Miró cómo se
elevaba esa construcción frente a su casa y entonces le quedó claro que en el
futuro, los rayos de sol serían solo para aquellos que los pudieran costear.
Sintió un profundo odio por los nietos del finado Don Manuel, que no habían
esperado nada para rematar la casa del viejo. Pirañas. Murmuró y después los maldijo. Pensó entonces que sería
lindo tener poderes sobrenaturales y estiró la mano en dirección a la nueva
edificación. Se le tensó el brazo, la mano, pero nada. Ni un mísero vientito.
Pronto le dio culpa lo que estaba haciendo y se hizo la señal de la cruz.
Volvió adentro. Luchó por ocuparse y pensar en otras cosas. Al rato estaba de
nuevo afuera con los brazos cruzados. Por lo menos era domingo y no se oía
aquel molesto martillar. Miró a sus plantines, y al ligustro que se erigía
frente a su casa, con pena. Ya no les daría el sol de la tardecita. Ahora se
tendrían que conformar con la luz del mediodía. Por poco llora mirando las
flores. Sacudió el puño de nuevo en dirección a la construcción, contendiendo
la bronca. Y golpe.
Un ruido a cosa
enorme que cae y pega de seco contra el suelo.
Se acercó dos
pasos, y achicó los ojos para ver entre la nube de polvo. El calorcito pronto
le alcanzó la cara. Era el atardecer que se filtraba a través de la
construcción que se había venido abajo.
Se miró las manos
callosas con sorpresa y orgullo, y acarició al árbol de la vereda.