8.3.18

Parafern, por Francisco Garamona




Marcela se frotó los labios
con una raíz alucinógena,
y de la noche bajaron
los desiertos del sonido,
aquellas soledades luminosas
en las patas de los caballos.
En un jardín hundido por el peso
de las mazorqueras ella me dijo
otra vez su nombre, algo como
el ala extraviada de una novia
en la seda, o esas ligaduras
de punky encadenada con aguafresas.
Pero la gravedad del aire
nos exprimió pomelos;
palabras sin sentido, levemente
nórdicas, cuando intoxicados
tragamos los restos de la música.
Pensé que alguno de los dos
debió tomar otro camino,
algo distinto entre los utensillos
de goma del encaje. Cuando ya se abrían
selvas de verde canibalismo sexual,
y un ruido de pisadas en la maleza
nos hizo levantar la cabeza.


Hay una base de agua mansa
en el laboratorio creado
por el papá y el bebé
en el altillo de la casa.
¿Quién los agarra entonces
cuando el vapor se esfuma y empieza
a apretar en el cuerpo dolorido?
Un pajonal con casas se recrea
en la imagen desordenada que se aproxima.
La bañera se llena, la ballena es de hule,
sustancia puesta a discurrir sobre las formas,
el encaje del método y las partes
destinadas al pudor.
Un ojo esgrime el peso muerto de los relicarios,
la luna es gris materia que se atrasa,
en el plato de chapa bajo la iglesia,
hay rumores sordos, efebos vestidos raramente.


Aquí la pongo, a la nota,
sin ser un convencido de nada;
la realidad fotocopiada
en el cielo que surte efecto
en estas tripas, pampas señeras.
Un cuerpo esqueletea al aire,
su celda que es campo y chaca:
niña torcida en los minaretes,
del polvo rosado su montoncito
de pescado. En pequeñas partes
lo que alguna vez fue amado:
es olvidado. Y esto es lo que aprendí
al final. Lo amado se recobra
en el leño de la fogata,
señas torcazas en el puro tiempo,
y no en lo lento o sea rápido:
océano. Allí lo incierto
de lo que se tiene por probado
entre cardos de bestiales cabezas,
su fuente un paraíso detenido,
figuras/estambres de carbón rizado
que un pobre diablo grabó
con su tridente. Todo lujo fausto,
todo toque sabático que interpola
frasesillas del tiempo en los granaderos.
La mañana allá en el cielo
como el último alimento. Se fuga,
señales de excremento en el techo
de paja. La tristeza aciaga
de las callecitas y las citas
punguistas bajo el gris ozono,
lana de pichón que se agota
en los puestos, tejido huero
verlo allí en lo desnudo.
La comadreja de los ojos transidos
y la liebre de los dedos diestros
para el pillaje, no saben terminar
lo que comienzan, como ellas
yo también me pongo en marcha,
y tin tin la carnuza avanza
y lo que se queda espanta,
la sangre que hace resbalar
en los chiqueros.


La desproporción de ese crimen
con el castigo que le toca,
la desproporción de ese cigarro
con el riz de la boquilla,
la desproporción de esta garcha
con esta cajetilla,
la desproporción del veneno,
con lo que se percibe tomándolo,
lo que se expande,
con lo que se contrae
lo que se rompe,
con lo que se queda colgado de la nada.
La desproporción de esa mano
con el anillito de la abuelita,
la desproporción de la grafía china,
con los versos a la japonesa.
El morbo horroroso de esa milanesa herida,
allí troncal bajo la mesa,
su pedal es tristeza,
mecedoras blandas, enjutas en los inviernos de la federación,
polvo de nieve golpeando las primeras cabezas del siglo,
desproporcionadas, doloridas.
Huesos rotos en la mochila de la espalda,
porque yo también combatí la ley
desproporcionado en el no o en el hado.
Ah, el puto tiempo ya da igual…,
a todo San Martín le llega su Merceditas de horror,
el cenotafio trip de un largo viaje. 

 (Ediciones del Diego, Buenos Aires, 2000)