La de Ricardo Zelarayán
es una voz franca y vivificante en la literatura argentina. No hace falta ser
un experto para reconocer cuando es su música la que está sonando. Y al mismo
tiempo en ella se distinguen nítidamente las frases, los refranes, los giros
que remiten a la creación oral, colectiva y anónima, “el lenguaje que se
escucha a cada rato” y que constituye una cantera disponible e inagotable. Por
eso su literatura, y en forma explícita las reflexiones que escribió alrededor
de sus libros y las que ensayó en las entrevistas que le hicieron, brindan una
suerte de definición ostensiva y sin rodeos del ahí de la poesía.
Zelarayán dice que escribe para tener donde agarrarse, para no perderse, para no disiparse que en un punto es decir que escribe para encontrarse, que existe si escribe. Pero en lo que escribe hay mucho de lo que dicen los otros. Y es lo primero que le viene a la cabeza cuando tiene que empezar a hablar: “No sé cómo empezar pero empiezo nomás. Hoy estaba almorzando en una pizzería y oí una conversación telefónica del cajero que estaba detrás del mostrador…”
De modo que la posibilidad de inventar y escribir mantiene una estrecha relación con el desarrollo de la facultad de registro. Se trata entonces de un inquietante devenir, el del poeta en pura oreja, grabador casi: “Un conocido escritor me decía, por ejemplo, que temía al grabador porque sentía que era un poco él. Es decir que el temor al grabador era un poco el temor de sí mismo.”
Zelarayán afirmará repetidas veces “no soy escritor”. Rechaza así la solemnidad del rol y las relaciones con un mundillo “para las que nunca estuvo preparado y además no tiene ropa ni ganas”. Porque para ser lo que convencionalmente se entiende por “escritor” habría que ajustar el ritmo de la producción a cierto estándar. Y éste le abre la puerta a lo planificado, lo útil y lo necesario, enemigo del deseo, motor legítimo de la escritura. Como dice rimbaudianamente uno de sus poemas:
Zelarayán dice que escribe para tener donde agarrarse, para no perderse, para no disiparse que en un punto es decir que escribe para encontrarse, que existe si escribe. Pero en lo que escribe hay mucho de lo que dicen los otros. Y es lo primero que le viene a la cabeza cuando tiene que empezar a hablar: “No sé cómo empezar pero empiezo nomás. Hoy estaba almorzando en una pizzería y oí una conversación telefónica del cajero que estaba detrás del mostrador…”
De modo que la posibilidad de inventar y escribir mantiene una estrecha relación con el desarrollo de la facultad de registro. Se trata entonces de un inquietante devenir, el del poeta en pura oreja, grabador casi: “Un conocido escritor me decía, por ejemplo, que temía al grabador porque sentía que era un poco él. Es decir que el temor al grabador era un poco el temor de sí mismo.”
Zelarayán afirmará repetidas veces “no soy escritor”. Rechaza así la solemnidad del rol y las relaciones con un mundillo “para las que nunca estuvo preparado y además no tiene ropa ni ganas”. Porque para ser lo que convencionalmente se entiende por “escritor” habría que ajustar el ritmo de la producción a cierto estándar. Y éste le abre la puerta a lo planificado, lo útil y lo necesario, enemigo del deseo, motor legítimo de la escritura. Como dice rimbaudianamente uno de sus poemas:
“A veces
hay que hacerse el otro,
o el oso…”
Pero ese rechazo tiene
que ver también con que Zelarayán, como el
filósofo argentino Luis Juan Guerrero, considera que la obra de arte se revela
por su propio poder de mostración y apuesta al “ser operatorio” de las obras. Lata peinada es una novela imposible,
se resiste a ser escrita. El título es más la expresión de un deseo que algo
realizado. En “las inútiles reflexiones” que acompañan a la novela se dice que
ésta es una lata que no se deja peinar, que es una balada o un canto que su
autor no logra terminar de compaginar. Es una novela arisca, un conjunto de
cabos que se escapan cuando se los quiere atar, un texto que se le va de las
manos, que se le empaca como una mula. Libros como Roña criolla, en cambio, se escriben de súbito. Mientras otros caen
por un borde y se pierden definitivamente. No así sus títulos que perduran
alimentando para siempre la fantasía de sus huérfanos lectores: Apodos & apariciones, Una madrugada o Después del almuerzo es otra cosa.
Es la rebeldía y la libertad de los escritos zelarayianos. Su superficie es como la piel movediza del caballo que conocen bien tanto el pajarito que la surfea como el boyero que se sienta largas horas sobre ella. Textura sísmica, oscilante, en flujo y reflujo “mandada a hacer para espantar las moscas”. Para librarse del vínculo con la gauchesca que le endilgaron, Zelarayán aclara en una entrevista que a él no le interesan los caballos tal como aparecen en esa tradición literaria sino sólo su piel espantamoscas, imagen que lo acompaña desde niño.
¿Qué moscas espanta la escritura de Zelarayán? Lo demasiado consciente, lo literatoso, lo que chirríe de tan prolijamente escrito: “Palabras que no se escuchen, las mejores”. Por eso se entiende que las lecturas literarias no hayan ejercido una influencia determinante en su obra. Lo ha dicho muchas veces: la clave está en el oído, en una escucha de la oralidad cotidiana callejera que, sospechamos, tiene que ser bastante azarosa e involuntaria para que sea fecunda. No todas las frases serán la semilla de un poema.
Si cuando era estudiante de medicina Zelarayán se identificaba con los pacientes, cuando escribe son los otros quienes llevan la voz cantante y el carácter coral es principio constructivo de sus textos. Los que hacen y mueven el mundo zelarayiano son casi siempre “buscavidas, delincuentes, pobres”, figuras invisibilizadas o cosificadas como instrumento de distinción por la sensibilidad convencional de la clase media urbana porteña pegada a la ‘alta burguesía’.
La de nuestro autor tampoco es una mirada paternalista ni miserabilista, es la potencia del brío y la vivacidad de las voces de peluqueros, mozos y suboficiales la que se impone por sí misma. Según Zelarayán, los que se llaman a sí mismos poetas y se creen dueños de lo que nombran son como moscas que revolotean en torno de una canilla seca. Más sabio parece el decidido paso de las hormigas hacia lo dulce:
“Hasta se me hace que las hormigas
buscan la miel de la guitarra,
de la guitarra de Hermenegildo.”
Es la rebeldía y la libertad de los escritos zelarayianos. Su superficie es como la piel movediza del caballo que conocen bien tanto el pajarito que la surfea como el boyero que se sienta largas horas sobre ella. Textura sísmica, oscilante, en flujo y reflujo “mandada a hacer para espantar las moscas”. Para librarse del vínculo con la gauchesca que le endilgaron, Zelarayán aclara en una entrevista que a él no le interesan los caballos tal como aparecen en esa tradición literaria sino sólo su piel espantamoscas, imagen que lo acompaña desde niño.
¿Qué moscas espanta la escritura de Zelarayán? Lo demasiado consciente, lo literatoso, lo que chirríe de tan prolijamente escrito: “Palabras que no se escuchen, las mejores”. Por eso se entiende que las lecturas literarias no hayan ejercido una influencia determinante en su obra. Lo ha dicho muchas veces: la clave está en el oído, en una escucha de la oralidad cotidiana callejera que, sospechamos, tiene que ser bastante azarosa e involuntaria para que sea fecunda. No todas las frases serán la semilla de un poema.
Si cuando era estudiante de medicina Zelarayán se identificaba con los pacientes, cuando escribe son los otros quienes llevan la voz cantante y el carácter coral es principio constructivo de sus textos. Los que hacen y mueven el mundo zelarayiano son casi siempre “buscavidas, delincuentes, pobres”, figuras invisibilizadas o cosificadas como instrumento de distinción por la sensibilidad convencional de la clase media urbana porteña pegada a la ‘alta burguesía’.
La de nuestro autor tampoco es una mirada paternalista ni miserabilista, es la potencia del brío y la vivacidad de las voces de peluqueros, mozos y suboficiales la que se impone por sí misma. Según Zelarayán, los que se llaman a sí mismos poetas y se creen dueños de lo que nombran son como moscas que revolotean en torno de una canilla seca. Más sabio parece el decidido paso de las hormigas hacia lo dulce:
“Hasta se me hace que las hormigas
buscan la miel de la guitarra,
de la guitarra de Hermenegildo.”
Se paladean los nombres,
apodos y alias de los personajes: Jeta ‘e Bagre, Don Natividad, la Alcirita. Mientras
que el propio nombre se convierte casi en un obstáculo cuando de lo que se
trata es ser vector o conducto de la literaturidad circulante y efectiva de la
que sólo es dueña el habla colectiva. La despersonalización resulta entonces
una prometedora invitación:
“me ofreció su pase libre para viajar por todo el país.
“me ofreció su pase libre para viajar por todo el país.
Total,
me dijo, es un pase innominado,
cualquiera lo puede usar…
si se lo presto.
El pase sin nombre me deslumbró”
cualquiera lo puede usar…
si se lo presto.
El pase sin nombre me deslumbró”
Esto se refleja también en
otro plano cuando se entusiasma ante la propuesta de sólo aparecer en la lista
de colaboradores de Literal y no firmar
los textos de diversos géneros que publicaba la revista y participar además en
la redacción entre todos de una novela colectiva.
Zelarayán es también un estudioso de los apodos a los que considera un género literario oral precioso. Los utiliza en sus novelas para dar nombre a los personajes y también teoriza sobre el género. El apodo es pariente de las coplas, los chistes y los cantitos de las manifestaciones. Es una creación de los sectores de menores ingresos y menos letrados. Y una de sus particularidades es no depender de la voluntad de su autor que existe aunque permanezca anónimo. Su eficacia depende de la aceptación de los otros, que se lo apropian y lo intervienen libremente. Los apodos, subraya Zelarayán, se graban como un tatuaje. Para el que lo recibe puede ser un regalo o una maldición. Pero aún en ese último caso el dueño del mote puede llegar a extrañarlo si por alguna razón los demás dejan de usarlo, como si lo abandonado fuera él mismo o algo que, mal que le pese, lo significa.
Zelarayán no descree de las particularidades que pueden compartir los habitantes de una región y sus textos abundan en gentilicios y en descripciones de modos de ser: “Estaban también dos morochos nuevos, muy sosegados, que sonreían siempre y decían lo justo. ¿Serían santiagueños?” . Pero frente a los usos empobrecedores y reificantes, utiliza los gentilicios para efectuar cruces tan insólitos como convincentes: “me acusan de ‘hacerme el Rulfo’, el gran escritor jujeño… ¡perdón!, mexicano”.
Zelarayán no está muy de acuerdo con lo que han señalado varios críticos acerca de la casi ausencia del yo poético en sus poemas y afirma que se puede ver bastante de su drama interno en poemas de amor como “Tal vez no importe tanto”, “Distancia” o en el que dice:
…y a veces un poco deslumbrados
nos vamos por ahí…tambaleantes.
Pero la cosa recomienza, y siempre volvemos
a ser lo que éramos.
Pero sin duda es la sonoridad, “el problema tímbrico”, el principio estructurante de su escritura más que la remisión a una subjetividad como núcleo. Lo decisivo es la cadencia poética que constituye, según sus palabras, una corriente que circula en el texto, un circuito al que no se le puede cambiar una palabra sin que se venga abajo, una tensión anclada en los sonidos de un idioma que casi inevitablemente se diluiría al llevarla a otro. También “el cholo Vallejo” se ha referido a esta dimensión que pone a los textos que tienen respiración poética al borde de la intraducibilidad. Para el autor de Trilce pueden trasladarse las ideas pero no “los grandes movimientos animales, los grandes números del alma, las oscuras nebulosas de la vida, que residen en un giro del lenguaje, en una tournure, en fin, en los imponderables del verbo.”
Zelarayán fue asumiendo, a lo largo de su vida, diversos roles: aspirante a médico, corrector, redactor creativo, traductor, periodista, escritor para chicos, poeta. Reflejos de cada una de estas actividades pueden vislumbrase en la superficie de sus textos. Se reconoce la intención de darle lugar al azar y a lo inconsciente que convive con su inclinación a versionar, a mostrar la búsqueda misma y a cuestionar también de algún modo la hipóstasis de un texto definitivo e inmutable.
En sus escritos pueden encontrarse también los giros habituales que se utilizan para ganar la atención del interlocutor pero con un énfasis y un carácter contestatario de manifiesto: “¡Atención a los colados que pueden ser más importantes que los invitados!” . Es una apuesta por lo lúdico, lo gratuito, lo desinteresado y otros aspectos de la discursividad dejados de lado como sinsentidos desde un criterio racional y utilitario estrecho.
Expertos en quebrar las imposiciones de la necesidad, los niños ocupan un lugar clave en la poética zelarayiana: “A todos los chicos nos gusta caminar hacia atrás o con los ojos cerrados” De la propia infancia entrerriana del autor provienen imágenes vigorosas como la de la piel sísmica del caballo y escribirá además un libro “apto para todo público” en el que la voz cantante la tienen los objetos, un paraguas que se queja de vivir encerrado, por ejemplo.
Pero si bien Zelarayán afirmará que el fondo de la cosa está cerca del fondo de su casa de Paraná, no es el entrerriano el único paisaje que explora. Como dice el cubano Lezama Lima, cuando el hombre se vincula con el mundo exterior “precisa” un paisaje. El paisaje es la naturaleza puesta a la altura del hombre, una forma de dominio pero también de diálogo. Para el autor de Paradiso, el paisaje americano, la feracidad de su extensión, lo vuelven un espacio gnóstico, “que no es espacio mirado, sino el que busca los ojos del hombre como justificación”. Además, la potencia de ese espacio licua hasta la más poderosa pulsión mimética de lo europeo y “conversamos con él siquiera sea en el sueño”.
Zelarayán rechaza las operaciones aminorantes de la crítica: el “invento unitario” de la literatura regional, la reducción de todo escritor provinciano a un hombre de campo y la manía de ver en todo escritor argentino “un copión y un colonizado”. Y los paisajes que él explora, los del noroeste argentino sobre todo en donde el silencio se mide en leguas, no son un marco externo sino el espacio con la acústica adecuada para el sonido que busca su poesía.
“La Gran Salina” es el corazón blanco de esa geografía y de la poética zelarayiana:
“Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este
‘poema’)
por lo que yo siento cuando pienso en los
trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.”
Hay un eco macedoniano en este señalamiento del carácter intransferible de la sensación de inexplicable misterio “que siembra el tren” al atravesar la salada inmensidad. Como Zelarayán mismo lo ha señalado, más que su estilo es la filosofía de Macedonio Fernández y en particular su concepción del Ser y de la identidad personal las que han tenido un impacto perdurable en él. Se sabe que según la sugestiva teoría macedoniana todo lo que existe es el Ser o alma ayoica que no es sino el sentir actual mío pero en tanto “místico sentir de nadie”. Y esa marejada de sensaciones, sentimientos e imágenes en continuo, pleno y único flujo no fue causada ni depende de algo exterior u objetivo. En sintonía con esto, Zelarayán propondrá en las reflexiones paralelas a la elaboración de Lata peinada: “Sueño, pensamiento y acción, siempre juntos”.
Para nuestro autor la identidad es algo perdido y que se busca aún sin abandonar la sospecha de que quizás nunca existió. Como ante otras concepciones rígidas y aminorantes, frente a la cuestión de la identidad personal y colectiva, Zelarayán adquiere una actitud lúdicamente crítica. En un inédito libro de fragmentos en el que trabajaba a principios de 2000 anotó: “El ser: ‘Lo saludé y no era. A mí también a veces me saludan y no soy’”.
Zelarayán es también un estudioso de los apodos a los que considera un género literario oral precioso. Los utiliza en sus novelas para dar nombre a los personajes y también teoriza sobre el género. El apodo es pariente de las coplas, los chistes y los cantitos de las manifestaciones. Es una creación de los sectores de menores ingresos y menos letrados. Y una de sus particularidades es no depender de la voluntad de su autor que existe aunque permanezca anónimo. Su eficacia depende de la aceptación de los otros, que se lo apropian y lo intervienen libremente. Los apodos, subraya Zelarayán, se graban como un tatuaje. Para el que lo recibe puede ser un regalo o una maldición. Pero aún en ese último caso el dueño del mote puede llegar a extrañarlo si por alguna razón los demás dejan de usarlo, como si lo abandonado fuera él mismo o algo que, mal que le pese, lo significa.
Zelarayán no descree de las particularidades que pueden compartir los habitantes de una región y sus textos abundan en gentilicios y en descripciones de modos de ser: “Estaban también dos morochos nuevos, muy sosegados, que sonreían siempre y decían lo justo. ¿Serían santiagueños?” . Pero frente a los usos empobrecedores y reificantes, utiliza los gentilicios para efectuar cruces tan insólitos como convincentes: “me acusan de ‘hacerme el Rulfo’, el gran escritor jujeño… ¡perdón!, mexicano”.
Zelarayán no está muy de acuerdo con lo que han señalado varios críticos acerca de la casi ausencia del yo poético en sus poemas y afirma que se puede ver bastante de su drama interno en poemas de amor como “Tal vez no importe tanto”, “Distancia” o en el que dice:
…y a veces un poco deslumbrados
nos vamos por ahí…tambaleantes.
Pero la cosa recomienza, y siempre volvemos
a ser lo que éramos.
Pero sin duda es la sonoridad, “el problema tímbrico”, el principio estructurante de su escritura más que la remisión a una subjetividad como núcleo. Lo decisivo es la cadencia poética que constituye, según sus palabras, una corriente que circula en el texto, un circuito al que no se le puede cambiar una palabra sin que se venga abajo, una tensión anclada en los sonidos de un idioma que casi inevitablemente se diluiría al llevarla a otro. También “el cholo Vallejo” se ha referido a esta dimensión que pone a los textos que tienen respiración poética al borde de la intraducibilidad. Para el autor de Trilce pueden trasladarse las ideas pero no “los grandes movimientos animales, los grandes números del alma, las oscuras nebulosas de la vida, que residen en un giro del lenguaje, en una tournure, en fin, en los imponderables del verbo.”
Zelarayán fue asumiendo, a lo largo de su vida, diversos roles: aspirante a médico, corrector, redactor creativo, traductor, periodista, escritor para chicos, poeta. Reflejos de cada una de estas actividades pueden vislumbrase en la superficie de sus textos. Se reconoce la intención de darle lugar al azar y a lo inconsciente que convive con su inclinación a versionar, a mostrar la búsqueda misma y a cuestionar también de algún modo la hipóstasis de un texto definitivo e inmutable.
En sus escritos pueden encontrarse también los giros habituales que se utilizan para ganar la atención del interlocutor pero con un énfasis y un carácter contestatario de manifiesto: “¡Atención a los colados que pueden ser más importantes que los invitados!” . Es una apuesta por lo lúdico, lo gratuito, lo desinteresado y otros aspectos de la discursividad dejados de lado como sinsentidos desde un criterio racional y utilitario estrecho.
Expertos en quebrar las imposiciones de la necesidad, los niños ocupan un lugar clave en la poética zelarayiana: “A todos los chicos nos gusta caminar hacia atrás o con los ojos cerrados” De la propia infancia entrerriana del autor provienen imágenes vigorosas como la de la piel sísmica del caballo y escribirá además un libro “apto para todo público” en el que la voz cantante la tienen los objetos, un paraguas que se queja de vivir encerrado, por ejemplo.
Pero si bien Zelarayán afirmará que el fondo de la cosa está cerca del fondo de su casa de Paraná, no es el entrerriano el único paisaje que explora. Como dice el cubano Lezama Lima, cuando el hombre se vincula con el mundo exterior “precisa” un paisaje. El paisaje es la naturaleza puesta a la altura del hombre, una forma de dominio pero también de diálogo. Para el autor de Paradiso, el paisaje americano, la feracidad de su extensión, lo vuelven un espacio gnóstico, “que no es espacio mirado, sino el que busca los ojos del hombre como justificación”. Además, la potencia de ese espacio licua hasta la más poderosa pulsión mimética de lo europeo y “conversamos con él siquiera sea en el sueño”.
Zelarayán rechaza las operaciones aminorantes de la crítica: el “invento unitario” de la literatura regional, la reducción de todo escritor provinciano a un hombre de campo y la manía de ver en todo escritor argentino “un copión y un colonizado”. Y los paisajes que él explora, los del noroeste argentino sobre todo en donde el silencio se mide en leguas, no son un marco externo sino el espacio con la acústica adecuada para el sonido que busca su poesía.
“La Gran Salina” es el corazón blanco de esa geografía y de la poética zelarayiana:
“Habría que reemplazar la palabra misterio
(al menos por hoy, al menos por este
‘poema’)
por lo que yo siento cuando pienso en los
trenes de carga
que pasan de noche por la Gran Salina.”
Hay un eco macedoniano en este señalamiento del carácter intransferible de la sensación de inexplicable misterio “que siembra el tren” al atravesar la salada inmensidad. Como Zelarayán mismo lo ha señalado, más que su estilo es la filosofía de Macedonio Fernández y en particular su concepción del Ser y de la identidad personal las que han tenido un impacto perdurable en él. Se sabe que según la sugestiva teoría macedoniana todo lo que existe es el Ser o alma ayoica que no es sino el sentir actual mío pero en tanto “místico sentir de nadie”. Y esa marejada de sensaciones, sentimientos e imágenes en continuo, pleno y único flujo no fue causada ni depende de algo exterior u objetivo. En sintonía con esto, Zelarayán propondrá en las reflexiones paralelas a la elaboración de Lata peinada: “Sueño, pensamiento y acción, siempre juntos”.
Para nuestro autor la identidad es algo perdido y que se busca aún sin abandonar la sospecha de que quizás nunca existió. Como ante otras concepciones rígidas y aminorantes, frente a la cuestión de la identidad personal y colectiva, Zelarayán adquiere una actitud lúdicamente crítica. En un inédito libro de fragmentos en el que trabajaba a principios de 2000 anotó: “El ser: ‘Lo saludé y no era. A mí también a veces me saludan y no soy’”.
Tomado de: Zelarayán, compilado por Jorge Quiroga, Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2015.