A mí me gusta escuchar, me parece que el día
tiene 24 horas
de inteligente silencio y hay que saber
interrumpirlo con
algo que
pueda mejorarlo. Pero casi nunca
se lo logra.
Fabián
Polosecki
Comencemos
por el final: el 3 de diciembre de 1996, pasadas las ocho de la noche, Fabián
Polosecki se arroja debajo de un tren del Ferrocarril San Martín a pocos metros
de la estación Santos Lugares. Su cuerpo, arrasado por la locomotora, yace sin
vida sobre los rieles. O quizás sobre los pastizales que bordean las vías. Poco
importa. Lo que sí importa es lo que deja atrás Polosecki: una hija de dos años,
una mujer a la que ama, pero cada vez ve menos, la angustia de vivir, los
discos de Nick Cave y The Cure, la Olivetti verde, muchos amigos, miles de
ideas, miles de proyectos. Y una obra sin precedentes. Artística. Periodística.
Gustavo Fabián Polosecki, o simplemente Polo, como lo llamaban todos, nació el 31 de julio de 1964 en el barrio porteño de Belgrano. Tercer hijo varón de un matrimonio judío de filiación comunista, con sólo diez años comenzó a transitar la redacción del diario Clarín. Su hermano mayor, Claudio, trabajaba en la sección “Gremiales” del diario y durante los fines de semana, cuando le tocaba hacer guardia, lo llevaba con él. Allí, Polo aprendió a escribir a máquina, algo que lo apasionaría hasta el final. Unos años después, cuando a su hermano ya lo habían echado de Clarín y a un primo suyo lo había secuestrado y asesinado la dictadura militar, ingresó a la Federación Juvenil Comunista. Militó desde principios de los ochenta hasta los inicios de la democracia, hasta que se cansó de que lo quisieran convencer todo el tiempo de algo. Polo quería escuchar, aprender, conocer, no que le dijeran cómo hacer las cosas. También comenzó a estudiar Sociología en la Universidad de Buenos Aires, pero al poco tiempo abandonó la carrera. Su vocación era otra; él quería ser periodista, como su hermano.
Con
veintiún años comenzó su carrera en el periodismo gráfico en la revista Radiolandia, orientada sobre todo a
temas de la farándula que Polo detestaba. Allí conoció al escritor Pablo De
Santis, quien tiempo más tarde sería guionista de El otro lado y El visitante,
los dos programas de televisión que lo volvieron célebre. Tras más de cuatro
años en Radiolandia, harto ya de
hacer notas y entrevistas de una frivolidad exasperante, consiguió trabajo en
la revista Fierro, donde nació su pasión
por las historietas; pasión que luego trasladaría a El otro lado.
Poco
tiempo después, en el año ‘88, participó por primera vez de un diario de tirada
nacional, Sur, financiado
íntegramente por el Partido Comunista. Su experiencia en Sur fue corta ya que el diario cerró al año siguiente debido a la disolución
de la Unión Soviética y la caída del régimen comunista. Durante el conflicto
por el cierre, Polo fue delegado sindical, y aunque ninguno de sus compañeros
fue indemnizado al menos lograron rescatar, a modo de pago, las máquinas de
escribir del diario: todas Olivetti de primera calidad. En Página/12 estuvo poco tiempo, ya que en 1992 logró que le hicieran
una prueba en Rebelde sin pausa, el
programa de televisión que conducía Roberto Pettinato en ATC. Esta primera
experiencia fue el punto de partida para todo lo que vino después. La prueba
consistía en hacer una entrevista a quien él quisiera para una futura sección
que trataría sobre personajes de la noche; Polo eligió al portero de un bar de
prostitutas y quedó. Al año siguiente, Gerardo Sofovich, por ese entonces interventor
del canal, le ofreció hacer su propio programa: El otro lado.
Aquí comienza nuestra historia…
Incubado
en los bares de la calle Corrientes e inspirado en sus personajes, El otro lado irrumpe en la televisión
argentina como un fenómeno periodístico extemporáneo: no está claro si
pertenece al pasado o al futuro; de lo que no quedan dudas es que está fuera de
su tiempo. Un guionista de historietas –personificado por el mismo Polosecki–
sale a recorrer las calles de la ciudad en busca de historias que le sirvan de inspiración
para su trabajo. Historias extraordinarias de gente ordinaria. El historietista
se encuentra así con una multiplicidad inaudita de personajes urbanos
–travestis, carniceros, maquinistas de tren, ladrones– a los que entrevista,
mientras su voz en off reflexiona
sobre su propio oficio, su vida y la de los demás. El resultado de este
experimento televisivo es un inédito compuesto de ficción y realidad que, lejos
de pretender alcanzar o transmitir una verdad, se limita a contar las historias
de la gente “común” oscilando sutilmente entre el relato fantástico y el periodismo
testimonial. Luego, que cada espectador saque sus propias conclusiones.
Polosecki
se instala, de esta manera, en un punto intermedio entre el periodismo bohemio
de fines de siglo XIX –representado por la paradigmática figura de Matías
Behety[1]–
y el slow journalism norteamericano de los años 2000. Amante de la noche, curioso por sus personajes,
sus hábitos, sus vicios, durante el primer año de El otro lado, Polosecki hace de la calle Corrientes y sus
alrededores su estudio de grabación. En una época donde los periodistas se
vuelven celebridades televisivas, él retorna a los bajos fondos de la ciudad
para hacer sus entrevistas. Entrevistas que, justamente, rompen con el molde de
una televisión que comienza a estar cada vez más acosada por el rating; tienen otro tempo, otro ritmo,
otra cadencia, marcada fundamentalmente por el silencio y la escucha. En
palabras del mismo Polosecki: “En las entrevistas no hay una cosa premeditada.
No me siento apurado por preguntar. Sabemos que hay que tomarse su tiempo.
Nosotros ponemos la cámara, grabamos, charlamos, nos ponemos cómodos, chupamos
si hay que chupar y… adelante. Es como tiene que ser. No podemos transformar
los tiempos de la gente a las necesidades de la televisión. La televisión tiene
que acomodarse a los tiempos de la gente.”[2]
El
éxito, como podemos imaginar, es algo secundario en su vida y su trabajo. Si
bien en 1993 y 1994 es premiado con tres Martín Fierro (“Revelación” y “Mejor
programa periodístico”), Polosecki reniega del reconocimiento público y poco a
poco comienza a aislarse de su familia, sus amigos y de la televisión. A lo
largo de estos años ha incorporado el dolor de mucha gente y ahora necesita
volver sobre sí mismo para reencontrarse: “Hay algo peor que la angustia de la
página en blanco. Algo peor que no tener ninguna historia que contar: es haber
oído demasiadas, y no poder olvidarlas”[3].
En
1996, ya separado de su mujer, alejado de su hija y peleado con varios de sus
amigos, se instala en el Delta del Tigre. Tiene ofertas de trabajo, pero nada
le convence. Su cabeza está en otro lado, quién sabe dónde. La tragedia, como
en los escritores bohemios de fin de siglo, está ahí, esperando su momento. Y
finalmente llega.
Una
muerte terrible. Una muerte grandiosa. Pero que en sí misma no vale nada. Una
muerte grandiosa sólo porque su obra lo fue. Y lo sigue siendo.
[1] Si bien Behety es el mayor referente de este “movimiento”, Jorge
Rivera también destaca a Juan Chassaing, Gervasio Méndez, Jorge Mitre y Adolfo
Lamarque como los escritores –poetas y periodistas– bohemios más recordados de
aquella época. Jorge B. Rivera: “El
escritor y la industria cultural. Un camino hacia la profesionalización”,
en Historia de la literatura argentina, CEAL, Buenos Aires, 1980, p.327.
[2]http://tierraentrance.miradas.net/2014/11/portadas/la-mirada-perdida-entrevista-recuperada-a-fabian-polosecki.html
[3] http://www.pagina12.com.ar/2001/suple/Radar/01-06/01-06-17/nota1.htm