3.10.14

Por razones obvias, por José Fraguas




Existen innumerables series documentales de la televisión estadounidense dedicadas a la investigación de crímenes reales. El nombre original de esos programas suele incluir la palabra “archivo”, “caso” o “expediente”, pero la traducción española del título de uno de ellos, Crímenes imperfectos, capta una de las cosas que más se le reprocha a los asesinos en estas series, el no haber sido lo suficientemente prolijos. ― ¿A quién se le ocurre utilizar las tarjetas de crédito de la víctima?, se pregunta un detective. No dejan tampoco de señalar aciertos: ― Si yo hubiera sido el asesino, también habría escondido el cuerpo allí, comenta un policía.

El relato de los casos comienza con una descripción del pueblo en el que ocurrió el crimen. Casi siempre son pequeños condados del interior de los Estados Unidos, de los que se dice que son lugares tranquilos y prósperos con un índice de criminalidad bajísimo. Para ilustrar esa armonía se muestran campos cultivados, personas haciendo compras o una bomba extractora de petróleo en movimiento. Pero la paz se verá de pronto perturbada con la aparición de un cuerpo que alguien descubre accidentalmente. ―Pensé que se trataba de un muñeco, dice una lugareña que halló los restos cuando paseaba su perro. La cosa puede comenzar también con un voraz incendio que luego se descubre fue provocado para borrar las huellas y en el que se encuentra a alguien carbonizado pero al que, como luego determinarán los peritos, habían asesinado antes de que comenzaran las llamas. Otras veces el relato comienza con la denuncia de una desaparición, alguien no llega nunca a una cita, no regresa a su casa o no va a trabajar y esa conducta llama especialmente la atención porque las víctimas suelen ser puntuales, hogareñas y responsables. 

De todos modos, si algo enseña el programa es que las cosas nunca son como parecen y la voz en off del narrador remarca el giro inesperado que siempre toman los acontecimientos gracias al trabajo de los expertos. En un barrio que parecía tranquilo vivían veinte individuos con antecedentes. En una familia que parecía feliz había infidelidad, adicciones y problemas financieros. Los pisos y las paredes de un cuarto que parecen limpias se encienden como un árbol de navidad cuando los rocían con luminol. El principal sospechoso que muchos describen como un tipo tranquilo no solo estuvo en la cárcel sino que durante su estadía solicitó por correo el libro Cómo cometer un crimen y no ser descubierto.

A veces deciden no mencionar los títulos de ese tipo de libros para no fomentar su lectura. Pero lo que nunca explican son las formas en que se puede matar sin dejar rastros. En esos casos, en los que se usaron exitosamente venenos imperceptibles, la voz del narrador del programa avisa que no revelarán esa información “por razones obvias”. En cambio, los más sofisticados procedimientos científicos para revelar huellas son expuestos orgullosa y detalladamente: el uso de polvos, la exposición a vapores y luces capaces de sacar a la superficie hasta el rastro más reticente. Para tomar y cuidar la evidencia, principio sagrado  de la criminalística, los especialistas llegan con un maletín lleno de lápices, brochas y tarritos. Parecen maquilladores pero su tarea es justamente la contraria. En el mismo lugar en el que apenas unas horas antes tuvo lugar la situación más dantesca, ellos, vestidos con impecables guardapolvos, se dedican con objetiva serenidad a resaltar las imperfecciones, a volver visible la más recóndita desprolijidad que puede terminar siendo la involuntaria firma del asesino.

Cada uno de los casos se presenta como el más raro y difícil, se dice que fue tan truculento que hasta los policías más expertos quedaron impresionados cuando llegaron a la escena del crimen. La cantidad de sangre, la posición del cuerpo pero también la indignación de comprobar que el asesino después de matar abrió la heladera para ver qué había de comer, como lo prueba el envoltorio arrugado  de un bocadito de pasta de maní que encontraron. Quedarse mirando mientras se zampa uno de esos dulces. No hay dudas que fue un asesinato a sangre fría, dice un investigador del caso.  De todos modos a ese papel arrugado lo recogen y lo guardan como si fuera la más delicada obra de arte, quizás contiene la única huella con la que van a contar. Las cosas más inmundas son buscadas como un tesoro y guardadas en prolijas cajas de archivo a veces durante mucho tiempo si el caso no se resuelve. Así, pelos, el cordón de una zapatilla, puchos, pañuelos usados, el contenido de la bolsa de la aspiradora junto a las fotos más tenebrosas que detallan cómo estaba todo cuando llegaron al lugar, pueden pasar años celosamente guardados en las estanterías de las dependencias de la policía.

En algunas ocasiones, además de cuidar estrictamente el sitio para que no se pierda ningún rastro que podría haber dejado el asesino, los investigadores tienen que consolar al familiar que encontró el cadáver. Lo abrazan y lo contienen y quizá a las pocas horas lo estén interrogando salvajemente. Todos saben que el 99% de las víctimas son asesinadas por familiares cercanos y amigos. Por eso el comportamiento de los allegados es observado con suma atención. Es conveniente que exhiban una pena visible y verosímil. Algunos no solo no se muestran compungidos sino que cometen la torpeza de llamar enseguida para cobrar el seguro o se quedan dormidos durante el velorio. Se describen con desaprobación comportamientos como el del flamante y joven marido de una mujer mayor, un enfermero que la había conocido apenas unos seis meses antes, que se puso a leer despreocupadamente el diario mientras acompañaba a su esposa agonizante en la ambulancia. También se averigua qué estuvieron haciendo antes de que ocurriera el crimen. Haberse bajado de internet la canción de Guns N’ Roses I used to love her complica la situación de un sospechoso acusado de matar a su mujer. El tema dice: “La amaba pero tuve que matarla. Tuve que ponerla a dos metros bajo tierra y todavía puedo oírla quejarse”.

La conducta de quienes ya se demostró que son culpables es aún más desfachatada, no muestran ningún remordimiento, se burlan de los familiares de las víctimas durante el juicio y cuando tienen que explicar por qué lo hicieron dicen disparates. Una mujer que envenenó progresivamente a su marido con anticongelante dijo que lo hizo porque le parecía divertido.

Cuando la policía comienza a investigar la vida privada de un sospechoso no siempre descubre que es el culpable pero es muy probable que encuentre alguna costumbre extravagante.  ―No es normal que a alguien se le dé por enterrar ropa femenina en su jardín, sobre todo cuando no es de su mujer, dice un investigador. O quizá encuentren un detalle pintoresco como ser el inventor del “peluquín de quita y pon” o coleccionar “lencería picarona”. También hay quienes se acusan de crímenes que no cometieron. A partir de la información que difunden los medios una mujer de Pensilvania logra con mucho esfuerzo convencer a los detectives que los responsables de un crimen sin resolver eran ella y su marido. Cuando encuentran al verdadero culpable ella explica que esa fue la forma que encontró para poder separarse de su esposo. ―La naturaleza humana es impredecible, reflexiona un experimentado detective refiriéndose al caso.

Para cobrar el seguro de vida pero también porque les parece que queda mejor ser viudos que divorciados, muchos maridos y esposas deciden deshacerse de sus cónyuges. Algunos se aprovechan de la férrea voluntad de sus maridos o esposas de considerarlos buenos. Una mujer se toma hasta la última gota del vaso de jugo de naranja cargado de arsénico que le lleva su esposo a la cama. Un hombre recibe de lo más confiado una puñalada en la espalda en lugar del masaje que le prometió su señora. ―Nadie quiere creer que está casado con un asesino porque si lo asume tiene que cuestionarse a sí mismo, opina una psicóloga forense. Pero las cosas no siempre salen según lo previsto y algunos implementan diferentes planes que fracasan una y otra vez.  Un hombre decidido a terminar con su esposa se pone a arreglar el techo con la intención de dejar caer un bloque de cemento cuando ella se acerque a alcanzarle una herramienta. La mujer logra esquivarlo. La invita luego a ir de caza con él y la estimula para que pasee por la zona de tiro. Ella no se despega de su lado. Él oculta después un ratón en la guantera del auto y cuando, según sus cálculos, su esposa está conduciendo en la autopista, la llama al celular para se fije si olvidó unos papeles importantes en ese compartimento. La mujer se asusta muchísimo pero no pierde el control del volante. Al final lo logran pero es probable que algún amigo o familiar recuerde la sospechosa mala racha que la víctima había tenido antes de perder la vida.


Los especialistas se muestran muy técnicos pero de vez en cuando hacen algún comentario doméstico. ―Decía que su mujer era sucia pero la camioneta de él estaba asquerosa, señala un detective irritado ante un sospechoso que quería atenuar el hecho de que su mujer había sido asesinada señalando sus defectos.  Y sobre la novia de un asesino que defendía a su pareja a toda costa, dice una mujer policía: ―Se notaba que estaba desesperada por dormir con alguien. Se muestran también muy subjetivos al describir las sensaciones que tienen al encontrar al culpable. Es para algunos el momento más feliz de sus vidas, sienten “mariposas en el estomago”.  Cuando llegan los resultados del análisis de ADN y confirman lo que ellos pensaban, chocan palmas, gritan y celebran. Pero al rato se acuerdan de la víctima y el ambiente se ensombrece.

Para ciertos casos, convocan a expertos en cuestiones muy específicas como en lectura de salpicado de sangre o en recuperación de cadáveres en pozos. Algunos son celebridades como el Doctor Tierra, geólogo de la Universidad de Dakota, que se dedica al análisis del barro pegado en los zapatos, o el especialista en envenenamiento por cianuro de Scotland Yard al que sólo se llama para un caso importantísimo. Es alto, delgado, usa un traje color cremita y una corbata rosa y da una respuesta concluyente. Pero no todos tienen tantos recursos y en algunos pueblos perdidos de Estados Unidos tienen que arreglarse con un programa gratuito de edición de imágenes que bajan de internet para hacer coincidir una calavera que encontraron con fotos de mujeres desaparecidas para ver si pertenece a alguna de ellas. A veces convocan a delincuentes a cambio de alguna rebaja en sus condenas. Uno de ellos sentencia:   −Sólo existen tres móviles: la codicia, la droga o el ego.

Las reflexiones finales están a cargo de los apesadumbrados familiares de las víctimas. Hablan de la importancia de “sacar de las calles” a individuos tan peligrosos. Y repiten que desean que el responsable sea castigado para que nadie tenga que pasar por lo que ellos pasaron. La terrible experiencia, en algunos casos, los vuelve del todo inocentes. −Dicen “quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra”, bueno, yo puedo tirarlas todas, afirma una madre. −Siempre estuve a favor de la pena de muerte pero ahora me parece poco, agrega. Y un marido que perdió a su esposa plantea: −Cuando paso con mi auto por la cárcel pienso que él está ahí, que quizá viva más que yo y que mi mujer ya no tiene la oportunidad ni de estar en prisión. Encima, pienso, él puede ver televisión con cable gratis y yo tengo que pagar el servicio. Se muestra sin embargo agradecido porque gracias a la ciencia se logró encontrar al culpable. Recobrando un poco el ánimo añade: −En mi próxima vida quiero ser científico forense.