“Arte es
todo lo que los hombres llaman arte”
José
Jiménez, Teoría del arte. Tecnos,
Madrid, 2002.
Lo que me llevó a dedicarme al arte, tanto en su
dimensión práctica como teórica, fue un proceso complejo, tan difícil de
determinar como el término mismo.
Que el arte no es lo que
supuestamente es lo aprendí con mi abuela cuando me llevó al centro a ver una
obra de teatro al General San Martín. Creo que fue la primera vez que fui al
teatro de verdad, porque intuía que las representaciones que se hacían en el
jardín de infantes o en los actos escolares eran simulacros de simulacros,
copias de otras copias que sonaban a pretensión, a falso o sustitución. Sentía
lo mismo que al encontrarme con el Hombre Araña en un cumpleaños o al observar
los personajes de Disney pintados en la calesita de la plaza. Sin embargo debo
reconocer que las funciones esas me entretenían con locura y las disfrutaba de
principio a fin. Es más: solía aplaudirlas con una euforia desbordante y la
señorita me tenía que pedir que me calmara. La obra que íbamos a ver era un
sainete español aclamado por la crítica y con reconocidos actores de la época.
Entre ellos estaba un galán que ya había protagonizado varias telenovelas y unas
cuantas películas. Yo tendría ocho años y mi hermano mayor, que estaba enfermo,
no pudo ir. Antes de salir, mi mamá y mi abuela conversaban en la cocina. En un
momento escuché que mi mamá dijo “Vayan a ver esa obra de arte”. Así que desde
el vamos supe que veríamos una obra de arte y esa frase, que pareció haberse
dicho con letras mayúsculas, determinó por un tiempo qué era una obra de arte.
Estuve de la mano de mi
abuela todo el tiempo. No nos separamos nunca; ni cuando caminamos hasta la
estación ni cuando tomamos el tren. Mi abuela era muy conversadora. Hablaba
conmigo, con los vecinos que aparecían en el camino, con el boletero y con
cualquier pasajero que estuviera cerca. No repetía siempre lo mismo, abría
distintos tipos de diálogos que de alguna manera resultaban interesantes aunque
prolongados para mi capacidad de atención. Para lograr que terminara y se despidiera
le tironeaba del abrigo o de la cartera colgándome literalmente de ella. Y a
ella le causaba gracia mi fastidio.
Hablaba de cualquier
cosa. Un libro, una película o un programa en la radio bastaban para el inicio.
Pero su tema favorito eran los familiares, sus destinos y estados de salud.
Nunca dejaba de comentar las características que tenían la última vez que los había
visto. En este sentido, el familiar favorito para su conversación era su propio
hermano, un reconocido escenógrafo a quien ella admiraba mucho. El escenógrafo,
que ya había fallecido, ocupaba el noventa y cinco por ciento de sus charlas. Y
como había sido un escenógrafo socialista, que había vivido en distintos países
y que además había dado importantes clases, todo respecto a él sonaba
fantástico, heroico e irrepetible. De hecho, la obra de arte que íbamos a ver
tenía el diseño escenográfico, el vestuario y la puesta de luces realizadas por
él, antes de morir, claro. Y por eso mi abuela la había elegido.
Llegamos al teatro
ansiosos, excitados y muy sobre la hora. El hall era enorme, moderno, muy
distinto a los que imaginaba a partir de lo que veía en la tele. Nada de
cortinados bordó, candelabros de plata o arabescos dorados. Todo era
geométrico, de vidrio o de mármol. En una ventanilla lateral sacamos las
entradas como si fuésemos a viajar en avión y fuimos a tomar un ascensor.
Me encantó el ascensor. Era
plateado, enorme y lo manejaba un empleado muy bien vestido. Que íbamos a ver
algo importante tenía que ver con ese ascensor. Estaba clarísimo. Nos elevamos,
subimos, ascendimos a un piso que evidentemente estaba más allá del mundo
terrenal. Un vértigo me hizo sentir el ombligo a la altura de la nariz. El
arte, fue mi primera deducción, era algo que no tiene que ver con el mundo
común. Mi abuela confirmaba mi intuición con su sonrisa y la mirada clavada en
los números luminosos que indicaron, cuando se detuvo, el piso dos.
Pero al salir del
ascensor se quedó helada en el vestíbulo al reconocer en las paredes una
exposición completísima de los dibujos y acuarelas que su hermano había
realizado para esa y otras tantas obras de teatro. “¿Y ésto?” balbuceó. Yo miré
su cara de asombro, su boca entre abierta y sus ojitos que no podían creer tremendo
homenaje a su hermano. Pensé que me iba a soltar, pero nada que ver. Por el
contrario, apretó aún con más fuerza mi mano como si fuese lo único que la
anclaba a la realidad. Se puso los anteojos. Ella solía decirme que tenía tres
pares de anteojos: “uno para ver de cerca, otro para ver de lejos y finalmente
uno para encontrar los otros dos”. Pero esta vez no dijo nada. Estaba en otra. Mientras
los últimos de la fila entraban a la sala, nos pusimos a ver uno por uno los
papeles prolijamente enmarcados en la pared. Eran cuadritos que mostraban el
diseño del vestuario de un polichinela, de un posadero, de un hada del bosque o
de un campesino. Había de todo. Parecían expuestos como los muñequitos que
venían adentro de unos chocolatines. En la página de una revista infantil que
comprábamos en casa la propaganda publicaba toda la colección, y se formaba así
un mundo ideal, maravilloso y coherente. Esto era igual. Un bombero antiguo, un
doctor, unos niños que eran “del Tirol” según mi abuela. Un carro lechero, un
vagón de tren y hasta una jirafa. Todos estaban realizados con lápiz negro e iluminados
con vivos colores. Se indicaban medidas, costuras, hebillas, calzados y otros
accesorios como moños para peinados, gorros y sombreros.
“Señora, ¿van a entrar?”
preguntó un muchacho de bigotes vestido como un mozo que estaba a punto de
cerrar la cortina que daba a la sala. Mi abuela no respondió. Siguió absorta y
sonriente con el rostro pegado a los dibujos. A lo lejos una voz grabada de
mujer decía claramente y con un énfasis exagerado “El Teatro General San Martín
les da la bienvenida…”
Mi abuela ignoró la obra
de teatro y como si nunca hubiese existido el plan de verla se quedó en el
vestíbulo pasando por todo lo exhibía la exposición. Yo me quedé a su lado, pero
sentía la mirada distraída y distante del muchacho bigotudo.
Además de los dibujos
vimos mil cosas más: los planos de escenarios, diseños de bambalinas,
cortinados y hasta programas de las obras. En una vitrina habían puesto tres
maquetas de cartón y madera con las escenografías en miniatura. Eran una
fantasía total. Mi abuela me contaba y explicaba detalles. “Este escenario era
giratorio”; “Por esta trampa entraba el actor volando”. Todo era obsesivo,
detallado y minucioso. Entre sus explicaciones los aplausos se escuchaban a lo
lejos. Parecían celebrar sus comentarios.
En un sector habían
puesto su biografía. Mi abuela la examinó como si estuviera ante una
radiografía. Al fin se puso contenta y señalando una oración exclamó “¡Acá
estoy yo, acá estoy yo!”
La frase decía “1916: Nace en Buenos Aires y es
el mayor de tres hermanos.”
En unos paneles pegaron
unos textos escritos a máquina. “A ver… Éstas deben ser sus conferencias” y ahí
mi abuela se demoró un buen rato. Se leyó todo. “Son todos dramaturgos rusos”
dijo. Y después fuimos a ver varios maniquíes con el vestuario original de una
obra que tenía que ver con reinas y princesas, porque eran vestidos
acampanados, pasteles, con tules transparentes y diamantes pegados. Mi abuela
los examinaba como si se los fuera a comprar. Medía la calidad de la tela
tocándola con energía o llevándosela a la mejilla. Yo me detuve en el de un
príncipe. El traje era muy parecido a los uniformes de los héroes de la patria
que aparecían en mi libro de lecturas. Pero éste tenía más brillo, más oro y
firulete. “Debe ser la ropa que usaron para hacer de San Martín” deduje por el
lugar en el que estábamos.
Finalmente mi abuela
suspiró. Se dirigió despacito al centro del vestíbulo y se quedó parada ahí. Se
acomodó el abrigo, los anteojos y miró todo por última vez como si estuviera
sacando una foto. Me dijo que nos teníamos que ir. “¿Podemos ir en ascensor?”
pregunté. Sonrió.
Fuimos a la confitería de
la esquina. Pidió un café con leche para cada uno y compartimos un tostado. Veía
a mi abuela contenta y eso me animaba. De la obra que no vimos no se habló. Charlamos
de otras cosas, como de los paisajes de España y los planetas pero, no sé cómo,
terminamos hablando de su hermano. El mozo que nos atendió parecía ser familiar
del que estaba en la sala apurándonos a pasar. Tenía la misma ropa. Se lo
comenté a mi abuela y lo miró sin disimulo cuando atendía otra mesa. “Me parece
que es el mismo” me dijo. Volví a mirar. Sí, mi abuela tenía razón: seguro que
era el mismo. Cuando terminaba allá debía ir a trabajar al bar.
***
A la noche mi hermano
estaba mejor. Mi abuela le había comprado unas historietas y después de cenar
todos juntos se fue a su casa. Me puse el piyama y me metí en mi cama, que
estaba ubicada formando un ángulo con la de mi hermano. Él también se acostó y
apagó la luz. Antes de dormirnos me preguntó de qué se trataba la obra que
habíamos visto.
“No sé” dije. “Vimos otra
cosa”
“¿Qué cosa?”
Recordé lo que se había
hablado antes de salir, el éxtasis en el que había caído mi abuela y las
fantasías realizadas por su hermano.
“La obra de arte” dije con
determinación.
Pero la certeza duró
poco. La siguiente turbación la tuve unos meses después, cuando mi mamá y mi
tía, la que vivía en Bahía Blanca, reconocieron en la tele al actor que
protagonizaba la obra de teatro que deberíamos haber visto en el teatro con mi
abuela. El actor aparecía seductor, fumando y apoyado en una súper moto. Tenía
puestas unas botas negras y su camiseta musculosa dejaba ver su físico
trabajado. Sin notar mi presencia ni la de mi hermano que tomábamos la leche, las
dos pusieron la misma cara que mi abuela frente a los dibujos de su hermano y
dejaron salir, casi al unísono, una frase que me interpelaría buena parte de mi
vida: “¡Ay, nena, por Dios! ¡Qué obra de arte!”
Buenos
Aires, 2016
Tomado de: Santiago Erausquin. Paisaje y otros relatos. Editorial Cencerro / Ascasubi, 2016.