13.2.24

UP DOWN, por Cecilia Bainotto

 

Anoche tuve un sueño inquietante y hermoso. Soñé que caía en el vacío y abajo no había tierra, no había fondos verdes, ni rumoreos de agua. Ningún vestigio de vida animada. No recuerdo tampoco desde donde fue el impulso. Esa derivación de una vigilia que se reveló en paisajes impensables para mis sentidos.  

Flotaba en un   medio celeste, no azul, y algo como una tromba me elevó a miles de metros. Un decir, porque el espacio no tiene nuestra obsesión, nuestra medida. Una boca succionó ese cuerpo, el mío, que flotaba y perdí toda referencia del planeta que habito. Tuve ante mis "ojos cerrados" la representación del universo. Era un día esplendoroso en la noche.  

Trato de hilar. Pudo haber sido un pozo de aire, tal vez un motor silencioso que no se sustentaba por la agitación de un sueño anterior y que no recuerdo.  

Bueno, después de todo, algunas pesadillas tienen su resarcimiento. Cuando desperté era una voluta de humo en espirales que buscaba el aire, serpenteante y ligera. 

 

Los dioses tienen sus constelaciones, pero ellos fueron invenciones para contener el desmadre. 

¿Por qué no podemos los humanos tener un nombre en las estrellas? 

Somos quienes les han permitido a los demiurgos un lugar en el cielo con el poder del perdón o del castigo.  

¡Tan poco somos! ¡Tan ensoñados estamos! 

Somos lobos, somos zorros, somos palomas tristes, somos monitos, somos mariposas con alas rotas, somos polvo, somos olvido. 

¿Por qué no escribir un epitafio en la constelación que más nos guste? El nombre de una fruta, de una flor, el nombre de una canción. 

Será el lugar que nos anime en la inconsciencia. En la disolución de un pronombre que desnombra. 

La caída de las gotas nos arrastrará con ellas para devolvernos al lugar de un nombre cuando las estrellas miren hacia la tierra. 

 

 

El laissez faire, el laissez passer casi se emparenta con una política de neutralidad y de descreimiento totales. No es lo mismo balearte sola o solo en un rincón que apostar por el suicidio colectivo de los ocho mil millones de seres ante la falta de salida.  

¿Son acaso dueños de la verdad? ¿Son la recreación de Manson o buscan un nuevo Jonestown? La sospecha permanente de una paranoia social sin techo. Apuestan a un darwinismo, o mejor a ideas malthusianas, pero... ¿acaso los sobrevivientes serán la semilla de la renovación de la especie? ¿Quién garantiza que muchos de ellos no sean portadores de células metastásicas? Y ahí sí, la especie no tendrá posibilidad de renovación porque es el cáncer que sobrevive en términos biológicos.  

No hay antídoto todavía. Ha corrido mucha tinta, han discurrido muchos discursos   iracundos, así que mejor no incendiarse con esa flama. La mesa de la pandemia los tuvo como invitados. 

Hay versos de Espronceda que les caen justo, aunque el poeta sublimó su desesperación a través de la poesía. No van en zaga versos oscuros de Claudio de Alas, y que no les espante el charco. Están muy a gusto chapoteando en la sangre mientras escuchan el traquido de los huesos. Al menos, mentalmente.

 

Me agrada un cementerio

de muertos bien relleno,

manando sangre y cieno

que impida el respirar,

y allí un sepulturero

de tétrica mirada

con mano despiadada

los cráneos machacar.


                                         José de Espronceda

 

 

La suegra de una amiga, muy cautelosa, es mayor, difícil calcularle la edad, aunque conserva lucidez mental y elasticidad en los pies. A tal punto que se hizo más cautelosa con sus papeles y preparaciones de todo tipo; alimentación, salud, bienestar y ensayos de funerales. Daba que no quería una ceremonia secreta, pero la gente cambia sus preferencias, está claro. Al final y por amontonamiento en los cementerios, Maruca -la bailarina de un club nocturno que pelaba sus pies mientras el marido hacía lo suyo gambeteando en San Lorenzo- días pasados habló por teléfono con la empresa de servicios sociales y funerarios, chapa y pintura hasta la fundición del motor, cambio de pernos, bombas de agua, etcétera, aquí, en este pueblo de la pampa húmeda. El empleado de la funeraria, filósofo y en una actitud de consuelo para la deuda, se explayó en la conveniencia de volver al aire o al agua, en la conveniencia de elegir un ritual que el difunto agradecerá porque eso de estar muerto en un tapadito de madera y seguir prodigando alimento desde las entrañas, más añadidos de cuotas, es bastante desagradable para el muertito y caro para los deudos. El empleado, en un espasmo de verdad, le estaba contando la propia incluyendo tratados ontológicos con la visión casi de que todo bicho que camina va a parar al asador.  

No sé qué dirá la empresa, porque su negocio con el parque es una mina de oro inagotable, por ahora, con un crecimiento como los hongos durante la peste. También es dable pensar que el empleado está formado para los nuevos tiempos, y el argumento se adapta a cada necesidad y gusto. Los he visto en circunstancias y son más afectuosos que los familiares del extinto. Es el negocio necesario, y una es socia con el exesposo y mi amiga también con su prole. Todos estamos en el club de discreta y alta gama, la cuota no es muy barata.  

El escrito amerita líneas para darle pie al epitafio que puso Maruca al decirle al empleado y para darle un corte al papel del mercadito escatológico. Desenvoltura total de desacralización por parte de la futura occisa. 

-¡Oiga, usted está hablando con el propio cadáver!  

Nuevamente se llevó los aplausos de sus hijos, nietos, nueras y amigos. Ella conserva todavía el rol de alguien que estuvo en los escenarios de un club. Ahora, para uno de distinta envergadura.  

Ahí tenés, Nielsen, si alguna vez leés esto, un bobi excluido del adentro de tu cuento. Maruca quiere estar afuera del tapadito y de la jaula de tus pájaros tapada con un hule.  

 

En una esquina viven los sordos que creen en lo que escuchan. En la otra esquina viven los ciegos que creen en lo que ven. Entre una esquina y la otra vive sin olfato quien escribe y cree que algo huele mal.  

Sinsentido total sin tres sentidos pero suficientes para demostrar que no se sabe si eran gritos reales los que venían de la calle, si era de noche o si era de día y por último si  algo huele mal en la bolsa arrojada desde la ventana del edificio. 

La remota posibilidad está que en el zapato de color tan pero tan chillón, el sordo algo escuchó, el ciego se lo imaginó y la última, por el color, tal vez lo adivinó.