2.6.24

El recuerdo oro, por Juan Cruz Carrique

 

Alejandro Valentín Rubió nació el 11 de febrero de 1967 y murió el 14 de febrero de este año en el Hospital Vélez Sarsfield, después de casi dos semanas de internación, a causa de una enfermedad pulmonar muy avanzada. Pasó apenas un mes y medio de su muerte. Seguimos de duelo.

 

Alejandro fue el poeta que dividió las aguas en mi vida. (Sé que lo fue también para muchas personas que están hoy acá). El tipo que me enseñó a leer y, en gran medida, a pensar, cuando creía contar con esas habilidades después de 25 años de educación formal. Para quienes apostamos por el lenguaje, para quienes creemos que las palabras tienen un valor -que por supuesto, no es el valor del mercado-, acá se pone en juego lo más querido.

 

Nos conocimos en el invierno de 2017, hace siete años. Un amigo me avisó que el tal Alejandro Rubio -el mejor poeta argentino vivo, dijo mi amigo- iba a dar un taller en La Sede, un centro cultural multidisciplinar de Villa Crespo. Por ese entonces había leído La garchofa esmeralda, pero ni un poema de Rubio. Aquella primera reunión fue para hablar sobre el poeta mexicano Gerardo Deniz. Era un único encuentro, abierto y gratuito, que servía como antesala de lo que sería un taller de tres meses sobre poesía de los 90. Éramos sólo tres participantes, además de Alejandro. Quedé impresionado por su inteligencia, por la precisión en cada comentario, por su voz, por la cantidad de cigarrillos que fumaba. En mi recuerdo, ese mismo día nos hicimos amigos.

 

A partir de ese momento, comenzó una saga de talleres que organizó Alejandro y que se extendió por dos años. El primero sobre la tendencia materialista en la poesía de los 90 -leíamos a Casas, Helder, Prieto, Gambarotta-; el segundo sobre el lado oscuro de los 90 -leíamos, por ejemplo, Camaleón de Selva Di Pasquale y Oreja tomada de Manuel Alemian-; el tercero, y el que tuvo mayor repercusión, sobre los hermanos Lamborghini (recuerdo que los jueves la terraza de La Sede se llenaba de gente y de olor a tabaco); el cuarto sobre la prosa de Levrero y Gandolfo; el quinto, trunco desde el inicio, sobre poesía chilena. 

 

Durante esos dos años, Alejandro preparó cada clase con extrema minuciosidad. Llegaba desde Caseros cargado de libros y se volvía, siempre, con alguno más que compraba ahí mismo. Nos hablaba de Pound, de Eliot, de William Carlos Williams; de la relación entre inspiración y método; del lirismo y el patetismo; de la prosodia, la eufonía y la cacofonía; del primer y el último verso; de las imágenes, los sonidos y los silencios; de las historias y de la Historia; de la métrica y el corte. Todo mientras fumaba un cigarrillo tras otro. Nosotros le hacíamos preguntas y él respondía, casi nunca dudaba. Por ejemplo, cuando Lucía, compañera desde la primera hora, le preguntó cuál era para él la mejor poesía: “la mejor poesía es aquella cuyas imágenes son insólitas pero a la vez necesarias.”  

 

Esa amistad, que para mí comenzó aquella noche de julio de 2017 en La Sede, duró hasta el último aliento, y desde ahí es desde dónde quiero hablar. Quiero dejar dicha una amistad. Quiero recordar a un amigo muy querido, y no exaltar o canonizar al gran poeta.

 

En fin, quiero tomarme en serio la palabra “evocación”: no hablar sobre él, o no hablar sólo sobre él, sino que él hable a través nuestro. Quiero volver sobre su potencia verbal, sobre el implacable uso que hacía de las palabras y los silencios, sobre su sensibilidad y su ternura. Dicen de Rubio que ejerció el malditismo, en vida y obra. Dicen de Rubio que era un jodido, que le gustaba pelear con el que se le pusiera enfrente. Dicen de Rubio que era un lobo solitario, un antisocial. Vislumbré alguno de esos rasgos, pero el Alejandro Rubio que yo conocí fue, ante todo, un tipo concernido por sus amigos, afectuoso y de una generosidad inmensa. Uno de esos tipos que dan todo, que se guardan nada, porque no esperan nada. Uno de esos tipos que viven en la pura inmanencia de la vida. Cuando uno se encuentra con alguien así más vale cuidarlo, estar cerca, quererlo.

 

Por eso, ahora quiero dejar resonando en esta sala algunas palabras que le escuché decir a Alejandro. Las tomé de una entrevista que le hice, de entrevistas que le hicieron otros, de comentarios que hizo en sus clases, de audios de whatsapp. Su voz en mi voz. Su castellano perfecto:

 

Soy un poeta peronista porque soy un poeta faccioso. El poeta faccioso es un mafioso, es un sectario, es un fanático. No quiere conciliar, no quiere sumar poder, quiere simplemente sentar un punto. Una vez sentado el punto puede ser destruido sin ninguna pérdida para la cultura o para la sociedad.

A los doce años decidí ser escritor. Cuando mi viejo me hizo la pregunta seria: “¿qué vas a ser cuando seas grande?”. Le dije: “quiero ser escritor”, “Te vas a morir de hambre”. No se equivocó.

 

No tengo una posición. No tengo una carrera literaria. Nunca me interesó demasiado tenerla, y como no me interesó no la busqué. No hice la rosca necesaria, no hablé con los que tenía que hablar, no escribí lo que tenía que escribir. Por lo tanto, no la tengo.

 

Yo había leído algo de poesía entre los 13 y los 19. Había leído a Baudelaire, a Rimbaud, algo de Lautréamont, algo de Artaud, algo de Ginsberg, algo de Leroy Jones, y más adelante leí a Eliot, a Leónidas Lamborghini. Y cuando leí a Cesar Fernández Moreno, Argentino hasta la muerte, encontré una especie de tono que a mí me calzaba, y ahí empecé a escribir poemas en esa vena, que después cuando leí a Georg Trakl, el poeta alemán muerto tan joven en la primera guerra mundial, se volvió más oscura y hermética.

 

A Leónidas Lamborghini le debo mi vida de poeta. Fue el tipo que me convenció que para ser un poeta argentino no hacía falta ser un boludo total.

 

Lo que siempre quiso Lamborghini fue que el verso diera la vida, no su comentario.

 

Se puede decir que con respecto a los otros escritores de poemas, Lamborghini nunca escribió. Siempre robó, siempre copió, siembre borró, siempre cortó.

 

Me he quemado los ojos leyendo.

 

Yo tomé toneladas de haloperidol.

 

Voy a salir de ésta como salí de tantas.

 

Yo vivo en perfecta paz conmigo mismo. La que no vive en perfecta paz consigo misma es la sociedad argentina.

 

Argentina es un país de corderos.

 

La mayoría de los tipos que hoy son comentados como grandes poetas ni siquiera serán reeditados, se perderán, quedarán en algún índice. Ni siquiera van a ser estudiados por los académicos. La cultura moderna es demasiado rápida, y el lugar del poeta no está determinado,  porque como hay que salir a buscar ese lugar, son muy pocos los que lo consiguen, estadísticamente, por más inteligencia y voluntad que tengan. Por lo tanto, siempre hay una herida.

 

El rol social del poeta es decir lo que no dicen todos los demás. Desde Canal 13 hasta 678; desde Página 12 hasta La Nación; desde tu profesor en la facultad hasta el último rockero que sale en la Rolling Stone. Decir lo que no dicen todos los demás.

 

A veces releo mis libros. Me siento recordado en esas páginas.

 

No es en la escritura donde se me va la vida. Se me va la vida en vivir.

 

Mi segundo tomo de obras completas se va a llamar Lírica esencial.

 

Puedo hablar hasta con un cigarrillo en la boca, ¿querés que te muestre?

 

El punto es el poema.

 

 


 

N.B.: El recuerdo oro fue leído el 27 de marzo de 2024 en la evocación a Alejandro Rubio que organizó “Coliseo de poesía. Aventuras del verso argentino”, ciclo coordinado por Guillermo Saavedra y Roxana Artal en la Biblioteca Nacional Mariano Moreno. Ese mismo día, el Ministerio de Capital Humano despidió a 120 empleados de la Biblioteca.