(A propósito
de La resistencia ordena de Facundo
Ruiz, Ascasubi, 2021)
Escribir,
entendido como acto creativo, implica poner en relación cosas que, hasta el
momento de la escritura, no estaban vinculadas entre sí. Supone propiciar la
feliz vecindad de palabras oriundas de diversos barrios semánticos y el
convivio provechoso de hechos aparentemente inconciliables. Hacer consonar, en
suma, modos de lo real y de lo imaginario que, antes del gesto inaugural de la
escritura, contribuían por separado al runrún del mundo ignorándose unos a otros.
Escribir,
creativa, intencionadamente, es proponer una sintaxis nueva, una forma inédita
de articulación que obligue a respirar de otra manera, a cambiar el paso, a
ejercer la voluntad de decir como una natación a ciegas.
Escribir,
como auténtico acto de poesía, consiste siempre –antes y después de
Lautréamont– en el necesario arte de zurcir el paraguas a la mesa de disección;
o, para ser fieles a la tradición cultural en la que se inscribe este nuevo
libro de Facundo Ruiz, en el drástico e imprescindible oficio de atar la Biblia
al discepoliano calefón.
Quien escribe,
en definitiva, busca saltar la zanja que se abre entre el mundo y las palabras
que, al nombrarlo, firman su acta de defunción. Y, al mismo tiempo, intenta mitigar
fugazmente la herida del yo, siempre extraviado entre la tiendita del horror de
la Historia y el húmedo desván de su propia miseria.
Escribir
poesía es, para acercarnos aún más al objeto de estas palabras, hacer llover,
desde el cielo de la página a su suelo siempre arenoso, las coreografías
inestables de aquellas suturas, cuya intención solo se va revelando a medida
que se rebelan contra el sentido común.
La resistencia ordena pone a trabajar juntas dos realidades históricas
reconocibles, aparentemente disímiles e incluso divorciadas pero que, en virtud
del feliz concubinato que les impone el autor, van poniendo de manifiesto sus
íntimas, solapadas equivalencias. Me refiero a la épica colectiva de la llamada
Resistencia peronista y a la empresa solitaria
de Juan Baigorri Velar, un hombre que tuvo períodos breves pero ciertos de
celebridad gracias a una misteriosa máquina de su invención que era, según él,
capaz de hacer llover en zonas agobiadas por la sequía.
Atento
a las múltiples resonancias de las palabras y al modo sesgado que tienen las
cosas para ser y estar en el mundo sembrando incertidumbre, Facundo Ruiz
investigó ambas realidades: la gesta popular del peronismo proscripto y perseguido,
fusilado y difamado, y la aventura singular del hombre que creyó haber
inventado una máquina detectora de minerales valiosos y terminó proclamando con
orgullo la invención de un artefacto capaz de la improbable alquimia que convoca
las agujas del cielo, en el decir de
Juanele Ortiz o, para nombrarlo como González Tuñón, que hace sonar todos
los violines de la lluvia.
Hijo de
las vanguardias pero ajeno a su optimismo utópico, heredero de las astucias e
ironías de la gauchesca y también de las aventuras musicales de la lírica
modernista, poeta concreto por necesidad pluvial y no por un disecado
exhibicionismo tipográfico, ecléctico pero nunca posmoderno, Facundo Ruiz ha
elaborado un objeto que es al mismo tiempo oral y escrito. Un dispositivo que
pide ser leído con la vista y recitado de viva voz, haciéndolo actuar
simultáneamente en el cuerpo que lo declama y en el que lo asimila, como un
suero, a través de la lectura silenciosa, convirtiendo así, a su receptor, en
una especie de San Agustín en el preciso e improbable momento de descubrir el
pasaje de un tipo a otro de lectura.
Con
astillas de la historia clandestina, aquella de los militantes peronistas obligados
por los agentes de la revolución fusiladora a la escansión sottovoce de la gran
lírica del movimiento popular; y, con esquirlas de la biografía de un inventor
bígamo, mitómano y escurridizo que afirmaba haber contribuido, parafraseando a
Cooke, al chaparrón maldito del clima burgués, Ruiz construyó esta aventura
lírica atonal, que pide ser leída, más que de izquierda a derecha, de arriba
hacia abajo, como quien ve llover; o, mejor dicho, como un japonés leyendo una
lengua que aprende a llover.
“¿Llover?” Más bien “yover”. Yover, yover, yover, yovía…
Yo ver
que yo veía, se dice a sí misma la voz cantante
de este texto, como el Tarzán interpretado por César Llanos en aquellas tardes
de Radio Splendid de los años 50, auspiciadas por un popular cacao en polvo. Y
es que de las percepciones del yo se trata, también, en este libro. De lo que
se intuye o se sospecha entrecerrando los ojos para hacer foco en esos deslices
de la lengua oral y escrita en los que las homofonías, los retruécanos, los calambures,
los caligramas, los esbozos de guion cinematográfico y hasta los caudalosos
versos en patrióticos decasílabos, infrecuentes tridecasílabos o solemnes
hexadecasílabos son estaciones o andenes donde la palabra poética recrea una
historia, la de la militancia reprimida y el inventor réprobo volanteando su
verdad, proclamando sus consignas y sus fórmulas para subvertir el orden seco, mortuorio,
de un gorilismo hipócrita a través de una metafórica de doble valencia: el
peronismo como una máquina capaz de hacer llover el amor y la igualdad en el
desierto roquista; Juan Baigorri Velar como un Perón que logra poner en
ridículo la meteorología oligárquica.
Obra en
progreso del progreso de una obra, la del peronismo entendido como aluvión pluvial,
ya que no zoológico, y la del inventor filoperonista con su máquina de llover a
cántaros, La resistencia ordena es un
canto y es al mismo tiempo la partitura de ese canto: el de la lengua siempre
mestiza, siempre resistente al orden que intenta ordeñarla, como si fuera una
vaca en el latifundio ubérrimo de Lugones, cuando en verdad es una chúcara inquietud
sembrada, vuelta nube y, finalmente, inevitable, irrefrenable, innumerable y
resistente lluvia.