Encuentro
con Osvaldo Lamborghini, cazador nocturno de la vanguardia local (*)
La obra de Osvaldo Lamborghini puede parecer breve si partimos de la convención que remite lo legible de un texto a su cantidad de páginas. No obstante, El Fiord (1969), Sebregondi Retrocede (1973) o su reciente libro Poemas (1981), ediciones Tierra Baldía, hablan de esa otra cantidad, la de sus insistencias, fundadoras de una nueva literatura argentina.
Es posible hablar ya de lo lamborginesco para designar una contramitología tramada en y sobre los escombros rítmicos de las líneas menores de nuestra cultura.
En sus varias inflexiones dichos libros pueden aparecer como vanguardia, es decir, como algo previamente informulado –Lamborghini en varios tramos de la conversación define su vanguardia– respecto de las leyes, los patrones, los verosímiles que impone el mercado. Pero basta habitar una página de Sebregondi para entrever que este cazador nocturno no retrocede sin abrir un juego donde coexisten diversas hechuras lingüísticas en un trabajo inusual con el lenguaje.
La dificultad de clasificar el ya mítico Fiord, o seguir linealmente las andanzas del marqués de Sebregondi –¿poemas?, ¿novelas?, ¿falsas novelas que fracasan en ese lugar donde no hay victoria ni derrota y sólo queda la dicha y el riesgo de escribir?– se acentúa al extremo en Poemas.
Su reciente publicación, entre otras cosas, nos acercó a la ciudad de Pringles. Dialogamos en la casa del poeta Arturo Carrera, una casa ostensiblemente pompeyana, con dos espejos necesarios para prefigurar cierto infinito –del mismo modo que dos voces bastan para fundar la apariencia de un diálogo interminable– donde una niña pintada desde antiguo por Renoir, o una muchacha salida sin premura de un Veermer, fueron otras tantas leyes de hospitalidad a los restos de tango, lunfardo, gauchesco, a las eufonías de la palabra. Por momentos, era sospechable que el Niño Diablo de Hudson acudiera, luego de amansar otra vez el cimarrón, pero convirtiéndose en el quicio y por una magia menor, en un personaje de Gombrowicz al cual está tan próximo Sebregondi.
La obra de Osvaldo Lamborghini puede parecer breve si partimos de la convención que remite lo legible de un texto a su cantidad de páginas. No obstante, El Fiord (1969), Sebregondi Retrocede (1973) o su reciente libro Poemas (1981), ediciones Tierra Baldía, hablan de esa otra cantidad, la de sus insistencias, fundadoras de una nueva literatura argentina.
Es posible hablar ya de lo lamborginesco para designar una contramitología tramada en y sobre los escombros rítmicos de las líneas menores de nuestra cultura.
En sus varias inflexiones dichos libros pueden aparecer como vanguardia, es decir, como algo previamente informulado –Lamborghini en varios tramos de la conversación define su vanguardia– respecto de las leyes, los patrones, los verosímiles que impone el mercado. Pero basta habitar una página de Sebregondi para entrever que este cazador nocturno no retrocede sin abrir un juego donde coexisten diversas hechuras lingüísticas en un trabajo inusual con el lenguaje.
La dificultad de clasificar el ya mítico Fiord, o seguir linealmente las andanzas del marqués de Sebregondi –¿poemas?, ¿novelas?, ¿falsas novelas que fracasan en ese lugar donde no hay victoria ni derrota y sólo queda la dicha y el riesgo de escribir?– se acentúa al extremo en Poemas.
Su reciente publicación, entre otras cosas, nos acercó a la ciudad de Pringles. Dialogamos en la casa del poeta Arturo Carrera, una casa ostensiblemente pompeyana, con dos espejos necesarios para prefigurar cierto infinito –del mismo modo que dos voces bastan para fundar la apariencia de un diálogo interminable– donde una niña pintada desde antiguo por Renoir, o una muchacha salida sin premura de un Veermer, fueron otras tantas leyes de hospitalidad a los restos de tango, lunfardo, gauchesco, a las eufonías de la palabra. Por momentos, era sospechable que el Niño Diablo de Hudson acudiera, luego de amansar otra vez el cimarrón, pero convirtiéndose en el quicio y por una magia menor, en un personaje de Gombrowicz al cual está tan próximo Sebregondi.
L.T.
Luis Thonis: La aparición de Poemas
introduce una variante respecto a El
Fiord o Sebregondi Retrocede,
obras por sí diferentes. ¿Se trataría menos de una diferencia entre prosa y
poesía, que de la continuidad de una obra indefinible genéricamente?
Osvaldo Lamborghini: Hay menos la ilusión de equivalencia con un posible –imposible– “pase al acto” en Poemas –en fin– que en El Fiord y Sebregondi Retrocede. De todos modos la Narración de la Historia –título de un cuento de Correas pero mías son las mayúsculas– no está excluida de este libro “último”. La Narración de la Historia es un arte en la Argentina: una cuestión capital y, al mismo tiempo, o por lo mismo, federalizable: contra el despotismo de Una sola Aduana, contra el despotismo de Una “organización nacional”.
Osvaldo Lamborghini: Hay menos la ilusión de equivalencia con un posible –imposible– “pase al acto” en Poemas –en fin– que en El Fiord y Sebregondi Retrocede. De todos modos la Narración de la Historia –título de un cuento de Correas pero mías son las mayúsculas– no está excluida de este libro “último”. La Narración de la Historia es un arte en la Argentina: una cuestión capital y, al mismo tiempo, o por lo mismo, federalizable: contra el despotismo de Una sola Aduana, contra el despotismo de Una “organización nacional”.
LT: Las referencias al gauchesco, el tango, el lunfardo,
las glosolalias hacen a una poética –en Poemas–
que recorre diversos tópicos de nuestra literatura, la reescriben. ¿Se va
engendrando otro lenguaje, de señas inciertas, por ejemplo, “Soré y Resoré,
divinidades clancas de la llanura”? ¿Piensa que una nueva escritura sólo puede
nacer de una “vieja lengua”, de su tesoro verbal?
OL: Inscribir lo ya escrito, inscribir. El parche
glosolálico –batirlo– es un triunfo momentáneo, breve, de cierto exceso de
sentido: el paqué de Girondo de En la
masmédula resucita a millones de hablantes frescos como lechugas, y
decapita, afortunadamente, la tartamudez engolada de los catedráticos. Son
demasiadas las lenguas que se añudan en la Argentina. Y el aquí me pongo a
cantar, la potencia doble de poder decirlo, es un buen ejemplo de glosolalia
feliz.
L.T.: ¿El Fiord y Sebregondi
Retrocede carecen de antecedentes directos en la literatura argentina? O si
los tienen, ¿no es más legible lo que en ellos se pierde que la deuda cultural
en que se apoyan?
O.L.: Lo que en ellos se pierde es
una generación de lectores aldeanos descerebrados por la ecriture, nada más.
L.T.: Opongo la “pérdida” que
refiere a las posiciones del sujeto en el lenguaje a la idea positivista
–cualquiera sea la ideología en que se ampare– de recuperación porque ésta ha
dado lugar a un historicismo lineal, binario, escolar, que excluye de sí el
cuerpo, el deseo, el goce, pensando el no sentido como sinsentido –sólo hay
historia del Sentido. En cuanto a las rupturas, recordemos que en “Muerte y
transfiguración del Martín Fierro”, Martínez Estrada ya establecía todo un
sistema de analogías formales entre algunas partes separables del Poema –las
escenas de la Pelea y la Payada– y los procedimientos de montaje, ex corpus, del cine de Eiseinstein;
explicaba también que su lectura es otra a través de Kafka. Si usted reivindica
esa tradición, en sus textos habría montaje…
O.L.: Pienso –pero yo nunca sé si
pienso o “escribo”– que toda literatura es montaje, incluida la puramente
“facial”, como ocurre ahora con los punks, que se dibujan cicatrices en la
cara. Montan, sobre sus propios cuerpos, el relato no vivido de aquella
historia: la pesadilla de papá y mamá. Claramente, esto no responde a su
pregunta: se trata, más bien, de una maniobra de “diversión”: montaje, por
supuesto… Martínez Estrada, Eiseinstein, José Hernández… es montar demasiado:
creo que así se nos van a cansar pronto los caballos. Estoy jugando con las
palabras, y lo único que puedo responder, “¡ex
corpus!” en cuanto a “mi” libro y su relación con el montaje, es el “mi”
entre comillas.
L.T.: ¿Y?
O.L.: Y que escucho, mezclo, repito,
y tacho y cambio de lugar, y cito. Exageradamente tal vez. Macedonio leía “a
oscuras”, y así entonces se produjo ese perfecto acontecimiento de moviola: el
film quebrado plantea el espacio y el tiempo (la metáfora) simultánea de
Shopenhauer, Quevedo, Del Campo, y William James.
L.T.: Usted también tiene varios
caballos.
O.L.: Más el set “bajo” del Ropero,
la Pava, el Mate, la Pensión.
L.T.: En sus libros hay una ausencia
de “conciencia moral” o de “visión del mundo”. ¿Esa ausencia inscribe al autor
como un fragmento más entre otros? ¿Cuántos Lamborghini han escrito y cómo se
deslizan en las letras de Poemas?
O.L.: La mía es una literatura
familiar: el deseo (y también las ganas) de prolongar indefinidamente la
sobremesa. Pero la historia no lo permitió: presencias entrañables, ineludibles
distanciamientos. Hay otro Lamborghini, Leónidas: los dos, más tantos otros que
no tienen la suerte/desgracia de portar el Lamborghini, estamos precisamente
allí, en ese fragmento que pretende, sí, conservar un museo de vanguardia,
algún chiste de Macedonio. Porque el Museo,
siempre irrisorio en estas latitudes, es preferible al universo
concentracionario de los comentaristas sabios: “en el lento divagar del
cabaret…”
L.T.: Respecto de los narradores,
¿qué pueden tener que ver entre sí, por ejemplo, la voz monótona que organiza
el espacio clausurado de El Fiord con
el atonalismo, esa voz que llega a disgregarse en relatos como “La Mañana”
aparecido en la revista Escandalar?
O.L.: El Fiord es un final. Mi primer libro, pero que está pensado como
el título. Pero claro: ¿quién se entiende? Me gusta El Fiord como intento de frontera, de “últimas poblaciones”. Lo que
usted llama voz monótona cumple aquí otra función: ¿se habrá acabado lo que se
daba? Si después los narradores se multiplican, el hecho se debe menos a un
efecto “barroco” de polifonía que a una escisión cada vez mayor del Narrador,
no de Osvaldo Lamborghini. Como si dijéramos, empezar eternamente para llegar a
los mismos resultados.
L.T.: Y esa escisión, esa “esquicia”
del narrador hará que la mirada caiga hacia algo no representable, haciendo
imposible la lectura transparente. Sin embargo, en cuanto a la mirada que no
quiere caer, a la crítica que se desprende de ella, fundada en el mito del
Escribir Bien, las cosas no están de todo claras; por una lamentable paradoja,
en la literatura suele considerarse como ajeno lo que podría leerse a la vista:
¿a qué se debe ese efecto de extrañeza que produjo y sigue produciendo Poemas?
O.L.: Es cierto lo que
usted señala: esa “baja” paradoja que hace aparecer a mis escritos como
“extraños”, cuando la verdad es que ellos se limitan a cortar y plegar
diferentes propuestas de la literatura argentina: sólo que sin respetar sus
supuestas intenciones, ni su aparente linealidad. Ascasubi, Le Pera, Hernández,
Cayol, Del Campo, Gardel, conviven –violentamente, ¿hay otra manera?– en mis
textos.
Contrario ejemplo es el caso de nuestro actual (y lamentable) teatro realista, en el (lamentable) estilo de El gran deschave. Pero punto final aquí: es casi de mala fe ponerse a deschavar (aquí), tanta, pero tanta mala fe.
Contrario ejemplo es el caso de nuestro actual (y lamentable) teatro realista, en el (lamentable) estilo de El gran deschave. Pero punto final aquí: es casi de mala fe ponerse a deschavar (aquí), tanta, pero tanta mala fe.
(*) Este
diálogo –con la introducción respectiva– apareció por primera vez en el diario
Convicción– 4/3/1981. Era el diario de los militares y a muchos les resulta
insólito. Pero no lo es tanto si se tiene en cuenta que la línea política la
escribían periodistas como Alejandro Horowitz y en la parte cultural tenía
cierta independencia. Estábamos en la casa de Arturo Carrera y a Osvaldo se le
ocurrió el reportaje, aparecido por la generosidad de Ernesto Shoo, que se
tomaba sus riesgos en ciertas cosas que publicaba. En realidad, fue un corte en
una conversación ininterrrumpida en la que no todo era acuerdo. El reportaje
causó indignación a algunos dentro del diario por la forma de expresarse de
Lamborghini –hay que tener en cuenta el contexto militarizado de ese momento– y
afuera también hubo una cuota de mala fe, ya que no había nada que sonara
oficial. Al contrario. Antes había escrito sobre Néstor Perlongher, también
publicado en la editorial de Rodolfo Fogwil… finalmente los militares vinieron
a preguntar quién era yo: lo que decía sonaba raro. Jorge Dorio, después me
contó que el director le dijo: a ese tipo pueden llevárselo, escribe en griego…
parece que eso desalentó a los defensores de la patria.