En
mi pasión desmedida por recorrer cementerios, para admirar su arquitectura,
para fotografiar la innumerable sucesión de lápidas en ascenso hacia la colina,
he encontrado muchas cosas. Algunas sorprendentes e inauditas, otras sumamente
desagradables, y hasta indignas para los mismos muertos.
Mi peregrinar por los camposantos comenzó el día que agoté la bibliografía sobre el tema y noté que, a pesar de todo cuanto se había escrito sobre la muerte, los muertos, su destino y la transmigración de las almas, se sabe realmente muy poco acerca de lo esencial del tema.
Mi peregrinar por los camposantos comenzó el día que agoté la bibliografía sobre el tema y noté que, a pesar de todo cuanto se había escrito sobre la muerte, los muertos, su destino y la transmigración de las almas, se sabe realmente muy poco acerca de lo esencial del tema.
Nunca
nadie escribió sobre los motivos para morir.
Soy
conciente que esto llamará la atención de muchos, pero creo fervientemente que
si el hombre muere no lo hace porque ese sea su destino final, el regalo de
Ilúvatar, ni el don del más allá.
Al
contrario. Si el hombre muere es por su propia decisión. La misma puede ser
culpa del fastidio, cansancio, aburrimiento, enfermedad, ignorancia, religión
(casi todos sinónimos de ésta última, lo sé). Pero no está escrito en el
destino de la especie el que la vida deba, irremediablemente, poseer un punto
final. Y la respuesta a ese motivo oculto de por qué deciden los hombres morir,
no tengo dudas al respecto, se encuentra en los epitafios de sus tumbas.
Pero
no en cualquier epitafio, no, por supuesto que no. Hay que saber decodificar
esos mensajes cifrados que poco tienen de azar, de humor y de frase hecha,
aunque así quieran disimularlo.
Es
casi un arte extinto el de los epitafios, que la frivolidad de los jardines de
paz, el mármol en desuso por su alto precio, y las placas de bronce que no son
de bronce, han perjudicado enormemente.
Los pocos cultores de éste arte que aún persisten, saben que el epitafio es el último gesto de su personalidad; la demostración de que han sido ellos y no cualquier otro quien ha caminado sus pasos, disfrutado de sus placeres y vivido su vida.
Los pocos cultores de éste arte que aún persisten, saben que el epitafio es el último gesto de su personalidad; la demostración de que han sido ellos y no cualquier otro quien ha caminado sus pasos, disfrutado de sus placeres y vivido su vida.
Pero
pocos lo saben, o lo creen así. Y esas lápidas y tumbas cada vez más despojadas
facilitan mi labor de búsqueda. El último milenio se conforma con el nombre y
un par de fechas, nada más. En los entierros del pasado se encuentran las
verdaderas fuentes de la sabiduría.
Una
de las cuales creo haber descubierto el día que penetré por última vez en el olvidado
rincón del oeste del cementerio del monte y, entre pantanos y malezas, encontré
el panteón de los pensadores de antaño. Una ruina que en las antiguas guías de
viajes solía cambiar de ubicación siguiendo las modas veraniegas, pero que, era
sabido, se hallaría en un sitio puntual.
Lamentablemente,
de todas las lápidas allí reunidas, sólo unas pocas eran legibles. Y de esas,
algunas estaban escritas en caracteres incomprensibles, o en otro idioma.
Sólo
una lo estaba en español, labrada en una roca con grandes caracteres romanos
como los de antaño. En ella encontré la clave de todo. Esas simples palabras le
dieron un nuevo sentido a mi existencia. Porque si alguien puede decir de sí
mismo que Amaba tanto soñar que un día
ya no quiso despertar, ¿qué nos queda para nosotros más que
abandonar nuestras cadenas y pesares para correr, con desesperación o no, en
pos de algo que soñar con tanta dedicación?
¿Qué
nos queda?
Nada.
Nada.