26.4.24

Las puertitas del Hotel Pelícano, por Gustavo Calandra

(Sobre Hotel Pelícano, de Agustín Caldaroni, El Fatalista, 2023)

 

I

 

Si pensamos que imaginar es ausentarse, es lanzarse a una vida nueva; y lo pensamos, porque adherimos a esa visión filosófica de Gastón Bachelard (La poética del espacio), y tocamos de oído, entonces podemos sumergirnos en la conciencia del creador. Escuchamos, tenuemente, un piano prostibulario en la lejana Nueva Orleans de Nell Kimball. O nos invade una sensación agradable de intimidad hogareña frente a la casona descuidada que nos recomendó un viejo. Un universo vivo.  Porque un día brotó la vida dice el narrador de “La casa de los Morgan”, la casa empezó a respirar, se pobló de ruidos, de siluetas de nenes que corrían jugando, de música.

La voz que narra los cuentos asume la problemática de cómo habitamos nuestro espacio vital, cómo nos enraizamos, día a día, en un rinconcito del mundo.

Puede pensarse la casa como un primer universo en la historia de una persona, un cosmos completo donde habitan nuestros seres protectores, un cosmos que alberga el ensueño y protege al soñador.

Pero la casa también puede producir agobio doméstico y, entonces, la necesidad de buscar una línea de fuga hacia un espacio fantástico, un hotel donde se trabaja en la arqueología de los recuerdos, por ejemplo.

En el relato “Hotel Pelícano” se propone una sectorización de vivencias, nada más cruzar el umbral de un pasillo mal iluminado.

Será preciso dilatar, para el protagonista, el momento antes de saltar al fuego y encontrarse con el cuarto de la adolescencia. Allí espera Kula, doncella medieval, mujer sin vagina, casi extraída del catálogo de fantasías sexuales infantiles de Freud. Su gran teta nutricia convida a un letargo delicioso.

Nos sacan de esa modorra unos aplausos que terminan siendo el cacheteo de la carne en una orgía. En la siguiente pieza nos aguarda un Valhalla pornográfico.

El regocijo de una evocación confortante. Una puerta puede ser la entrada a la gran concha, la vuelta al útero. Nada. Soledad. Silencio.

Lugar del ratoneo y de la liberación de pulsiones era una mansión llena de puertas y recovecos, pero en todas se repetía lo mismo, aunque en algunas habitaciones pude reconocer escenas de las primeras películas pornográficas que vi en la adolescencia.

Y a uno, que carga con horas y horas de cine argentino, le es inevitable pensar en la escena de Katja Alemann y Lorenzo Quinteros, en moto;  ese funcionario sumiso, de cabeza gacha, panza llena y sin esperanzas, protagonista de Las puertitas del Señor López, nacida del ingenio de Carlos Trillo y Horacio Altuna, como historieta para la ochentosa revista Humor. López que evade la realidad cada vez que entra al baño, a algún otro recoveco y aparece en sitios impensados, teniendo aventuras impensadas hasta que regresa al presente, a su vida apática y resignada.

 ¿Para eso naciste, viejo? Nunca pegaste cuatro gritos, nunca diste un portazo, reprocha el Dios-Dolina a López cuando éste acaba de confesarse un esclavo en las mismísimas puertas del cielo. Tus jefes te basureaban, de tus amigos mejor que ni hablemos. Nunca le diste un beso de amor a una mujer de verdad. ¿Y ahora venís aquí a llorar la carta, López? Pa´qué te di la vida, López? Vos allá abajo te la ibas de bueno, pero conmigo esa no va. Vos allá abajo no eras bueno, eras un cobarde, un gil, un pelandrún. Y ahora tomatelá

 

II

 

La casa será una gran cuna. Sostiene a la infancia en sus brazos. La casa integra los valores particulares en un valor fundamental. Guarda un tesoro en recuerdos. Es su esencia íntima.

Es la dolce vita.

Y es un poco más.

Entonces el narrador buscará sensibilizar los límites del albergue, vivir la casa en su realidad y en su virtualidad, con el pensamiento y los sueños. Los límites se extienden cual llanura infinita.

Este libro nos ofrece muchas habitaciones para explorar. El desafío es cruzar el umbral. Tenemos que animarnos y “de esa puerta pasamos a otras. También repetimos las mismas puertas pero con aventuras nuevas, todas se renovaban. Era imposible parar.”

Sería, tal vez, un refugio donde no existía el tiempo como la casa de los Morgan, donde pueda pellizcarse un poco de misterio y experimentar un estado de eternidad verde. Un espacio donde cabía el universo.

En el “Hotel Pelícano” también nos encontramos con una especie de Aleph erótico: Eran los pedazos de todos los romances que tuve, combinados con los de Lúa, todos los gustos y todos los perfumes y los objetos iban sucediéndose y mezclándose hasta llegar al momento donde estábamos.

La morada puede convertirse en trepidante. Es un furancho, refugio contra la gran peste, contra el asco de vivir en el revoque artificial. El antro fúnebre y carnavalesco que enaltece al espíritu del narrador de “Obertura paceña”, que desea vivir en otro cuerpo y se siente presa del aggiornamento perpetuo.

Se avanza un poco más, un paso delante de la nostalgia, porque no sólo es añoranza sino hay un desafío hacia ese tipo de recuerdo estático.

Dice Bachelard que el soñador de ensoñaciones conserva bastante conciencia como para decir: yo soy el que sueña la ensoñación, el que está feliz de soñarla, el que está feliz del ocio en el que ya no tiene la obligación de pensar.

Y podemos participar de una tertulia vanguardista, con Gómez de la Serna y Marinetti, en el “Café Pombo”. Y en una comilona de mis viejos, convertir la pileta en una parcela de la eternidad.

Solo se puede ser corpóreo en tanto que se sueña. El cine de Fellini sueña y nos vincula a estos relatos. La naturaleza es volátil como el 8 ½ de Fellini. Un sueño vertido desde el insomnio y un adulto, que cohabita con un niño. Y aquí también el protagonista, Guido Anselmi, accede a su sensibilidad cuando sueña. Como los personajes de este libro, acerca a su yo. Nada puede salir mal si huele al perfume de antaño. Restablecerse, cambiar de escenario, rastrillar el pasado.

El sol ilumina esa cuadra donde cabe todo el barrio, como dice uno de los personajes. El mismo sol, el mismo barrio. Bolivia, Argentina. España, Japón, todo cabe en el Hotel Pelícano.

La expectativa de un desenlace apasionante supera todo discurso. Hay mucha curiosidad por oír el final de cada de estas historias fellinescas. Imaginamos a Mastroiani diciendo: mañana, mañana.

Y una mañana, casi sin pensarlo, me rajé.