Bajo del 93 en Libertador y Esmeralda. Hace un calor
pronunciado. Voy demasiado cargada de peso (el arroz bomba que me pidió mi viejo y pasé riéndome por el control
del aeropuerto, pesa), los escalones del colectivo son muy altos, no tengo
fuerza suficiente en los brazos por lo que empujo con la rodilla la valija. Me
lastimo. Ya llevo la primera marca.
Voy rumbo Junín, mi pueblo natal. En el tramo que va
desde Av. Libertador a la estación de ómnibus, veo toda la oferta de puestos
ambulantes, siempre variada. Paso por la estación de trenes y recuerdo.
Arrastro la valija por las veredas rotas siempre rotas y
las rueditas van encallando en las profundidades de los agujeros. El sol pica.
Veo que las rampas mecánicas en las subidas están rotas,
no funcionan, así que cargo el peso hacia arriba como antes de que la estación
estuviera reformada. Noto cierto deterioro desde la última vez, una gran
cantidad de chicles pegados en el suelo.
Empiezo a escuchar nombres conocidos pero extraños:
Rápido Argentino, Plusmar, Chevallier, El Rosarino… Hay gente durmiendo en el
suelo sucio, un chino muy flaquito se come un pancho con devoción famélica. Una
madre le da gaseosa a su niño mientras le aclara: “A Tati no le gustan los
nenes con olor a culo”.
Espero. Salimos con cuarenta minutos de demora porque el
aire acondicionado no funciona. Habían anunciado mal la plataforma, así que
cuando estoy por subirme al micro el chofer me detiene: “Viajás en el de al
lado linda, con dos negros feos”. “Muy bien, les daré el saludo a los
compañeros”, respondo, y nos reímos.
Subo, busco el asiento diecinueve, abro las cortinitas
azul oscuro. Quiero que entre la luz.
Salimos. Pasamos los puestos frente a la villa, luego el
Sheraton. Nos detenemos justo frente a unos plátanos enormes atacados por
cochinilla algodonosa repugnante. Pobres árboles enfermos de ciudad. Pasamos el
Luna Park.
Recuerdo este trayecto perfectamente. Tantos años. Tantas
veces.
El sol me adormece, cabeceo y me despierto en Liniers: “Sánguches,
milanesas, agua, gaseosa”. Se me hace largo y pesado, como siempre, hasta
Carmen de Areco. Luego viene una sucesión de verdes, charquitos, nidos, vacas
pastando y algún que otro árbol con cintitas rojas dedicadas al Gauchito Gil.
Pienso en la pampa y en los arrieros de otras épocas.
Corto la nostalgia con un concierto de Charly: “esquivas
a tu corazón… y destrozas tu cabeza”.
Marcas comerciales de semillas presiden los alambrados de
los campos.
Cada tanto suena la alarma del micro porque ha excedido
los 90 km/h. Ya estamos en Chacabuco.
Cincuenta kilómetros más y estaré de nuevo en la ciudad
donde me nacieron.
Pasamos por una zona fabril, luego veo unos chanchos
alimentándose y un chico con el torso desnudo en una Harley que desentona un poco con el paisaje. Pasamos el Golf, el
reconocido cartel “Junín 3”, el río Salado, un anuncio venido a menos de
lácteos Argenlac y, por fin,
llegamos. Una hora después de lo previsto.
Siempre tuve la impresión de llegar tarde a las cosas,
como si ya debiera saberlas antes, de otro tiempo o de otra vida o de otra
experiencia. Siempre me avergonzó no saber. Mi curiosidad fue mi primera
vergüenza.
Vuelvo a los afectos de Junín, a sus lagunas tan reales
como los limoneros. Vuelvo a Junín que es un paisaje, un cuerpo, un recuerdo y
siempre una sorpresa repetida y sin adjetivos.
Vuelvo a la vida allí, con mi edad de aquí, con mis ojos
de ahora, mi olfato de siempre, mi tacto sin terminar de hacer, mi oído
trabajado y trabajador. Vuelvo con todo lo que ha cambiado y lo que no ha
cambiado en absoluto.
Vuelvo otra. Me voy otra al volver.