18.6.24

Todas las noches a las doce tiran cohetes, por Gustavo Calandra

 

 

Bajé a ver al transa todo vestido de Atlanta, buzo y pantalón negro con vivos azules y amarillos, hasta las ojotas de Atlanta y las medias de Snake, de Los Simpson, “inspector de billeteras”.

Está todo bien, todos somos furbos, pero yo soy argento, no me sarpa nadie. Acá está lleno de listillos. Es preciso hacerse su lugar, mi lugar. Si te descuidás, podés perder tu posto en la fila.

M. había propuesto –como remedo del famoso balde azul que tantas veces va y viene con cosas– usar una bolsa de cartón con un hilo que, desde el tercer piso, yo debía hacer descender con un billete celeste de veinte y luego hacerlo subir con la “roba” que venía en ese intercambio con una especie de roldana. No era tan complejo, mejor tomar el ascensor e ir personalmente.

Luego tendré que apurarme para pitar uno en el balcón antes de medianoche. Todas las noches a las doce tiran cohetes. Vaya uno a saber por qué. Cumpleaños, santo, bautismo, llegó la droga, salió alguno que estaba en cana. A Chicha mucho no le gusta, aunque creo que, desde la vez anterior, ya se ha habituado un poco. Así y todo, por las dudas tengo unas gotitas homeopáticas de flores de Bach para tranquilizarla que compré en una farmacia en Piazza Dante.

Una vez, caminando por Via Foria, crucé a tres profesoras españolas (o una sería colombiana) que trabajaban en la Universidad Oriental y que había conocido en una reunión. No pudimos casi intercambiar diálogo debido a los fuegos de artificio y las explosiones. Yo opiné que sería el día de la Madonna. A lo que una de ellas respondió: Todos los días, acá, es el día de la Madonna.

No son los cohetes pero algo inquieta a mi perra. Pasaba cuando vivíamos en San Carlo All´Arena, en ese palazzo del siglo XVII. Con el segundo piso de la casa casi clausurado por derrumbes, desde el ‘80, ruidos extraños, reflejos de penumbras. Su mirada perdida hacia rincones vacíos en los que yo no percibía nada; gruñidos contras la oscuridad; un llanto finito y su hocico húmedo metiéndose por entre mi antebrazo y mi cintura, en busca de la caricia que la salvara del mundo.

No son sueños. No son ratas. Algo se mueve.

Mejor dormir, así mañana estoy con pila. Prometí asistir a la asamblea de Scugnizzo Liberato, un espacio social, comunitario, que realiza muchas actividades territoriales. Fútbol, skate, free style, murga, orquestas, circo, talleres de reparación de muebles, de peluquería, el doposcuola. También hay cursos de idiomas. Ahí daremos una mano.

“Lo Scugnizzo Liberato è un laboratorio di mutuo soccorso e un bene comune della città di Napoli. Dal 2015, senza capo né coda.”

Convento franciscano para muchachas, en el siglo XVII, luego de ser parte de las posesiones de la corte del virrey Pedro de Toledo, el edificio se convirtió en cárcel de menores, reformatorio o algo así con intención de disciplinamiento, llamado también “la gabbia dei serpenti”, para devenir un centro autogestivo que ayuda a jóvenes del barrio.

Algunas celdas aún permanecen cerradas y, al parecer, un poco derruías, llenas de escombros. Las mismas rejas, ya oxidadas, la penumbra y el silencio, humedad. Pasar cerca es respirar un pasado frío que parece acongojarnos el pecho.

En sus Diarios, Kafka, se autoanaliza constantemente. En cierto pasaje, habla de la velada junto a la estufa: “El hombre es más puro entonces que por la mañana. El tiempo que precede al dormirse de cansancio es el auténtico tiempo de estar limpio de fantasmas, todos están expulsados, no volverán a acercarse hasta que vaya avanzando la noche, pero por la mañana están ahí todos, aunque todavía irreconocibles, y entonces vuelve a comenzar en el hombre sano la diaria tarea de expulsarlos.”

¿Soy un hombre sano? Me tomo un Jack Daniels y apagó la luz.

Y si al despertar, luego que uno se lave la cara y extirpe las lagañas que pegan los ojos hacia adentro, hacia el mundo onírico y, poco a poco, en el pestañeo, se pulvericen los sueños, y entonces entre el reflejo de luz de la realidad que nos interpela, nos recuerda, angustiosa, la finitud de la vida, en ese momento, uno, que busca lleno de esperanzas, puede salir con su perra, tomar la senda peatonal y dirigirse a Villa Floridiana, un rescoldo de naturaleza, paisaje agreste, escalinatas de mármol, mucho cielo recortado en un mar con barquitos y veleros que navegan cerca de Mappatella, última, única, playa pública en el AMN (Área Metropolitana de Napoli), similar en siglas al AMBA de Buenos Aires.

Hay que aprovechar los días bellos, no siempre sucede, sobre todo, en las estaciones intermedias, con un clima bastante subtropical, con lluvias y granizos frecuentes, con alteraciones repentinas de la temperatura, la oscilación que conduce a la duda, el viento que viene del lungomare, que sopla y levanta hojas, que porta gaviotas.

Aprovechar la vida.

Tan solo a dieciocho kilómetros sufren pequeños movimientos sísmicos en Pozzuoli. Toda la zona de Campi Flegrei se mueve una o dos veces o tres. Esquejes de terremoto. Tiemblan las casas igual. Para algunos no es fácil relajarse con esa amenaza de catástrofe permanente. Así y todo, hace más de cuarenta años que no hay un verdadero terremoto.

Levanto la vista al sol que me enceguece y, aunque no lo vea, su majestad el Vesuvio está ahí. No hay excusa para arrancar. Lavami col fuoco.

Mensaje de audio de WhatsApp de M: “Ue Gustavo, tutto ok? Perché hanno detto che si ha sentito il terremoto anche in zone nostre. Io stavo per strada quindi non lo so. Tu stai a casa? Tutto bene?”

Villa Floridiana es un parque que perteneció al rey Ferdinando I, de las Dos Sicilias que, entre el bardo de la República Francesa y el ascenso de Napoleón, por las dudas, se refugió, con toda la corte, bien al sur, en la isla, abandonando Napoli que, por un breve lapso, será gobernada por el hermano de Napoleón, José.

El uso de lugares que pertenecieron a la corte, transformados para el desarrollo cultural, deportivo, social, es una cuestión importante y que interpela a quién quiera modificar la realidad a fin de que sea más justa. Tómalo o déjalo. Y siempre es mejor tomarlo. Como el café. Es corto, medio pocillo, a veces ni siquiera muy caliente, pero sabemos que es rico y vale la pena, y lo volveremos a buscar.

–Un caffé, per cortesía.

Una noche intentaré ingresar a un sector descubierto del Palazzo Reale donde se realizaría una fiesta musical que, luego, descubriré, era sobre todo electrónica, hecho que me desanima un poco.

También nos mandamos a Reggio Caserta, una horita de tren mientras digería los conchiglioni con salchicha parrillera de conejo y vino rosso della Puglia, dopopranzo, hacia otra residencia borbónica, administrativa, ostentosa, con apartamentos reales que no conocí y un parque de tres kilómetros lleno de estatuas, estanques y un jardín inglés. Tampoco ahí querían dejarnos entrar pero chapeamos con las credenciales de Chicha y se nos franqueó el ingreso. Adentro me pedirían tres veces más su documentación. Parecían bastante recelosos de la situación. Era il giorno della mamma. Primavera full.

El último ortiba de seguridad que quiso ver el carné, escrito en español, lo hizo, en realidad, porque nos venía fichando desde hacía rato y yo me acerqué a preguntarle si esas minicombis que regresaban de las cataratas donde finalizaba el jardín hasta la puerta real de entrada, eran gratis y, obviamente, podía viajar con mi perra. Luego de fingir inspección, respondió:

–Es la primera vez en mi vida, desde que trabajo acá, que veo un perro adentro del parque real.

Nos volvimos en camionetita con una familia llena de niños que reían.

 

 

Que la pata de la mesa no baile

 

Cuando comenzaba a escribir esta crónica, continuación de las anteriores, mientras desayunaba un jugo de naranja, te de manzanilla, tostaditas integrales con mermelada light de cereza y unos copos de maíz, tratando de reducir daños de sfogliatellas, cornettos, dulce de pistacho, zeppoles de San Giuseppe etc, viví un momento de zozobra: parecía que todo se sacudía, el jugo estuvo a punto de derramarse y Chicha ladró hacia los misterios de la mañana.    

Leo en mi celular una noticia de Página 12: “Napoli tiembla por debajo de la tierra. El terremoto más potente fue de 4,4 grados, el mayor en 40 años. El fantasma de Pompeya recorre la región y hay planes de evacuación, si siguen los movimientos.” (22 de mayo de 2024)

Primero pensé que el periodista quiso demostrar que había leído El Capital de Marx y por eso lo de un fantasma que recorre la ciudad. Luego tomé un sorbo de té hirviendo y vi que había un charquito bajo la taza. Pompei está al sur y esto sucede en la zona de Campi Flegrei, al norte, donde tienen sus propios volcanes y cráteres. (De hecho, se dice que hay una entradita al Infierno por ahí.)

Puede haber réplicas, puede sentirse. El temblor del plato, un tintinear de cuchara en el frasco parecían corroborarlo. Pero entonces me di cuenta de que se había salido el pedazo de cartón doblado que M. pone abajo para que la pata de la mesa no baile.

Sigo escribiendo. En realidad, antes de partir a Sicilia, con escala de tres días en Reggio Calabria, quería hacer un poco de justicia por esos guachines que recorren la ciudad de noche y hacen temblar a cierta gente. Tal vez, ni entenderlos ni justificarlos. Tal vez no sean tan malos.

Apago el teléfono para no distraerme. Afuera los pibitos entraban alborotados a la escuela. Uno llevaba la 10 de Argentina MARADONA en la espalda. Históricos scunizzos. Los pibes que crecen en los vicoli del barrio. Frecuentemente sin una presencia familiar fuerte, eluden escuela y orfanato. Forman grupos con códigos propios. Sin romantizar a las pandillas, allí se encuentra la carne viva de la ciudad. Allí se forma el callo con piel de tufo.  Ahí entre ellos, está el fantasma de Gennarino Capuozzo, que, con 11 años, se le plantó a los nazis y cayó en combate. Medalla de oro. Uno de los 1500 scugnizzos asesinados en la guerra.  Tienen un monumento que los recuerda en piazza della Repubblica. Esos que ante el panzer no disparaban, le mandaban granada de mano. La explosión de la revancha.

 Así de estrepitosa será nuestra salida de la ciudad partenopea, en auto, M. al volante, y como todo napolitano y napolitana, manejó, hasta Napoli Centrale, como el mismísimo orto, a los gritos y bocinazos, frenadas casi mortales, charlando conmigo, recomendando lugares, fumando, mandando mensajitos y más bocina, esquivando a una vieja que cruzaba por las rayitas blancas, compitiendo con el enjambre de vespas que gambetean a la gente durante el semáforo rojo y ci siamo. Fammi sapere quando sei arrivato. Ciao.

 Reggio Calabria es una ciudad que ya me pareció extraña en el 2011 y que parece no haber cambiado mucho trece años después. Ancora viven en los ‘50 me había comentado S., pucho en mano, voz ronca.

 Como todo lugar fronterizo, tiene cierto halo que inquieta. De frente, puede verse una Messina medio difusa, separada por el estrecho que lleva su nombre. Allí comienza Sicilia. Ni ésta, ni la vez anterior, recuerdo haber visto una imagen nítida. El viajero distraído podría creer que, de fondo, hay un decorado. Creo que, a lo lejos, todavía más borroneado, está el Etna, el volcán donde, a veces, en el sótano Hefesto forja las armas de los dioses del Olimpo. Pero no lo sé. Tampoco me animo a preguntar, por no parecer medio shome.

Menos aún interrogar a esos pescadores que descansan, a la sombra, la poca sombra, en la playa, seguramente, luego de su laburo diario en los barquitos de madera. Hombres rudos, piel curtida. Casi los únicos pobladores de las playas mezquinas de piedritas.

Luego me cuenta un señor, en el castillo aragonés, que sí es el Etna pero que, por culpa del Siroco, un viento pesado, no se ve un cazzo, porque cuando sopla desde el África, a su paso por el Mediterráneo, levanta y trae esa humedad que vuelve el fondo borroso, como casi de ensueño.

 También me entero que cuando fue el terremoto del 40, la gente quería escapar por vía marina, con sus barquitos y canoas y fueron devorados por una especie de tsunami.

Obligado el paseo por el Lungomare Italo Falcomatá.

Va a ser difícil soltar a Chicha, así, porque cuando está libre corre, ladra, quiere jugar, busca palos para que le arroje lejos y luego traerlos y no querer dármelos sino tironear y chumbar aún más fuerte.

Y, entonces, un muchacho que, ya a la distancia, lo veía retozando, en una extraña postura, en uno de los muelles de madera medio podrida, se me acercará a decirme que está prohibido que los perros ladren.

¿Pueden hablar?, le pregunto en tono de descanso, hasta que me doy cuenta que es medio opa y que está con una señora que lo cuida, que podría ser su mamá. Él ríe, inocente, me muestra un autito de colección naranja, quélindolofelicito, un Mazda dice la caja (aún no lo saca de su envoltorio original) y me propone viajar en él. Ti serve? Me viene a la mente el señor Burns, cuando enloquece con su casino, abandonado y barbudo, obligando a Smithers a viajar en la cumbancha. Me alejo sintiendo a la espalda una carcajada rota.

Nos vamos con Chicha a reparo de un sol que pincha.

(Vale aclarar que ella sí pudo al menos refrescarse un poco en la orilla, ya que no necesita malla ni ojotas.)

Tenemos que reposar un poco más, reponernos de las cinco horas de tren.

El viaje fue ameno. Conocí a F. que se sentó frente a mí. Ya nos habíamos topado cuando subíamos, él detrás, con su maleta, casi tocándome, y yo girando de pulenta, hasta que vi los antebrazos inflados y tatuados, el Rolex y el anillo con una piedra turquesa en el meñique. Prego señor, pase.

Siempre llevo los billetes del tren en la segunda hoja del pasaporto. Así, por si el chancho tiene ganas de joder, al menos, se rescata que soy conciudadano.

En la primera página, donde está mi foto 4x4 con fondo blanco, tengo una estampita de Diego que me regaló mi amigo Edu. Gracias a eso, entableremos una conversación donde me enteraré que es el primo del mayor coleccionista de camisetas de Napoli, que tiene hasta la que usó Diego cuando era parte de los “cebollitas”, la pelota Tango del Mundial ´86, el molde de la zurda del Pibe de oro hecho escultura, fotos autografiadas. Un millonario que viaja por el mundo, que juegue donde juegue el club de sus amores, ahí lo encontrarán tifando “sono qui per te”.

Antes de continuar y tomar el traghetto desde San Giovani a la isla, vamos a dar una vuelta por Scilla, un pueblito calabrés. Me clavo un panino de pez espada a la parrilla y un chapuzón. Teneme a Chicha, por favor, me seco un poco al sol y regresamos.

Por suerte no se nos apareció ese monstruo comegente que se cruza Ulises en La Odisea.

Al otro día debemos estar en casa de Francesco, a quien sólo conocí por chat y que ofrece trabajo y hospedaje para quienes queremos quedarnos todo el verano en Palermo, vivir su movida, curtir sus playas.

La idea es solo quedarnos un mes, un poco más. Me gustaría pasar por Catania. No sé si antes o después del 26 de julio.

¿La meta final del viaje es la Fiesta de San Giacomo en Capizzi? Prometí hace años hacer un registro de esa celebración popular.  ¿El fin de un tramo de la aventura? Registrar el folklore, asimilar la cultura, traerme el callo. ¿Se viene el docu?

¿Tendré que poner el hombro? ¿El hombre? ¿El hambre?

¿Portar al santo y llevarme la marca como contaba el nono Santiago?

Sí o sí volveremos a Napoli. De hecho, mi ropa de invierno quedó en la casa de unos amigos, en La Sanitá.

Eso hubiera aligerado el peso de la valija si no fuese porque calculé mal con la cantidad de alimento para perro y aproveché la oferta y me quedan como cinco kilos de crocantino de atún y salmón.

El barquito arranca. Desde adentro no se ve nada. Ya cruzamos el Estrecho de Messina. Las ventanas son opacas.  En el sosiego del mediodía entramos a Sicilia con el tambaleo de las olas.