Javier Fernández “puso el oído a trabajar” en la calle.
Le dijeron una vez algo como “tenés que
hacer servicio comunitario”. Pero hizo mucho más que eso con eso.
El cangrejero son los diarios de un diario. Un diario callejero, un
diario de la calle con el que se tapan los vagabundos cuando llueve mucho.
Es una lista. ¿Y qué es una lista? Una lista es un
inventario. El cangrejero es un libro de formas sinuosas y exultantes. Un
inventario de formas sinuosas, de siluetas difusas que se van desvaneciendo
entre páginas, charlas como al pasar de otros pasares, discusiones que transcurren
en la calle y no en bares: hombres, vagabundos y personajes como si estuvieran
subidos en un tren fantasma que se perdió en el espacio-tiempo. Pero por sobre
todo, hay un inventario sutil de personas.
Son las personas que no están registradas en ningún
registro, en ningún lado. Son personas que los demás ya se olvidaron. Son perros
perdidos. Perros perdidos. Otros desaparecidos. Los que no pertenecen a ninguna
lista, los que dejaron atrás cualquier hilo conductor de algún linaje. Cuando
todo es tan residual, tan lejano, hasta el linaje y la historia se evapora.
Perros no queridos. Perros sin perrera, sin guarderías.
Es el diario de un diario. Es el diario de los perros callejeros que hablan.
Que hablaron alguna vez. No se debería soltar esta idea. Es el inventario de
los perros escuálidos y borrachos y drogadictos que se perdieron en las calles
de Buenos Aires y en los alrededores, y nadie fue a reclamarlos. Javier Fernández
no salió a hablar con ellos y a contar “sus historietas”. No construyó una
cronología de anécdotas. No. Es otro no rotundo. Podría haber sucedido así pero
así no fueron las cosas. Alguien tiene que contar cómo fueron las cosas. Javier
Fernández se los fue chocando, los fue interceptando o lo fueron interceptando
a él en las calles. No es la crónica del niño bien y rico que sabe escribir
bonito y salió a cazar historias y crónicas, a hacer periodismo marginal de
vanguardia e investigación.
No. Es otro no rotundo. Savino nos enseñó a más de uno
que su “lista del no” es una lista
radical, visceral: no es cualquier no, no es cualquier lista: es una lista de
no que son rotundos.
El cangrejero no fue un “experimento de entorno social”, o “una investigación
de campo”. No, no y no. Es el inventario del no rotundo, es el diario de un
diario escrito en la calle y escrito por la calle.
Generalmente al crack-up
se lo interpreta como un derrumbamiento. Fitzgerald le dio una vuelta de tuerca
al concepto. Deleuze lo analiza muy bien, lo interpela, lo pone en
interrogatorio. Pero esto es otra cosa. Este es otro crack-up. Este crack-up
que construye Fernández no es el de la grieta o el del derrumbe, es el crack-up de la supervivencia. No se
trata de un autor desgarrado que opera desde el desgarramiento y la pérdida.
No. Será otro no rotundo. Será una lista de no rotundos.
Este es el invento de un nuevo crack-up: este es una música jodida, golpeadora, que se baila al
ritmo de la calle, del andar de cangrejos andrajosos que caminan hacia atrás:
es el andar desandado del Gallego, son las peripecias callejeras y oscuras de
Culo de Mandril tan porfiado como él solo; son las conversas rítmicas de San Cayetano, con sus pasadizos secretos,
con sus tranzas, con sus grutas construidas debajo de la iglesia, linderas, al
costado, las que nadie ve ni siente ni escucha.
Es el crack-up
de estos amigos efímeros que se van deshilachando con el tiempo en este tren de
pasajeros de encuentros pasajeros. Nada de desmoronamiento.
No hay desmoronamiento. No hay desmoronamiento alguno en
el baile de los escombros. Se baila en los escombros. Un baile bailado por
personas-detritus, escombros entre escombros. ¿Dónde está al desmoronamiento en
lo que ya está hecho añicos? Nada de desmoronamientos.
Es la “belleza mendiga” bailando el combate cuerpo a
cuerpo de la música de la calle: sonidos crudos, ásperos, estilo “Street
Fighting Man” de los Stones.
Lo complicado en todo esto, es ir haciendo lo que Javier Fernández
hizo: es poner las frases en su lugar. Construir de San Cayetano más que una
iglesia, por decir un ejemplo. Poner a hablar a los perros perdidos y que se
entienda algo de ese gran malentendido.
Porque Javier Fernández habla la voz de los perros perdidos. No
es un lenguaje. Es una caterva de dialectos. Para hablarlo hay que ser políglota,
y saber lo que se está hablando. Y las consecuencias de lo que se hace. Es el inventario de los perros perdidos y de
los cangrejos.
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La literatura argentina se vuelve escarpada, y un poco embrutecida, salvo algunas excepciones. Este vagabundeo de Fernández le da una bocanada de aire fresco porque por un lado parece no querer pertenecer a ella, y por otro, porque es un vagabundeo.
Un inventario incluye una cartografía. Sin darse cuenta,
Javier Fernández fue reconstruyendo las huellas de esos bueyes perdidos, de
esos perros perdidos, de esos cangrejitos afónicos de tanto gritar en la
oscuridad. Y El cangrejero tiene que
ejecutar el arte del Cangrejo: que es caminar hacia atrás.
Para atrapar cangrejos El cangrejero tiene que imitarlo y caminar hacia atrás, y meterse
en los pliegues de su propia historia y de su propio pasado, y nadar en las
turbulencias de la memoria y los recuerdos, y cargar con las mochilas de arena
de las historias de los otros, que salpican, impactan, duelen.
Son arenas movedizas. Son acantilados. Un paso en falso y
Fernández hubiera caído en un vacío del que nadie lo habría rescatado. Los
cangrejos caminan hacia atrás, y escuchan voces. El cangrejero tuvo que escuchar voces pedregosas, testimonios,
confesiones oscuras, confusas, anécdotas, y esquivar peligros, choques,
declaraciones, todo. Esquivar de todo. Es un esgrima de cómo esquivar
escribiendo las historias ajenas y la propia. A veces se dejará tentar por
algunos peligros, porque los cangrejos no son idiotas, no hablan con uno si uno
es demasiado forastero. Los cangrejos son un bosque espeso en el que si te
adentras, tenés que tener lo que hay que tener para ellos. Pero todo el inventario de javier Fernández es un
gran accidente. Esa es la magia de su escritura en este libro épico. Está hecho
de la falla del encuentro fortuito, causal, coincidente. Del accidente recíproco.
De la intercepción.
Del encontronazo esquinal que deja esquirlas.
Son esas cosas que dejan marca-cicatriz. Por eso Fernández
tuvo que hacer el inventario de esas cosas que dejan cicatriz: es un inventario
de cangrejos con nombres, apodos, también con el espacio en el que van
sucediendo esos accidentes de espacio-tiempo. Así, se da una cartografía lenta,
que es como un doblez arremangado y
sublingual de ese inventario de fantasmas.
El cangrejero existe porque Javier Fernández vivió. Digo, son los
diarios de un diario: son las crónicas que se escriben en la calle, sobre la
calle. Son las crónicas de una guerra que no le interesa a nadie contar, y por
eso nadie las contó hasta ahora. Porque no se animan. No se animarían nunca a
impostar tanto una voz. Y está bien que sea así.
Javier Fernández es hablado por el lenguaje de los
cangrejos y los perros perdidos que él tradujo, y los reescribe. Desgraba ahí.
Eso es la traducción de la calle.
Es un diario callejero de otros diarios. Insisto. Tengo
que insistir.
Mal
que les pese a los escritores que
escriben diarios de tertulias. Siendo esta una indulgencia que ni
siquiera me la puedo dejar pasar a mí, después de haber leído este libro.