22.5.24

Sueño con una rata, por Gustavo Calandra

  

Tendré que habituarme a las campanas a cada cambio de hora.

Chicha se descompuso de la panza al tercer día que llegamos a Napoli, por un descuido mío: comió bastante pollo mezclado con arroz integral y aceite de oliva y eso la ablanda un poco. Ahora ronca a mi lado, pero se despertó al alba, con urgencia intestinal. Daban las siete. Me tuve que vestir, abrigar, porque aún las mañanas son frías, y hacia allí nos dirigimos, hacia las veredas de la iglesia Santa María della Rotonda, a dejarles un regalito. Y no se malinterprete como una venganza frente al tañido que marca el paso del tiempo o convoca a los fieles, ni tampoco como un acto de paganismo, simplemente es más fácil porque por allí no camina mucha gente ni hay porteros en las puertas de los edificios ni hay bares con ancianos desayunando temprano.

Y aparte, ¿quién va a salir? ¿El cura?

El quartiere donde pude alquilar una habitación tiene bastante vida desde que arranca la jornada. Escuelas, supermercados, bancos. Mucho movimiento hay en Arenella. No es tan pijo, dirían los españoles, como Vómero, pero pretende ser una continuación de este “nuevo” Napoli, en palabras de una ragazza que me trajo un café en via Ruoppolo. Lo entiendo como un deseo de ser más europeos y menos… digamos napolitanos. Justamente, lo que embellece la identidad del pueblo.

Vinimos, un sábado cualquiera, en el Metro, Línea 1, estación Montedonzelli, que tomamos en Piazza Garibaldi, dirección Piscinola- Scampia (esa especie de monoblocks donde viven los pistoleros y pandilleros de Suburra).

No bien bajamos del tren, salí de la estación y me comí una sfogliatella, no en Atanasio, que se supone que hace las mejores, pues me quedaba un poco lejos para ir con todas las maletas, sino en el bar que está justo enfrente, Sfogliatelab. Sonido de platillos. El humito del café. Y vamos que se hace tarde.

Noche casi estival. Coro de grillos.

Y sucede que, cuando uno recorre, por primera vez, de noche, un sitio desconocido, todo parece más difícil y, sin embargo, cuando ese mismo sitio se nos presenta a la luz del día, descubriremos que era diferente, las distancias serán más cortas o las casas menos tenebrosas. Hasta los ladridos provenían de cagaditas, en balcones, amplificadas por la acústica.

Apenas arribado, me presenté en el depto y con la gente que estaba ahí; apenas arribado, yo conocía y me conocían varias personas, siendo algunos, miembros de un grupo que se reunía a fumar tabaco con hachís, apostar y jugar a las maquinitas, en el scommesse, “frente a la chiesa”, o algo así dijo D.

“Ahí, donde está el escudo” (traducción) continuó D. y, de paso, se vanaglorió de ser uno de los responsables artísticos: “eso lo pintamos con los pibes” (traducción libre).

Bajo los edificios, se convocaban esos jovatos, alguno con la excusa de pasear al perro. Bromeaban, comentaban pronósticos sportivos, tomaban unas Peroni.

Otro me ofrecía un “giro” por Napoli en su scooter. Yo entendí que me hablaba, otra vez, del escudo y respondí que sí, que había visto el escudo, que me dejen seguir camino con mi perra, que anochecía y quería morfar, y entonces alguien me obligaba a comprar una focaccia porque pronto cerraría aquél posto La focaccia della Signora que vendía la mejor focaccia y si no debería comprar en Il re della focaccia pero que no era tan bueno aunque la cocinaban con horno a leña,  y una vecina que cruzaba cortó un pedazo de focaccia con la mano y directamente me lo mandaba a la trompa para que pruebe del suyo, no grazie, y el escudo que cada vez era más grande porque lo iluminaba el alumbrado municipal, ya que se encuentra en una encrucijada de varias calles y me escabullí y me fui a por una pizza margherita y una Nastro azurro.

Una de esas arterias que nacen o llegan a ese cuore-scudetto, y que conducen hacia diferentes puntos de la ciudad, es Via Altamura, peculiar, con sus surtidores en plena vereda, sobre mano derecha y que nos llevará directamente al Stadio Collana, cuando cambie de nombre, tras cruzar Via Case Puntellate y se llame Via Vincenzo Gemito. Estadio casi centenario, donde Napoli jugó en algún momento de local mientras se construía su antiguo estadio para el Mundial de 1934, que lo volverá a utilizar desde el ‘46 porque el suyo había sido destruido tras el injusto bombardeo de los aliados hasta que en el ‘59 inaugure el de Fuorigrotta.

La nota particular es que también fue un campo de concentración durante la ocupación alemana en 1943 hasta que el pueblo se rebeló y expulsó a los nazis en las famosas Quattro giornate. Así, en memoria, se denominó a la plaza y a la estación de subte: Quattro giornate. Al estadio le pusieron “della liberazione.”

Pero como estamos cansados, antes de esta escapada, nos iremos a dormir a una cama gigante y antigua donde seguramente durmió la finada madre de M.

Y será recurrente desde hace días, pero sueño con una rata. Tal vez, porque me encontré una o dos en Roma. De madrugada, por Piazza Cavour, está lleno. Esta vuelta aún no paso. Luego recordé que hace poco leí un cuento de Felisberto Hernández, donde en el final, un grupo dicharachero de jóvenes se echa a dormir en el piso, luego de una juerga en la que el narrador no participa porque había tocado el piano en un concierto y estaba cansado, pero que observa desde un rincón de su insomnio como un ratón le come el pelo a uno de ellos.

¿Una advertencia de peligro? ¿De robo? ¿De mala suerte? Según los chinos podría también representar el deseo de huida de algún conflicto. Si me guío por la smorfia (quiniela) napolitana debería jugar el 11.

La domenica, la pasta. La mesa, grande. Bajo una de sus patas, un pedazo de cartón para que no renguee. Sillas viejas, muebles antiguos. Un relicario con el Padre Pio. La foto de un hombre sonriente, en blanco y negro, los edificios descascarados de fondo, sus ventanas con banderolas y la ropa colgando impune. Usa corbata, tiene las manos cruzadas sobre su abdomen. Tal vez, esté contento porque recién comió. Dos tapices con motivos campestres, uno ocre o sucio. Un armario gigante todo en madera ornamentada. Colecciones de vajillas, de la abuela, de la tía, del casamiento de nosequién, tazas, tacitas, para el té, para el café, para el capuchino, compoteras, copas de diferentes tamaños, con escudos de armas, con la N del club. Y un vaso. Mi vaso para que empine el codo. Para que apure el aperitivo del consuelo antes de servir el único plato con su cara roja de ñoquis humeantes y sus dos ojos de albóndigas generosas. Realmente la zona es silenciosa. Típico olor al pomo doro. Algún vecino de arriba tiene canarios en jaulitas. Será un almuerzo con fantasmas. Será el vino del desarraigo el que me conduzca a la siesta reparadora.

El lunes voy a descubrir que, justo frente a la ventana de la cocina, hay una escuela. Veo cuatro aulas con un profe o una profe y sus estudiantes adolescentes. Veo multiplicada la escena de la enseñanza de la que tantas veces participé en otras tierras. Y ahora la extrañeza de sentirse fuera, afuera. Verla fulera.

¿Cómo será trabajar con esos jóvenes? ¿Cuál será el trato? ¿Puede haber una comunicación más allá de la construcción de un saber?

¿Cómo será trabajar con esos pibes que copan el subte los fines de semana cuando cae el sol?

Son muchísimos, de edades varias, de las barriadas ásperas. Juegan de mano entre la gente, gritan, se pegan, se empujan ante miradas de estupor de los más grandes, parejas ancianas que, tal vez, regresan del cine, de pasear y que, de golpe, están en medio de esas marabuntas que amenazan comerlos.

Les tienen miedo, se nota. Y las estadísticas de los noticieros lo alimenta. Peleas de pandillas y heridos de arma blanca, muertos a navajazos. Cualquiera de esos guachos, hasta el que parece más tierno o más tonto, el que usa pantaloncito corto, media de toalla tres cuartos y los cordones sin atar, el que se disfraza de jugador de básquet de la NBA, cualquiera puede estar enfacado.

Y los viejos lo saben, por eso esperan con ansiedad el subte, para llegar lo más rápido posible a la seguridad del hogar. Pero todavía falta el viaje. Las risotadas de los muchachos continúa mientras se corren por los vagones, se llaman, se chiflan, gargajean. Se percibe cierto goce tirano. Una danza macabra. La tiranía de los jóvenes. Fugaz como la juventud, pero tiranía al fin.

Me hace acordar a Diario de la guerra del cerdo, de Bioy Casares.

Supongo que serán los mismos que he visto subir al pullman metropolitano, en la piazza de Merghellina, camino a las playas de Marechiaro, en cuero, fumando puchos, con escabio. Los mismos que rompen botellas haciendo carreras. Los mismos que parecen llevarse por delante a cualquiera con sus motitos, en Quartieri Spagnoli, obligando a los vejetes a cruzar rapidito.

Y mientras me como una pizza frita de Sorbillo con ricota, provola y salame antes que se enfríe, frente al Castrell Nuovo, y bebo sorbos de Nastro Azurro, un africano tiene un entredicho con un puñado de estos muchachos, discuten, se nota que, aunque la ofensa es mínima, le están buscando roña, es dos tallas más grande, lo peor que pudo hacer el morocho es salir corriendo, porque lo van a correr perritos malvados que muerden los tobillos y se irán agrandando cuanto más se prolongue la persecución.