Me
levanto a una hora cruel para llegar a tiempo al aeropuerto de Barajas. Llego
sin sobresaltos, paso el control de seguridad, esta vez no sueno (sueño, eso
sí). Busco un lugar para desayunar. Lo encuentro. Me esfuerzo en estar a gusto
entre esa asepsia controlada. El café huele bien y el croissant está calentito. El jugo de naranjas viene en un vaso algo
más grande que un dedal pero agradezco el dulce de la fruta.
Acompaño
la espera con poesía francesa.
El avión
no posee turbinas, sí hélice. Pienso en un micro de larga distancia de La
Estrella con alas. Vamos pasando, primero los de first class, business class, master class,
embarazadas class, niños insoportables
class, y así. Por fin llega el turno
de los sin privilegios.
Despegue.
Durante
el vuelo reconozco que la tierra que habito me es menos extraña que ese aire en
suspenso. Vuelvo a ver la tierra roja de Guadalajara que interrumpe los
secarrales veraniegos de Castilla (casi un paisaje lunar, desértico). Bosques
quemados en incendios recientes, las tejas oscuras de los pueblos negros
agrupando casitas acá y allá. Un pequeño delta de río también pequeño, con dos
islas en forma de perfecto corazón.
Las
nubes (nunca iguales) comienzan a robar el paisaje. El avión asciende, se eleva
por encima de los estratos blancos, atraviesa los celajes y sus escondidas
turbulencias. Me inquieto por la salud de las hélices, me olvido. Más arriba, cumulus nimbus (ah, es tan grato
encontrarse en las nubes con la
lengua del paraíso) como enormes estalagmitas algodonosas me sorprenden con una
extraña belleza desde un ángulo inusual. Dónde estoy.
Cincuenta
y cinco minutos después de una acuarela inolvidable, se inician las maniobras
de aterrizaje. La nave entra al azul marítimo, baja, quedamos a ras del agua:
¿dónde aterrizará esto? Recuerdo dónde estoy, me olvido. Muy cerca del agua,
aparece repentinamente una corta pista donde el piloto despliega sus artimañas.
El piloto donde está.
Los
pasajeros no pueden esperar para encender sus teléfonos móviles, como enfermos
adictos a una sustancia vital. Durante el vuelo, me asombra la indicación de
“prohibido fumar, incluso cigarrillos electrónicos”. ¿Hay que aclarar esas
cosas? ¿Alguien habrá preguntado si se puede hacer una paella? No soy la única
que debe olvidar dónde está.
Descendidos
ya a las pasiones humanas y en el aeropuerto de San Sebastián (parece una
maqueta comparado con la enormidad de Barajas o los estragantes Gatwick o
Heathrow londinenses), la humedad vasca se pega a mi rostro. O make me a mask.
Tierra
de lluvia y verde. Vegetación que pudo escribir Quiroga. Siento la cara como un
pegote, hay un lindo calor. Tenemos, todos los descendidos del avión, que
esperar un bus que lleva al centro de San Sebastián, a la Plaza Guipúzcoa : el aeropuerto
está en realidad en Hondarribia, a veintidós kilómetros de la ciudad. Opera con
dos vuelos diarios, no más. El chofer aparece, no es ese bus. Nos lleva
gratuitamente hasta la parada del que debemos tomar. Respiro, junto con la
humedad, la cordialidad vasca. Llego a una plaza repleta de flores y con un
higrómetro en el centro: 94% de humedad. Yo misma soy agua. Frente a la plaza,
por los cuatro lados, hermosos soportales me transbordan a otro tiempo. El
viaje sigue.
Quiero
ir hacia el mar. Oler la sal. Veo a mi anfitrión, con el pelo recogido, ojotas
y traza playera. Abandono el equipaje. El turquesa del agua es imán. Testeo la
temperatura: cálida; me hechizo en la calma, la transparencia. Me zambullo.
Sólo el
hambre me retira del azul. El sol quema, abandono la arena.
En la Semana Grande , el pueblo se
agranda. Me hago el oído al turismo francés. Jambon. Fourchette. Oído gastronómico. Todo suena a banquete.
Encuentro,
milagrosamente, una mesita afuera de una taberna, con vistas al rosetón de una
pequeña iglesia. Recojo mis pinchos con cantidades soberbias de salmón, y una Grimbergen doble y fría. Como. Bebo.
Disfruto.
Una
viejita me regala una escena Kieslowski, yendo y viniendo, viviendo. Insiste en
reciclar algo.
Un niño
me revela de pronto el concepto de maricón como alguien extremadamente apegado
a su madre. Madre mía. La gente
bulle. Come parada. Bebe parada. Ríen. De
rien. Merci.
Quiero
conocer mejor la arquitectura del barrio viejo, pero la vista de la bahía, el
agua y el verde furioso me imanta otra vez las ganas, el llamado del agua es
fuerte.
La marea
ha subido considerablemente, la gente se amucha cerca de los murallones, recoge
sus bártulos mojados. Todo es risa, abandono, diversión en la orilla clara del
agua.
Arriba,
la luna sigue su ritual de crecida.
Me agoto
con el agua. Vuelvo al barrio viejo. Ceno pinchos nuevamente. Mi anfitrión y yo
paseamos. Gente. Mucha gente. Hallamos refugio en un bar tranquilo donde
bebemos cerveza. El lugar es precioso y –curiosamente– suena Charly García: Rezo por vos. A veces los dueños de los
bares nos escuchan el acento argentino y nos arriman esas complicidades. Y curé mis heridas.
Luego,
duermo plácidamente sobre un colchón menos plácido.
Salgo
rápido de la cama, voy hacia el desayuno. Junto fuerzas. Me oriento hacia el
mar. Nado. Hago la plancha. Mientras floto boca arriba, dejo los ojos abiertos
al paisaje. La indómita luz se hizo carne
en mí.
Antes de
ser abrasada por el rayo cenital, me encuentro a comer con mi anfitrión.
Elegimos una ensalada con pulpo, boquerones, anchoas, bonito y guindillas. Dos
tortillas bavé individuales, recién
hechas. Vemos pasar una brochette de pulpo y langostinos: “la próxima”, decimos
mientras seguimos hablando de comida y trabajo, y nos reímos.
No logro
recorrer la ciudad, sé que el sol puede mutar en lluvia en cinco minutos (se
trata del País Vasco) y deseo la playa por sobre todo lo demás. Hacía años que no
me bañaba en un mar así. Me siento una más: playa con éxodo digitado por las
horas de comida, que coinciden con el apremio solar. ¡Vacaciones!
Mientras
hago la plancha y floto, como sigo con los ojos abiertos al paisaje, observo a una
gaviota que vuela cerca, sobre mí. Ha salido de pesca en la marea alta con el
agua revuelta por la “insurrección” humana: planea, morosa pero atenta, cae en
picado, hunde el cuello, pesca… pero no, se trata de un pequeño manojo de algas
que luego deja caer. Y lo dejé todo por
esta soledad.
Al
tercer día me resucito entre los vivos. Amanece lluvioso. Tengo la fortuna de
conocer el Gotxua durante el
desayuno, un bollito hecho de dos cremas, delicioso. La lluvia no amaina: ¡por
fin veré hermosos edificios en el barrio romántico! Retomo la senda del río,
donde el verde se estampa sobre la belleza de la arquitectura, frente a los
puentes que comunican ambas márgenes.
Llego al
parque. De un lado, las vías del tren y un ascensor que lleva al puente que
conduce a su vez al parque Cristina Enea. Belleza repartida en varios pisos de
vegetación. No hay enormes árboles pero el forzado ajardinamiento no logra
menguar la exuberancia selvática de la humedad.
Me
adentro. Oigo que algo se mueve entre los helechos de vivo verde. El misterio
se me devela: una pava con su cría sale a salto de mata, camina a mi lado y
sube por la escalera de piedra, de donde baja otra de su especie con prole real
más amplia. Ha resistido mejor el asedio de las gaviotas que se acercan con
hambre de gaviota a llevarse del cuello a los indefensos recién venidos. Los
lugareños lo saben y han tomado partido por defender a los pavos reales frente
a las voraces gaviotas. Se arman con palos para la natividad del pavo.
Al otro
lado de un pequeño cerco de bambú, el macho real se acicala el color del
plumaje. Quedo un rato hipnotizada. Paseo. Hago fotos. Me pierdo en la fronda,
en el pequeño dibujo que descubro tras la espalda de un hombre sentado en un
banco escondido, que traza su paisaje en la arena del papel. Desciendo por otra
escalera hasta llegar al hombre sentado. Quiero hablarle pero me abstengo, está
ensimismado en su dibujo y el paisaje, que son la misma cosa.
(Estoy
verde. Tengo que volverte a ver.) Hice el sacrificio…
Me
arranco, con enorme dificultad, del verde. Camino la orilla contraria del río
Urumea. Veo la exposición de arte en el palacio Kursaal. Capturan mi atención
unas pequeñas esculturas de bailarines en posiciones imposibles, con pátinas
igualmente imposibles; parecen agitar los músculos pese al bronce. Imagino al
artista en su estudio frente a los modelos, estáticos danzantes, la pose
tensando los músculos. Pienso en el agua, también tensa, y en la tensión de los
cuerpos de Egon Schiele. Mi cuerpo se ha tensado mirando las esculturas, el
tiempo se ha tensado.
Recalo más
tarde en un grabador que me recuerda lo mejor de Dalí. Lo imagino con las manos
sangrantes, raspando, limpiando con su piel el paisaje en la plancha de acero.
Por la
noche, tarde, comemos abundante: guindillas fritas, ensalada con txangurro y
bacalao. Luego helado. Gordos, beatíficos, como un cuadro de Rubens.
Al
cuarto día, luego del desayuno, enfilo hacia el puerto. Recorro la bahía y el
turquesa del agua. A lo lejos, los montes de verde exultante bordan el paisaje.
Sube el calor. Sigo bordeando la bahía hasta que puedo bajar a la playa y
bañarme. El mar me recibe, más cálido, más abierto aún que el paisaje.
Por la
tarde, luego de comer (vieiras, pinchos, un pellizco de rissotto), vamos con mi
anfitrión hacia el peine de los vientos que, en efecto, nos despeina. Agujeros
en el suelo por donde se filtra su voz. Enormes dientes de hierro sobre la roca
hacia el horizonte infinito.
Volvemos
al agua. Me baño largamente en un mar algo más encrespado, sin embargo
tranquilo.
Finalmente,
por la noche, nos animamos a los fuegos artificiales (cuyos ruidos de bomba y
pólvora detesto). Me dejo guiar entonces por el juego de luces. Parece que
Austria auspicia los de esta noche. No puedo evitar acordarme de Freud. Mi
recuerdo queda trunco por media hora de luces con forma de cascada, de arco
iris, tirabuzones, espirales tridimensionales, figuras animales (arañas, gatos);
no logro deducir la belleza extraña del arsenal. Curiosamente, mucha gente
abandona el embobamiento del teléfono para admirar los fuegos.
Antes y
después, nos regalamos unas copas de vino y generoso helado. En el paseo
nocturno, la lluvia súbita y copiosa nos reúne junto a otros caminantes
sorprendidos por el mismo bautismo, bajo las glorietas pequeñas y dispersas en
las esquinas de un puente. Escampa. El sueño y la noche se adueñan del cuerpo. Abracé la luz.
Luego de
las alegrías de la mañana, volviendo del parque me ciñe el olor de una higuera
callejera, me quedo un rato debajo, observo los frutos aún verdes, creciendo
como arriba la luna. Mi reducto de mundo en este ahora se parece al paraíso de
El Bosco. El dinero, el éxito, el
trabajo, la lectura y el amor no producen una embriaguez tan intensa como ese
puñado de hierba cortada, entregando su pequeña alma fragante a las manos del
aire, leo luego en Bobin.
No hay
playa hoy. El agua me esquiva.
Ascenso
al monte Urgull: la locura del naranja sobre la isla, el mismo naranja percutiendo
cintilante el agua, las vistas a la amplia bahía en el crepúsculo interminable.
Descenso.
La luna aparece y desaparece entre el celaje móvil. El paisaje me acompaña: la
espuma del sutil oleaje dibuja sobre el negro del agua, reflejo ahora de la luz
ida. Con la noche, vuelven los fuegos de artificio.
Concluye
la luz.