Existen innumerables
series documentales de la televisión estadounidense dedicadas a la
investigación de crímenes reales. El nombre original de esos programas suele
incluir la palabra “archivo”, “caso” o “expediente”, pero la traducción
española del título de uno de ellos, Crímenes imperfectos, capta una de
las cosas que más se le reprocha a los asesinos en estas series, el no haber
sido lo suficientemente prolijos. ― ¿A quién se le ocurre utilizar las tarjetas
de crédito de la víctima?, se pregunta un detective. No dejan tampoco de
señalar aciertos: ― Si yo hubiera sido el asesino, también habría escondido el
cuerpo allí, comenta un policía.
El relato de los casos
comienza con una descripción del pueblo en el que ocurrió el crimen. Casi
siempre son pequeños condados del interior de los Estados Unidos, de los que se
dice que son lugares tranquilos y prósperos con un índice de criminalidad
bajísimo. Para ilustrar esa armonía se muestran campos cultivados, personas
haciendo compras o una bomba extractora de petróleo en movimiento. Pero la paz
se verá de pronto perturbada con la aparición de un cuerpo que alguien descubre
accidentalmente. ―Pensé que se trataba de un muñeco, dice una lugareña que
halló los restos cuando paseaba su perro. La cosa puede comenzar también con un
voraz incendio que luego se descubre fue provocado para borrar las huellas y en
el que se encuentra a alguien carbonizado pero al que, como luego determinarán
los peritos, habían asesinado antes de que comenzaran las llamas. Otras veces
el relato comienza con la denuncia de una desaparición, alguien no llega nunca
a una cita, no regresa a su casa o no va a trabajar y esa conducta llama
especialmente la atención porque las víctimas suelen ser puntuales, hogareñas y
responsables.
De todos modos, si algo
enseña el programa es que las cosas nunca son como parecen y la voz en off del
narrador remarca el giro inesperado que siempre toman los acontecimientos
gracias al trabajo de los expertos. En un barrio que parecía tranquilo vivían
veinte individuos con antecedentes. En una familia que parecía feliz había
infidelidad, adicciones y problemas financieros. Los pisos y las paredes de un
cuarto que parecen limpias se encienden como un árbol de navidad cuando los
rocían con luminol. El principal sospechoso que muchos describen como un tipo
tranquilo no solo estuvo en la cárcel sino que durante su estadía solicitó por
correo el libro Cómo cometer un crimen y no ser descubierto.
A veces deciden no
mencionar los títulos de ese tipo de libros para no fomentar su lectura. Pero
lo que nunca explican son las formas en que se puede matar sin dejar rastros.
En esos casos, en los que se usaron exitosamente venenos imperceptibles, la voz
del narrador del programa avisa que no revelarán esa información “por razones
obvias”. En cambio, los más sofisticados procedimientos científicos para
revelar huellas son expuestos orgullosa y detalladamente: el uso de polvos, la
exposición a vapores y luces capaces de sacar a la superficie hasta el rastro
más reticente. Para tomar y cuidar la evidencia, principio sagrado de la criminalística, los especialistas
llegan con un maletín lleno de lápices, brochas y tarritos. Parecen
maquilladores pero su tarea es justamente la contraria. En el mismo lugar en el
que apenas unas horas antes tuvo lugar la situación más dantesca, ellos,
vestidos con impecables guardapolvos, se dedican con objetiva serenidad a
resaltar las imperfecciones, a volver visible la más recóndita desprolijidad
que puede terminar siendo la involuntaria firma del asesino.
Cada uno
de los casos se presenta como el más raro y difícil, se dice que fue tan
truculento que hasta los policías más expertos quedaron impresionados cuando
llegaron a la escena del crimen. La cantidad de sangre, la posición del cuerpo
pero también la indignación de comprobar que el asesino después de matar abrió
la heladera para ver qué había de comer, como lo prueba el envoltorio
arrugado de un bocadito de pasta de maní
que encontraron. ―Quedarse mirando
mientras se zampa uno de esos dulces. No hay dudas que fue un asesinato a
sangre fría, dice un investigador del caso. De todos modos a ese papel arrugado lo
recogen y lo guardan como si fuera la más delicada obra de arte, quizás
contiene la única huella con la que van a contar. Las cosas más inmundas son
buscadas como un tesoro y guardadas en prolijas cajas de archivo a veces
durante mucho tiempo si el caso no se resuelve. Así, pelos, el cordón de una
zapatilla, puchos, pañuelos usados, el contenido de la bolsa de la aspiradora
junto a las fotos más tenebrosas que detallan cómo estaba todo cuando llegaron
al lugar, pueden pasar años celosamente guardados en las estanterías de las
dependencias de la policía.
En
algunas ocasiones, además de cuidar estrictamente el sitio para que no se
pierda ningún rastro que podría haber dejado el asesino, los investigadores
tienen que consolar al familiar que encontró el cadáver. Lo abrazan y lo
contienen y quizá a las pocas horas lo estén interrogando salvajemente. Todos
saben que el 99% de las víctimas son asesinadas por familiares cercanos y
amigos. Por eso el comportamiento de los allegados es observado con
suma atención. Es conveniente que exhiban una pena visible y verosímil. Algunos
no solo no se muestran compungidos sino que cometen la torpeza de llamar enseguida
para cobrar el seguro o se quedan dormidos durante el velorio. Se describen con
desaprobación comportamientos como el del flamante y joven marido de una mujer
mayor, un enfermero que la había conocido apenas unos seis meses antes, que se
puso a leer despreocupadamente el diario mientras acompañaba a su esposa
agonizante en la ambulancia. También se averigua qué estuvieron haciendo antes
de que ocurriera el crimen. Haberse bajado de internet la canción de Guns N’
Roses I used to love her complica la situación de un sospechoso acusado
de matar a su mujer. El tema dice: “La amaba pero tuve que matarla. Tuve
que ponerla a dos metros bajo tierra y todavía puedo oírla quejarse”.
La conducta de quienes ya
se demostró que son culpables es aún más desfachatada, no muestran ningún
remordimiento, se burlan de los familiares de las víctimas durante el juicio y
cuando tienen que explicar por qué lo hicieron dicen disparates. Una mujer que
envenenó progresivamente a su marido con anticongelante dijo que lo hizo porque
le parecía divertido.
Cuando la policía
comienza a investigar la vida privada de un sospechoso no siempre descubre que
es el culpable pero es muy probable que encuentre alguna costumbre
extravagante. ―No es normal que a
alguien se le dé por enterrar ropa femenina en su jardín, sobre todo cuando no
es de su mujer, dice un investigador. O quizá encuentren un detalle pintoresco
como ser el inventor del “peluquín de quita y pon” o coleccionar “lencería
picarona”. También hay quienes se acusan de crímenes que no cometieron. A
partir de la información que difunden los medios una mujer de Pensilvania logra
con mucho esfuerzo convencer a los detectives que los responsables de un crimen
sin resolver eran ella y su marido. Cuando encuentran al verdadero culpable ella
explica que esa fue la forma que encontró para poder separarse de su esposo.
―La naturaleza humana es impredecible, reflexiona un experimentado detective
refiriéndose al caso.
Para cobrar el seguro de
vida pero también porque les parece que queda mejor ser viudos que divorciados,
muchos maridos y esposas deciden deshacerse de sus cónyuges. Algunos se
aprovechan de la férrea voluntad de sus maridos o esposas de considerarlos
buenos. Una mujer se toma hasta la última gota del vaso de jugo de naranja cargado
de arsénico que le lleva su esposo a la cama. Un hombre recibe de lo más
confiado una puñalada en la espalda en lugar del masaje que le prometió su
señora. ―Nadie quiere creer que está casado con un asesino porque si lo asume
tiene que cuestionarse a sí mismo, opina una psicóloga forense. Pero las cosas
no siempre salen según lo previsto y algunos implementan diferentes planes que
fracasan una y otra vez. Un hombre
decidido a terminar con su esposa se pone a arreglar el techo con la intención
de dejar caer un bloque de cemento cuando ella se acerque a alcanzarle una
herramienta. La mujer logra esquivarlo. La invita luego a ir de caza con él y
la estimula para que pasee por la zona de tiro. Ella no se despega de su lado.
Él oculta después un ratón en la guantera del auto y cuando, según sus
cálculos, su esposa está conduciendo en la autopista, la llama al celular para
se fije si olvidó unos papeles importantes en ese compartimento. La mujer se
asusta muchísimo pero no pierde el control del volante. Al final lo logran pero
es probable que algún amigo o familiar recuerde la sospechosa mala racha que la
víctima había tenido antes de perder la vida.
Los especialistas se
muestran muy técnicos pero de vez en cuando hacen algún comentario doméstico.
―Decía que su mujer era sucia pero la camioneta de él estaba asquerosa, señala
un detective irritado ante un sospechoso que quería atenuar el hecho de que su
mujer había sido asesinada señalando sus defectos. Y sobre la novia de un asesino que defendía a
su pareja a toda costa, dice una mujer policía: ―Se notaba que estaba
desesperada por dormir con alguien. Se muestran también muy subjetivos al
describir las sensaciones que tienen al encontrar al culpable. Es para algunos
el momento más feliz de sus vidas, sienten “mariposas en el estomago”. Cuando llegan los resultados del análisis de
ADN y confirman lo que ellos pensaban, chocan palmas, gritan y celebran. Pero
al rato se acuerdan de la víctima y el ambiente se ensombrece.
Para ciertos casos,
convocan a expertos en cuestiones muy específicas como en lectura de salpicado
de sangre o en recuperación de cadáveres en pozos. Algunos son celebridades
como el Doctor Tierra, geólogo de la Universidad de Dakota, que se dedica al
análisis del barro pegado en los zapatos, o el especialista en envenenamiento
por cianuro de Scotland Yard al que sólo se llama para un caso importantísimo.
Es alto, delgado, usa un traje color cremita y una corbata rosa y da una
respuesta concluyente. Pero no todos tienen tantos recursos y en algunos
pueblos perdidos de Estados Unidos tienen que arreglarse con un programa
gratuito de edición de imágenes que bajan de internet para hacer coincidir una
calavera que encontraron con fotos de mujeres desaparecidas para ver si
pertenece a alguna de ellas. A veces convocan a delincuentes a cambio de alguna
rebaja en sus condenas. Uno de ellos sentencia: −Sólo existen
tres móviles: la codicia, la droga o el ego.
Las
reflexiones finales están a cargo de los apesadumbrados familiares de las
víctimas. Hablan de la importancia de “sacar de las calles” a individuos
tan peligrosos. Y repiten que desean que el responsable sea castigado para que
nadie tenga que pasar por lo que ellos pasaron. La terrible experiencia, en
algunos casos, los vuelve del todo inocentes. −Dicen “quien esté libre de
pecado que arroje la primera piedra”, bueno, yo puedo tirarlas todas, afirma
una madre. −Siempre estuve a favor de la pena de muerte pero ahora me parece
poco, agrega. Y un marido que perdió a su esposa plantea: −Cuando paso con mi
auto por la cárcel pienso que él está ahí, que quizá viva más que yo y que mi
mujer ya no tiene la oportunidad ni de estar en prisión. Encima, pienso, él
puede ver televisión con cable gratis y yo tengo que pagar el servicio. Se
muestra sin embargo agradecido porque gracias a la ciencia se logró encontrar
al culpable. Recobrando un poco el ánimo añade: −En mi próxima vida quiero ser
científico forense.