Sobre No vienen avispas de Luis Thonis
No
vienen avispas (Buenos
Aires, Leviatán, 2012) es un largo poema contra la salud que brinda el sentido
y la tranquilidad de vivir al cuidado de los dioses (o sus sucedáneos) en un
medio ambiente acostumbrado a incorporar las prevenciones administradas casi por
reglamento en los medios, en los claustros y en boca de los popes de la
intelectualidad. Pero los libros de Luis Thonis se escriben de otra manera. “Mi
voz no les será dada” escribió Thonis en “Heroicos temores” de Cuerpos inéditos (Grupo Editor
Latinoamericano, 1995). Ha gestado una voz que proviene de guturaciones de miel
y canto en calles en penumbra de un Paraíso Perdido. Y ahora replica: el poema
se hunde en las aguas que son la unidad y el problema: es “un cofre cerrado /
que nadie confundirá con un tesoro” (9).[1]
En
el comienzo –escribió
el poeta– era la comezón. La picadura
de las avispas entonces aparecía como un bautismo postergado, una promesa sin
declinación ni concierto. Y con la ironía con la que Hidalgo cantaba: “esto ya
fracasó”, durante el éxtasis –génesis del poema–, el creador vería “peligrar su
programa”. El “desvelo de las formas solteras” (7), una continuidad sin frenillos
morales (el cepillo circular, el firulete sobre los dientes, el artificio) (25).
Pero la picadura de las avispas no es
un bálsamo ni un despertar consumado. El poema no tiene cura, es “sin forma ni
sentido / gratuitamente” (88): es ritmo. Como afirma Luis Thonis, la eternidad
no puede reponer “lo que se sustrae al instante” (51). Y su último libro
propone seguir la escucha precisa de un poema que se afirma sobre una abanico
de ausencias, de quimeras, de reclusiones (como la de los escorpiones durante
el invierno): la maldición de un Yahvé, la confianza en un despertar inducido
por el aguijón de la sabiduría, la refulgencia borrada de un Dios extraviado: porque “arriba no hay un
cielo” (12). Hölderlin no fue el único que lo vio en alocada fuga. Esa locura
de la que muchos no regresan. Un dios gnóstico que atrapó a una buena parte de
la tribu. Pero Thonis sigue alerta entre el rojo y el verde semáforo, no pueden
bajarlo. Su medida del mundo la podemos sacar de las lecciones de Galileo sobre
el Infierno de Dante. Y además, actualmente, sondea mejor que nadie esos
catastros, esos huecos donde la historia comúnmente hecha la basura. Thonis
hace glandular el estado de alerta al
que la sociedad y sus mecánicas someten al individuo apenas empieza el largo
período de supervivencia. Esto nos lo recuerda el autor de No vienen avispas: en el planeta tierra hay plagas, hay masacres,
hambrunas. Cuerpos sublimados o nada. La salvación es cada vez más
violentamente la acuciosa necesidad de encontrar una salida. La libertad está
en el movimiento de las aguas, en sus profundidades asesinas. El poema es el
lugar, como escribió Thonis en Eunoe
(Ediciones Último Reino, 1991), “donde se atisba un peldaño de lo real”.
“Si no se puede cambiar de vida”,
escribe Thonis, “es posible cambiar de muerte / infiltrarse entre los ritmos
camperos” (46). Hedor de lecturas (Mansilla leyendo a Rousseau) en el “matadero
segundo…”. Zombi condenado, “el animal no se resiste a ser pialado” (115). En esta
escritura de Thonis aparece la potencia de la mezcla, la crítica. Fabula,
relato, poema, ensayo: Luis Thonis thonifica
los discursos al provocar la fusión o lo que llama “escritura transficcional”.
Puede pasar del mundo mítico de los elfos y ninfos a la dimensión de “panaderos
y mucamas” que atraviesan el ciclo completo de una crisis sin anestesia (74).
En No
vienen avispas “la lengua se vuelve un resonador” (92), o como escribió el
autor de Eunoe: “la frenética
variación de unas pocas sílabas”. Hay un oído atento a las vibraciones del
acero, en el instante de guerra: “Lo que se sustrae a la visión / es la lucidez
del horror / una cuerda a punto de romperse” (52). Porque como escribe
Meschonnic en Un golpe bíblico a la
filosofía: “Ver el sentido que se quiere ver tapona los oídos”. Y Thonis
nos sugiere que, como quería Benveniste, el lenguaje sólo sirve para la vida. “Somos
el fragmento de un vasto poema cíclico” (Eunoe).
“La avispa ya no cura / la rosa
enferma” (88). Y sí: la enfermedad hace al poeta. El veneno interior. Nietzsche
creía que la enfermedad podía provocar revelaciones en el psicólogo, algo que él
consideraba una adquisición de “más vida”. Y si “la enfermedad le impidió [al
poeta] / cruzar el océano”, como escribe Thonis, “…el horror fue la hierba /
que encendió su lucidez” (19). El vate sigue cantando la peste y el signo opaco
se transforma en “un gran foso invertido” (117). Foso polvoriento de donde salen
“palabras melódicas” (77) y “su majestad hace de valet” (37), recordando el
trasfondo de un Céline burlador y burlado. Entonces leemos la recurrencia de un
deseo secular: hacer sonar a las campanas
en el agua (108). Asistimos a un
“ballet submarino” (85).
Las puertas del cielo permanecen
cerradas. ¿Hay, debajo del umbral, un centinela kafkiano? Thonis transmite la
urgencia de “volver al primer acto, al trampolín” (38). Asumir que el paraíso
es un “agujereado baldío” (114) y que la creación es diabólica en tanto que es
metamorfosis. Este elemento es central en No
vienen avispas: Thonis abre el telón y muestra la risa del diablo. Y es explícito en esto: “Lo creado
con drama en tierra / lo devuelven cómico las aguas” (18). Vuelvo al río Eunoe para citar este pasaje en el cual
el autor profesaba no dejar el poema “aún si hay que caer en la región más
interdicta, el fondo del mar”. Con frases como éstas que afirman que a un gran hombre lo matan de un hondazo
(43), Thonis practica una risa que se contrapone a las prolijidades del
“virtuosismo oficial / [que] confina al demonio / en la academia del mediocre
lujo” (58). Vuelvo otra vez a Eunoe para
recordar que Thonis en ese libro ya se interrogaba por el sonido del Mal, sin devaluación del lenguaje, y sus derrotas
liminares. No se trata de un salvado de la jardinería de poder, no era
precisamente un “humanista profesional”. Thonis sabe que “el poeta oficial de
algo / tiene un olfato notable / para captar el talento / y contra él volverse”
(106). Y, como decía Leónidas Lamborghini, nos “pone atentos”: la banalidad se
dispersa contra toda grandeza y las
promesas se oscurecen con las intenciones y las ideologías. Finalmente, no
puede evitar la paranoia, es humano, y escribe: “Todos me desean la muerte”
(116). Y entrando en el matadero segundo (donde hay moscas y degollados) vuelve
a entonar su corrosivo versículo dilecto: ya
no vienen avispas.
Buenos Aires, mayo
de 2013.