17.9.14

Epitafio, por José A. García





En mi pasión desmedida por recorrer cementerios, para admirar su arquitectura, para fotografiar la innumerable sucesión de lápidas en ascenso hacia la colina, he encontrado muchas cosas. Algunas sorprendentes e inauditas, otras sumamente desagradables, y hasta indignas para los mismos muertos.
Mi peregrinar por los camposantos comenzó el día que agoté la bibliografía sobre el tema y noté que, a pesar de todo cuanto se había escrito sobre la muerte, los muertos, su destino y la transmigración de las almas, se sabe realmente muy poco acerca de lo esencial del tema.

Nunca nadie escribió sobre los motivos para morir.

Soy conciente que esto llamará la atención de muchos, pero creo fervientemente que si el hombre muere no lo hace porque ese sea su destino final, el regalo de Ilúvatar, ni el don del más allá.

Al contrario. Si el hombre muere es por su propia decisión. La misma puede ser culpa del fastidio, cansancio, aburrimiento, enfermedad, ignorancia, religión (casi todos sinónimos de ésta última, lo sé). Pero no está escrito en el destino de la especie el que la vida deba, irremediablemente, poseer un punto final. Y la respuesta a ese motivo oculto de por qué deciden los hombres morir, no tengo dudas al respecto, se encuentra en los epitafios de sus tumbas.

Pero no en cualquier epitafio, no, por supuesto que no. Hay que saber decodificar esos mensajes cifrados que poco tienen de azar, de humor y de frase hecha, aunque así quieran disimularlo.

Es casi un arte extinto el de los epitafios, que la frivolidad de los jardines de paz, el mármol en desuso por su alto precio, y las placas de bronce que no son de bronce, han perjudicado enormemente.
Los pocos cultores de éste arte que aún persisten, saben que el epitafio es el último gesto de su personalidad; la demostración de que han sido ellos y no cualquier otro quien ha caminado sus pasos, disfrutado de sus placeres y vivido su vida.

Pero pocos lo saben, o lo creen así. Y esas lápidas y tumbas cada vez más despojadas facilitan mi labor de búsqueda. El último milenio se conforma con el nombre y un par de fechas, nada más. En los entierros del pasado se encuentran las verdaderas fuentes de la sabiduría.

Una de las cuales creo haber descubierto el día que penetré por última vez en el olvidado rincón del oeste del cementerio del monte y, entre pantanos y malezas, encontré el panteón de los pensadores de antaño. Una ruina que en las antiguas guías de viajes solía cambiar de ubicación siguiendo las modas veraniegas, pero que, era sabido, se hallaría en un sitio puntual.

Lamentablemente, de todas las lápidas allí reunidas, sólo unas pocas eran legibles. Y de esas, algunas estaban escritas en caracteres incomprensibles, o en otro idioma.

Sólo una lo estaba en español, labrada en una roca con grandes caracteres romanos como los de antaño. En ella encontré la clave de todo. Esas simples palabras le dieron un nuevo sentido a mi existencia. Porque si alguien puede decir de sí mismo que Amaba tanto soñar que un día ya no quiso despertar, ¿qué nos queda para nosotros más que abandonar nuestras cadenas y pesares para correr, con desesperación o no, en pos de algo que soñar con tanta dedicación?

¿Qué nos queda?


Nada.