30.12.21

Sistema operativo, por Nadia Gómez

 



El objetivo consistía en desarmar la zona para encontrar el cadáver hediondo. Creímos que podía estar atravesado en un aire acondicionado en desuso, pero no era prudente abrir el artefacto. Ella se puso los guantes de látex. Me hubiera convenido buscar un barbijo por el polvo y la humedad ambiente pero ya estábamos ahí. Lo primero que hizo fue buscar las bolsas de nylon. Me costaba agacharme porque con la panza los movimientos se me hacían torpes y lentos. Tal vez fuera suficiente con estar cerca y charlar. Nuestro padre le ofrecía al niño unas frutillas con crema. El problema era que le ofrecía comida todo el tiempo y que yo no podía cotejar si estaba en estado. Los escuchaba caminar por la planta baja de la casa. Me horrorizaba pensar que pudiera entrar en el cuarto que la semana pasada había desmantelado el fumigador y en el que ya había vuelto a nacer otro hormiguero. Mi hermana empezó a guardar en las bolsas unas enciclopedias Sopena, 6 o 7 tomos cuyos lomos rubricados en oro nos traían dudas sobre su valor. No le dio pena cerrar la bolsa. Sabíamos que esa noche llovería, a lo sumo, lo prudente podía ser dejar los paquetes debajo del alero. Juntó unos papeles de Derecho administrativo, otras enciclopedias de diario Clarín sobre la historia de la fotografía. En un sombrero, souvenir de un viaje a España, conservó un pasaporte vencido y el diploma de una tecnicatura en foto que había obtenido en la única escuela con título oficial del partido. No estábamos con ánimo de hablar. Hacía por lo menos 10 años que esa habitación permanecía cerrada. El cuarto originariamente había sido de nuestra abuela paterna, En otra vida, sus hijas vaciaron los armarios, repartieron polleras entre las empleadas domésticas, dejaron que la enfermera peruana se llevara las bombachas, el costurero. Nadie supo dónde fue a parar la tijera de plata. Después, ahí dormí yo, pusimos unas camas con colchas que tenían girasoles azules y un empapelado que me gustaba mucho. Cuando ya tenía más edad, me fui o mi padre me echó y se quedó mi hermana. Pintó de durazno las paredes y mandó hacer un doble cortinado bastante elegante que ahora se tuvo que enrollar para dejar entrar la luz y el viento. Mientras ella guardaba dos cámaras profesionales en una caja y dejaba sobre la cómoda los libros de su pasaje por la escuela media que no estaban apelmazados de humedad y suponía dignos para donar a la basílica de calle Buen Viaje: Rosaura a las diezPapaíto piernas largas, el Nunca más y The animal farm, yo deambulaba por el resto de la casa buscando algún enfunche sano donde conectar el cargador del celular.  


–Calameros no me gustan, tata. Dijo Lalo a su abuelo con una pasta rara en la boca. Mi padre hurgaba orgullosísimo, cajas con las cortesías de los laboratorios: lapiceras, resaltadores, agendas, caramelos, almanaques pretéritos, rompecabezas, imanes, linternas, apoya mouse y le ofrecía esos tesoros rancios al niño que no entendía la función de algunos objetos.   


–No comió nunca un caramelo, papi, por favor, no le des eso.  


Mi padre tenía un chaleco de polar con un agujero en el hombro, un jean sucio y una gorra con el sello de Ford descosida.  


–Son todas cosas buenas, dijo y siguió removiendo un cajón de su mesita de luz atiborrado de misteriosos objetos inservibles: pilas, controles de televisor, cargadores de celular, tornillos, un pack de jugos de naranja Baggio.  


–No– lo atajé cuando buscaba el sorbete derretido en la batería de un Samsung . Eso no.  


Le sugerí fueran a dar una vuelta con el niño, que lo llevara hasta la esquina con el triciclo. Mi hermana estaba en la habitación trepada al estante a punto de sacar la tapa del aire para finalmente descubrir si la rata estaba atascada en el sistema o qué. Le alcancé una bolsa de residuos y sostuve la silla. Cuando descolocó la tapa, la rata saltó al vacío. Ella perdió el equilibrio y fue el al baño a vomitar. La rata se escurrió por no supimos ya donde. Todo lo demás era esperar que volviera a aparecer.  Abrí el armario del medio para empezar a sacar lo que había sido nuestra ropa. En la cama, había pilas de remeras de papá, ropa incluso que le había dado su hermana cuando murió el marido, ropa de viajes que no había estrenado, ropa sucia, también fina, chombas made in China, de marcas plagiadas, cosas que él creía que las señoras domésticas le habían robado.  Agarré otra bolsa y empecé por nuestros zapatos: sandalias de cumpleaños de 15, unas de tiritas lila que recordaba haber usado en el casamiento de una prima muy tetona con pelos en el esternón, ojotas, zapatos de verano sin taco, zapatillas imitación ya agujereadas. Todo a la bolsa.  En los cajones, ropa interior retorcida entre jabones perfumados, sin mirar, todo a una bolsa. Otra cajonera con vestidos, pulóveres, camisolas de bambula apolillada. Un estante con jeans de Kosiuko que mi hermana coleccionaba: tiro bajo, con bordado, elastizados, pata elefante, azules, uno estampado con arabescos. A la bolsa. En el perchero de abrigos, saltée los sacos de papá, busqué nuestras camperas, saquitos, chalecos. A la bolsa. El armario se iba llenando de huecos, insensiblemente. Entre los despojos de un corpiño aparecieron unas estampitas de comunión, ¿año 1990? Un angelito arrodillado con cabeza rubia y detalles de brillantina. También pañuelos de tela. A la bolsa. Nada ya era sentimental. Mi hermana levantó un colchón escondido debajo de la cama, la rata tampoco estaba ahí, Corrió una cómoda, movió un escritorio y un canasto con sábanas. Tampoco. Respiramos. Un ruido de retorcijones. Tal vez venía del techo. Tal vez había muerto en las canaletas de las tejas o eran palomas en celo.   


–Me dijo el fumigador que la descomposición da mal olor un tiempo y después, de pronto, desaparece. 


–¿Y qué pasa si se salva? 


Porque eso podía pasar. Engordaría. Podría volverse criminal.  Vi subir por la escalera a mi hijo, tocaba con las manos la pintura descascarada por la humedad y se asombraba de los manchones negros de esporas y hollín. Mi padre le recomendaba agarrarse de la baranda. Una foto ampliada de mi hermana con 6 años y camisa de cuello volante en el descanso era lo único que podía oficiar como la magdalena de un recuerdo feliz.  


–Vamos a comprar helado, Lalito. Dijo mi padre que no podía dejar de ofrecer dulces al chico.  

Cuando se fueron mi hermana me dijo que aprovecháramos para vaciar la heladera del cuarto por dónde se habían metido. Podía haber otras ahí, seguro en el lavadero está la comunidad fundadora.  En esa zona del living que hubo que limpiar hay otra heladera con bolsas de insulina, inyecciones encasquetadas en bodoques de hielo. Centenas de bolsas con cajitas: Clonagin 2, Risperin 1mg, Midax-Olanzapina 2.5, Alplax 0.5, Valcote 500, Libercolon, Imonogas 120, Lexapro 10, Artrin palatable x 18 comp. Todo ese arsenal de medicamentos estaba vencido y había que dejarlo en alguno de los puntos asignados por el Municipio para que no quedaran en la calle. Se los puede tragar un perro, un huérfano, el basurero, le explicaba mi hermana. Pero papá se resistía. Sobre las ampollas, argüía que en la heladera nada se vence.  .  


–Va a venir una paciente a llevarse eso porque también es diabética y ella toma esas dosis.  


Mi hermana se cambió los guantes y empezó a meter las jeringas, las agujas, los paquetes de insulina. A medida que se iban vaciando los estantes, el parquet se inundaba de agua. Todo era un barro lamentable.  Me senté en un sillón y cerré los ojos. La beba me apretaba el diafragma y el tamaño del útero oprimía los nervios de la pelvis. La pierna izquierda me dolía como si todas las hormigas del “veneno de hormigas” como le decíamos a ese cuartito detrás de las bibliotecas estuvieran anidadas en mis músculos. Cuando volvieron, los dos tenían aureolas de grasa en las remeras.


–Comimos unos palitos en el quiosco de Rauch


–No puedo creer que hayas ido ahí, todo el mundo sabe que, en el fondo, el rasta tiene un prostíbulo.  


–¿¿La oíste? Hija, a vos es te volaron todos los patitos 


De la falsa chimenea, Lalo arrebató un caballito de bronce para hacerlo cabalgar o volar sobre los leños. Mi padre lo alertó sobre el inmenso valor de la pieza. Jugó a perseguirlo o realmente lo persiguió. El caballo pesaba más que 12 piedras y estaba veteado de una pátina viscosa. Le saqué de un tirón el objeto al chico y dije   que lo iba a cepillar con pasta dental. Los dos me miraron con desilusión inquisidora y en un segundo tres formas de interpretar la vida se cristalizaron en el lomo del animal hasta que el niño descolgó al gaucho de trapo ya sin peluca ni alpargatas y pasamos a otra cosa.



Septiembre 2021