Cometí
un crimen, me atraparon, me juzgaron, y me dieron treinta y cinco años de
libertad. Tuve que interrumpir el proceso de formación de mi carácter y adaptar
medios y fines a condiciones nuevas que me eran desconocidas. Mientras otros combatían
la intuición en animales interesantes yo colaboraba en la intuición de la
lluvia y el buen tiempo. Quedé completamente desmoralizado. ¿De quién temía
ahora? me preguntaba. ¿De mí mismo? Inicié una dieta estricta. Debía estar
liviano y ágil para desplazarme en el campo minado del tiempo. Y mantenerme
informado, atento a la menor vibración del presente. Dos periódicos se
disputaban mi atención en aquella época, Le
Matin y Le Soir. Buscaba en ellos
una prueba de realidad. Las noticias de uno desmentían las del otro; así que en
las contradicciones me darían la clave con la que obtener el perdón. Pero el
perdón ya me atravesaba el pecho como una espada. Ese soldado que yacía muerto
a mis pies, no lo había matado yo. Yo había matado una idea.
Tomado de: La copiadora manuscrita. Buenos Aires, año 4, nº 2.