta que recogió la lágrima invisible del felino? 

Cientos de panes se hornean en un horno vacío con convidados nocturnos muy frugales.  

Tanto como el placer que se escapa por un tiempo y cada tanto me regala un espasmo de cielo mientras una flor se abre en el silencio. 

La luna es un colgante bello que mira el desencanto en esa orilla donde la espera no existe. 

Solo el mecer por el mecer sobre olas frías que aprietan mis tobillos para que me quede. 

Ahí. Quieta. 

Sin acecho y sin moralejas de ilusión que alguna vez heredé de un mundo con pájaros recién nacidos y hojas perladas por la lluvia.