Bajé a ver al
transa todo vestido de Atlanta, buzo y pantalón negro con vivos azules y
amarillos, hasta las ojotas de Atlanta y las medias de Snake, de Los Simpson,
“inspector de billeteras”.
Está todo bien,
todos somos furbos, pero yo soy argento, no me sarpa nadie. Acá está lleno de
listillos. Es preciso hacerse su lugar, mi lugar. Si te descuidás, podés perder
tu posto en la fila.
M. había propuesto –como
remedo del famoso balde azul que tantas veces va y viene con cosas– usar una
bolsa de cartón con un hilo que, desde el tercer piso, yo debía hacer descender
con un billete celeste de veinte y luego hacerlo subir con la “roba” que venía
en ese intercambio con una especie de roldana. No era tan complejo, mejor tomar
el ascensor e ir personalmente.
Luego tendré que
apurarme para pitar uno en el balcón antes de medianoche. Todas las noches a
las doce tiran cohetes. Vaya uno a saber por qué. Cumpleaños, santo, bautismo,
llegó la droga, salió alguno que estaba en cana. A Chicha mucho no le gusta,
aunque creo que, desde la vez anterior, ya se ha habituado un poco. Así y todo,
por las dudas tengo unas gotitas homeopáticas de flores de Bach para
tranquilizarla que compré en una farmacia en Piazza Dante.
Una vez, caminando
por Via Foria, crucé a tres profesoras españolas (o una sería colombiana) que
trabajaban en la Universidad Oriental y que había conocido en una reunión. No
pudimos casi intercambiar diálogo debido a los fuegos de artificio y las
explosiones. Yo opiné que sería el día de la Madonna. A lo que una de ellas
respondió: Todos los días, acá, es el día de la Madonna.
No son los cohetes
pero algo inquieta a mi perra. Pasaba cuando vivíamos en San Carlo All´Arena,
en ese palazzo del siglo XVII. Con el segundo piso de la casa casi clausurado por
derrumbes, desde el ‘80, ruidos extraños, reflejos de penumbras. Su mirada
perdida hacia rincones vacíos en los que yo no percibía nada; gruñidos contras
la oscuridad; un llanto finito y su hocico húmedo metiéndose por entre mi
antebrazo y mi cintura, en busca de la caricia que la salvara del mundo.
No son sueños. No
son ratas. Algo se mueve.
Mejor dormir, así
mañana estoy con pila. Prometí asistir a la asamblea de Scugnizzo Liberato,
un espacio social, comunitario, que realiza muchas actividades territoriales. Fútbol,
skate, free style, murga, orquestas, circo, talleres de reparación de muebles,
de peluquería, el doposcuola. También hay cursos de idiomas.
Ahí daremos una mano.
“Lo Scugnizzo Liberato è un
laboratorio di mutuo soccorso e un bene comune della città di Napoli. Dal 2015, senza capo né coda.”
Convento
franciscano para muchachas, en el siglo XVII, luego
de ser parte de las posesiones de la corte del virrey Pedro de Toledo, el
edificio se convirtió en cárcel de menores, reformatorio o algo así con
intención de disciplinamiento, llamado también “la gabbia dei serpenti”, para
devenir un centro autogestivo que ayuda a jóvenes del barrio.
Algunas celdas aún
permanecen cerradas y, al parecer, un poco derruías, llenas de escombros. Las
mismas rejas, ya oxidadas, la penumbra y el silencio, humedad. Pasar cerca es
respirar un pasado frío que parece acongojarnos el pecho.
En sus Diarios,
Kafka, se autoanaliza constantemente. En cierto pasaje, habla de la velada
junto a la estufa: “El hombre es más puro entonces que por la mañana. El tiempo
que precede al dormirse de cansancio es el auténtico tiempo de estar limpio de
fantasmas, todos están expulsados, no volverán a acercarse hasta que vaya
avanzando la noche, pero por la mañana están ahí todos, aunque todavía
irreconocibles, y entonces vuelve a comenzar en el hombre sano la diaria tarea
de expulsarlos.”
¿Soy un hombre
sano? Me tomo un Jack Daniels y apagó la luz.
Y si al despertar,
luego que uno se lave la cara y extirpe las lagañas que pegan los ojos hacia
adentro, hacia el mundo onírico y, poco a poco, en el pestañeo, se pulvericen
los sueños, y entonces entre el reflejo de luz de la realidad que nos
interpela, nos recuerda, angustiosa, la finitud de la vida, en ese momento,
uno, que busca lleno de esperanzas, puede salir con su perra, tomar la senda peatonal
y dirigirse a Villa Floridiana, un rescoldo de naturaleza, paisaje
agreste, escalinatas de mármol, mucho cielo recortado en un mar con barquitos y
veleros que navegan cerca de Mappatella, última, única, playa pública en
el AMN (Área Metropolitana de Napoli), similar en siglas al AMBA de
Buenos Aires.
Hay que aprovechar
los días bellos, no siempre sucede, sobre todo, en las estaciones intermedias,
con un clima bastante subtropical, con lluvias y granizos frecuentes, con
alteraciones repentinas de la temperatura, la oscilación que conduce a la duda,
el viento que viene del lungomare, que sopla y levanta hojas, que porta
gaviotas.
Aprovechar la vida.
Tan solo a
dieciocho kilómetros sufren pequeños movimientos sísmicos en Pozzuoli. Toda la
zona de Campi Flegrei se mueve una o dos veces o tres. Esquejes de terremoto.
Tiemblan las casas igual. Para algunos no es fácil relajarse con esa amenaza de
catástrofe permanente. Así y todo, hace más de cuarenta años que no hay un
verdadero terremoto.
Levanto la vista al
sol que me enceguece y, aunque no lo vea, su majestad el Vesuvio está ahí. No
hay excusa para arrancar. Lavami col fuoco.
Mensaje de audio de
WhatsApp de M: “Ue Gustavo, tutto ok? Perché hanno detto che si
ha sentito il terremoto anche in zone nostre. Io stavo per strada quindi non lo
so. Tu stai a casa? Tutto bene?”
Villa Floridiana es
un parque que perteneció al rey Ferdinando I, de las Dos Sicilias que, entre el
bardo de la República Francesa y el ascenso de Napoleón, por las dudas, se
refugió, con toda la corte, bien al sur, en la isla, abandonando Napoli que,
por un breve lapso, será gobernada por el hermano de Napoleón, José.
El uso de lugares
que pertenecieron a la corte, transformados para el desarrollo cultural,
deportivo, social, es una cuestión importante y que interpela a quién quiera
modificar la realidad a fin de que sea más justa. Tómalo o déjalo. Y siempre es
mejor tomarlo. Como el café. Es corto, medio pocillo, a veces ni siquiera muy
caliente, pero sabemos que es rico y vale la pena, y lo volveremos a buscar.
–Un caffé, per
cortesía.
Una noche intentaré
ingresar a un sector descubierto del Palazzo Reale donde se realizaría
una fiesta musical que, luego, descubriré, era sobre todo electrónica, hecho
que me desanima un poco.
También nos
mandamos a Reggio Caserta, una horita de tren mientras digería los conchiglioni
con salchicha parrillera de conejo y vino rosso della Puglia, dopopranzo, hacia
otra residencia borbónica, administrativa, ostentosa, con apartamentos reales
que no conocí y un parque de tres kilómetros lleno de estatuas, estanques y un
jardín inglés. Tampoco ahí querían dejarnos entrar pero chapeamos con las
credenciales de Chicha y se nos franqueó el ingreso. Adentro me pedirían tres
veces más su documentación. Parecían bastante recelosos de la situación. Era il
giorno della mamma. Primavera full.
El último ortiba de
seguridad que quiso ver el carné, escrito en español, lo hizo, en realidad,
porque nos venía fichando desde hacía rato y yo me acerqué a preguntarle si
esas minicombis que regresaban de las cataratas donde finalizaba el jardín
hasta la puerta real de entrada, eran gratis y, obviamente, podía viajar con mi
perra. Luego de fingir inspección, respondió:
–Es la primera vez
en mi vida, desde que trabajo acá, que veo un perro adentro del parque real.
Nos volvimos en
camionetita con una familia llena de niños que reían.
Que la pata de la
mesa no baile
Cuando comenzaba a
escribir esta crónica, continuación de las anteriores, mientras desayunaba un
jugo de naranja, te de manzanilla, tostaditas integrales con mermelada light de
cereza y unos copos de maíz, tratando de reducir daños de sfogliatellas,
cornettos, dulce de pistacho, zeppoles de San Giuseppe etc, viví un momento de
zozobra: parecía que todo se sacudía, el jugo estuvo a punto de derramarse y
Chicha ladró hacia los misterios de la mañana.
Leo en mi celular
una noticia de Página 12: “Napoli tiembla por debajo de la tierra. El
terremoto más potente fue de 4,4 grados, el mayor en 40 años.
El fantasma de Pompeya recorre la región y hay planes de evacuación, si siguen
los movimientos.” (22 de mayo de 2024)
Primero pensé que
el periodista quiso demostrar que había leído El Capital de Marx y por
eso lo de un fantasma que recorre la ciudad. Luego tomé un sorbo de té
hirviendo y vi que había un charquito bajo la taza. Pompei está al sur y esto
sucede en la zona de Campi Flegrei, al norte, donde tienen sus propios volcanes
y cráteres. (De hecho, se dice que hay una entradita al Infierno por ahí.)
Puede haber
réplicas, puede sentirse. El temblor del plato, un tintinear de cuchara en el
frasco parecían corroborarlo. Pero entonces me di cuenta de que se había salido
el pedazo de cartón doblado que M. pone abajo para que la pata de la mesa no
baile.
Sigo escribiendo.
En realidad, antes de partir a Sicilia, con escala de tres días en Reggio
Calabria, quería hacer un poco de justicia por esos guachines que recorren la
ciudad de noche y hacen temblar a cierta gente. Tal vez, ni entenderlos ni
justificarlos. Tal vez no sean tan malos.
Apago el teléfono
para no distraerme. Afuera los pibitos entraban alborotados a la escuela. Uno
llevaba la 10 de Argentina MARADONA en la espalda. Históricos scunizzos. Los pibes que
crecen en los vicoli del barrio. Frecuentemente sin una presencia familiar
fuerte, eluden escuela y orfanato. Forman grupos con códigos propios. Sin
romantizar a las pandillas, allí se encuentra la carne viva de la ciudad. Allí
se forma el callo con piel de tufo. Ahí
entre ellos, está el fantasma de Gennarino Capuozzo, que, con 11 años, se le
plantó a los nazis y cayó en combate. Medalla de oro. Uno de los 1500
scugnizzos asesinados en la guerra. Tienen un monumento que los recuerda en piazza
della Repubblica. Esos que ante el panzer no disparaban, le mandaban granada de
mano. La explosión de la revancha.
Así de estrepitosa será nuestra salida de la
ciudad partenopea, en auto, M. al volante, y como todo napolitano y napolitana,
manejó, hasta Napoli Centrale, como el mismísimo orto, a los gritos y
bocinazos, frenadas casi mortales, charlando conmigo, recomendando lugares,
fumando, mandando mensajitos y más bocina, esquivando a una vieja que cruzaba
por las rayitas blancas, compitiendo con el enjambre de vespas que gambetean a
la gente durante el semáforo rojo y ci siamo. Fammi sapere quando sei arrivato.
Ciao.
Reggio Calabria es una ciudad que ya me
pareció extraña en el 2011 y que parece no haber cambiado mucho trece años
después. Ancora viven en los ‘50 me había comentado S., pucho en mano, voz ronca.
Como todo lugar fronterizo, tiene cierto halo que
inquieta. De frente, puede verse una Messina medio difusa, separada por el
estrecho que lleva su nombre. Allí comienza Sicilia. Ni ésta, ni la vez
anterior, recuerdo haber visto una imagen nítida. El viajero distraído podría
creer que, de fondo, hay un decorado. Creo que, a lo lejos, todavía más
borroneado, está el Etna, el volcán donde, a veces, en el sótano Hefesto forja
las armas de los dioses del Olimpo. Pero no lo sé. Tampoco me animo a
preguntar, por no parecer medio shome.
Menos aún
interrogar a esos pescadores que descansan, a la sombra, la poca sombra, en la
playa, seguramente, luego de su laburo diario en los barquitos de madera. Hombres
rudos, piel curtida. Casi los únicos pobladores de las playas mezquinas de
piedritas.
Luego me cuenta un
señor, en el castillo aragonés, que sí es el Etna pero que, por culpa del
Siroco, un viento pesado, no se ve un cazzo, porque cuando sopla desde el África,
a su paso por el Mediterráneo, levanta y trae esa humedad que vuelve el fondo
borroso, como casi de ensueño.
También me entero que cuando fue el terremoto
del 40, la gente quería escapar por vía marina, con sus barquitos y canoas y
fueron devorados por una especie de tsunami.
Obligado el paseo
por el Lungomare Italo Falcomatá.
Va a ser difícil
soltar a Chicha, así, porque cuando está libre corre, ladra, quiere jugar,
busca palos para que le arroje lejos y luego traerlos y no querer dármelos sino
tironear y chumbar aún más fuerte.
Y, entonces, un
muchacho que, ya a la distancia, lo veía retozando, en una extraña postura, en
uno de los muelles de madera medio podrida, se me acercará a decirme que está
prohibido que los perros ladren.
¿Pueden hablar?, le
pregunto en tono de descanso, hasta que me doy cuenta que es medio opa y que
está con una señora que lo cuida, que podría ser su mamá. Él ríe, inocente, me
muestra un autito de colección naranja, quélindolofelicito, un Mazda dice la
caja (aún no lo saca de su envoltorio original) y me propone viajar en él. Ti
serve? Me viene a la mente el señor Burns, cuando enloquece con su casino,
abandonado y barbudo, obligando a Smithers a viajar en la cumbancha. Me alejo
sintiendo a la espalda una carcajada rota.
Nos vamos con
Chicha a reparo de un sol que pincha.
(Vale aclarar que
ella sí pudo al menos refrescarse un poco en la orilla, ya que no necesita
malla ni ojotas.)
Tenemos que reposar
un poco más, reponernos de las cinco horas de tren.
El viaje fue ameno.
Conocí a F. que se sentó frente a mí. Ya nos habíamos topado cuando subíamos,
él detrás, con su maleta, casi tocándome, y yo girando de pulenta, hasta que vi
los antebrazos inflados y tatuados, el Rolex y el anillo con una piedra turquesa
en el meñique. Prego señor, pase.
Siempre llevo los
billetes del tren en la segunda hoja del pasaporto. Así, por si el chancho
tiene ganas de joder, al menos, se rescata que soy conciudadano.
En la primera
página, donde está mi foto 4x4 con fondo blanco, tengo una estampita de Diego
que me regaló mi amigo Edu. Gracias a eso, entableremos una conversación donde
me enteraré que es el primo del mayor coleccionista de camisetas de Napoli, que
tiene hasta la que usó Diego cuando era parte de los “cebollitas”, la pelota
Tango del Mundial ´86, el molde de la zurda del Pibe de oro hecho escultura,
fotos autografiadas. Un millonario que viaja por el mundo, que juegue donde
juegue el club de sus amores, ahí lo encontrarán tifando “sono qui per te”.
Antes de continuar
y tomar el traghetto desde San Giovani a la isla, vamos a dar una vuelta por
Scilla, un pueblito calabrés. Me clavo un panino de pez espada a la parrilla y
un chapuzón. Teneme a Chicha, por favor, me seco un poco al sol y regresamos.
Por suerte no se
nos apareció ese monstruo comegente que se cruza Ulises en La Odisea.
Al otro día debemos
estar en casa de Francesco, a quien sólo conocí por chat y que ofrece trabajo y
hospedaje para quienes queremos quedarnos todo el verano en Palermo, vivir su
movida, curtir sus playas.
La idea es solo
quedarnos un mes, un poco más. Me gustaría pasar por Catania. No sé si antes o
después del 26 de julio.
¿La meta final del
viaje es la Fiesta de San Giacomo en Capizzi? Prometí hace años hacer un registro
de esa celebración popular. ¿El fin de
un tramo de la aventura? Registrar el folklore, asimilar la cultura, traerme el
callo. ¿Se viene el docu?
¿Tendré que poner
el hombro? ¿El hombre? ¿El hambre?
¿Portar al santo y
llevarme la marca como contaba el nono Santiago?
Sí o sí volveremos
a Napoli. De hecho, mi ropa de invierno quedó en la casa de unos amigos, en La
Sanitá.
Eso hubiera
aligerado el peso de la valija si no fuese porque calculé mal con la cantidad
de alimento para perro y aproveché la oferta y me quedan como cinco kilos de
crocantino de atún y salmón.
El barquito arranca.
Desde adentro no se ve nada. Ya cruzamos el Estrecho de Messina. Las ventanas
son opacas. En el sosiego del mediodía
entramos a Sicilia con el tambaleo de las olas.