1.12.21

La máquina pluvial del peronismo, por Guillermo Saavedra

  

(A propósito de La resistencia ordena de Facundo Ruiz, Ascasubi, 2021)

 

Escribir, entendido como acto creativo, implica poner en relación cosas que, hasta el momento de la escritura, no estaban vinculadas entre sí. Supone propiciar la feliz vecindad de palabras oriundas de diversos barrios semánticos y el convivio provechoso de hechos aparentemente inconciliables. Hacer consonar, en suma, modos de lo real y de lo imaginario que, antes del gesto inaugural de la escritura, contribuían por separado al runrún del mundo ignorándose unos a otros.

 

Escribir, creativa, intencionadamente, es proponer una sintaxis nueva, una forma inédita de articulación que obligue a respirar de otra manera, a cambiar el paso, a ejercer la voluntad de decir como una natación a ciegas.

 

Escribir, como auténtico acto de poesía, consiste siempre –antes y después de Lautréamont– en el necesario arte de zurcir el paraguas a la mesa de disección; o, para ser fieles a la tradición cultural en la que se inscribe este nuevo libro de Facundo Ruiz, en el drástico e imprescindible oficio de atar la Biblia al discepoliano calefón.

 

Quien escribe, en definitiva, busca saltar la zanja que se abre entre el mundo y las palabras que, al nombrarlo, firman su acta de defunción. Y, al mismo tiempo, intenta mitigar fugazmente la herida del yo, siempre extraviado entre la tiendita del horror de la Historia y el húmedo desván de su propia miseria.

 

Escribir poesía es, para acercarnos aún más al objeto de estas palabras, hacer llover, desde el cielo de la página a su suelo siempre arenoso, las coreografías inestables de aquellas suturas, cuya intención solo se va revelando a medida que se rebelan contra el sentido común.

 

La resistencia ordena pone a trabajar juntas dos realidades históricas reconocibles, aparentemente disímiles e incluso divorciadas pero que, en virtud del feliz concubinato que les impone el autor, van poniendo de manifiesto sus íntimas, solapadas equivalencias. Me refiero a la épica colectiva de la llamada Resistencia peronista y a la empresa solitaria de Juan Baigorri Velar, un hombre que tuvo períodos breves pero ciertos de celebridad gracias a una misteriosa máquina de su invención que era, según él, capaz de hacer llover en zonas agobiadas por la sequía.

 

Atento a las múltiples resonancias de las palabras y al modo sesgado que tienen las cosas para ser y estar en el mundo sembrando incertidumbre, Facundo Ruiz investigó ambas realidades: la gesta popular del peronismo proscripto y perseguido, fusilado y difamado, y la aventura singular del hombre que creyó haber inventado una máquina detectora de minerales valiosos y terminó proclamando con orgullo la invención de un artefacto capaz de la improbable alquimia que convoca las agujas del cielo, en el decir de Juanele Ortiz o, para nombrarlo como González Tuñón, que hace sonar  todos los violines de la lluvia.

 

Hijo de las vanguardias pero ajeno a su optimismo utópico, heredero de las astucias e ironías de la gauchesca y también de las aventuras musicales de la lírica modernista, poeta concreto por necesidad pluvial y no por un disecado exhibicionismo tipográfico, ecléctico pero nunca posmoderno, Facundo Ruiz ha elaborado un objeto que es al mismo tiempo oral y escrito. Un dispositivo que pide ser leído con la vista y recitado de viva voz, haciéndolo actuar simultáneamente en el cuerpo que lo declama y en el que lo asimila, como un suero, a través de la lectura silenciosa, convirtiendo así, a su receptor, en una especie de San Agustín en el preciso e improbable momento de descubrir el pasaje de un tipo a otro de lectura.

 

Con astillas de la historia clandestina, aquella de los militantes peronistas obligados por los agentes de la revolución fusiladora a la escansión sottovoce de la gran lírica del movimiento popular; y, con esquirlas de la biografía de un inventor bígamo, mitómano y escurridizo que afirmaba haber contribuido, parafraseando a Cooke, al chaparrón maldito del clima burgués, Ruiz construyó esta aventura lírica atonal, que pide ser leída, más que de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo, como quien ve llover; o, mejor dicho, como un japonés leyendo una lengua que aprende a llover.

 

“¿Llover?” Más bien “yover”. Yover, yover, yover, yovía… Yo ver que yo veía, se dice a sí misma la voz cantante de este texto, como el Tarzán interpretado por César Llanos en aquellas tardes de Radio Splendid de los años 50, auspiciadas por un popular cacao en polvo. Y es que de las percepciones del yo se trata, también, en este libro. De lo que se intuye o se sospecha entrecerrando los ojos para hacer foco en esos deslices de la lengua oral y escrita en los que las homofonías, los retruécanos, los calambures, los caligramas, los esbozos de guion cinematográfico y hasta los caudalosos versos en patrióticos decasílabos, infrecuentes tridecasílabos o solemnes hexadecasílabos son estaciones o andenes donde la palabra poética recrea una historia, la de la militancia reprimida y el inventor réprobo volanteando su verdad, proclamando sus consignas y sus fórmulas para subvertir el orden seco, mortuorio, de un gorilismo hipócrita a través de una metafórica de doble valencia: el peronismo como una máquina capaz de hacer llover el amor y la igualdad en el desierto roquista; Juan Baigorri Velar como un Perón que logra poner en ridículo la meteorología oligárquica.

 

Obra en progreso del progreso de una obra, la del peronismo entendido como aluvión pluvial, ya que no zoológico, y la del inventor filoperonista con su máquina de llover a cántaros, La resistencia ordena es un canto y es al mismo tiempo la partitura de ese canto: el de la lengua siempre mestiza, siempre resistente al orden que intenta ordeñarla, como si fuera una vaca en el latifundio ubérrimo de Lugones, cuando en verdad es una chúcara inquietud sembrada, vuelta nube y, finalmente, inevitable, irrefrenable, innumerable y resistente lluvia.