Taraearaba
con sus encías desdentadas. Tuvo como pocas veces ganas de conversar. Estaba
escribiendo un texto tipo panfleto. Robaba frases de escritores contemporáneos.
Cuántos croares y trinares que
impiden escuchar que cada palabra sea remerecida y sólo inflan la muerte
chiquita y verosímil. Merecer era una justicia olvidada por tantos
justicieros. Algo que antes se había merecido y se había desmerecido en el
tiempo y ahora no querían ni asesinos ni justicieros. Eran homenajes. No tenía miedo que lo acusaran de plagiario.
Eso suponía que había leído algo. Estaba preparado para enfrentar a los
tribunales sintácticos, sean psi o antipsi. Una memoria milenaria lo habitaba y
le impedía presentarse, como a los contemporáneos, más pobre que los pobres. Pero
estaba a un paso del hambre de las hambres. La calentura intelectual resultaba ideal para los
inviernos crudos. Como en la prolongación espaciotemporal del intelectualismo
socrático. Cosas así podía decir en voz casi baja, pero audible. Casi una
revolución calvinista. Tenía razón sobre eso, como una especie de película
porno clase B, de un puro
inconsciente colectivo. Los que creen en el Uno terminan siendo depresivos y
caminando por las cornisas. Cada tanto deslizaba una frase como esa. Como si se
le cayera del bolsillo. Algunas las anotaba en posavasos o en servilletas de
papel. Se sirvió otra taza de café. Estaba en guerra contra los artistas y
contra la universidad, por lobotomizados.
Finalmente,
dijo: “El mono es primitivo, gutural, rupestre, instintivo. La
guerra civil duerme con la boca abierta. La menopausia imperial usa anillos de
perlas, reloj de oro, rivotrilizada, todo se vuelve liviano y absurdo como el
almuerzo de un funcionario, el gesto de un jefe de Gabinete. Un euro por cada
paco fumado. Todos esperan a ver si alguna vendetta estalla por televisión,
escapan de las cacerolas, profundizan el aire acondicionado. Y aunque Farid
al-Atrash no sea Bashar al-Asad, los dos conocen la música del mismo idioma.”