1/ Relación Fantasmagórica a distancia
El pasado es una habitación olvidada llena de bártulos, trastos, personas y fantasmas.
Si abrís una puerta y te metés adentro, te empezás a golpear con esas cosas, y si tratás de adentrarte, se te van incrustando en el cuerpo, hasta dejar marcas.
Savino anduvo merodeando el pasado y lo transformó en otra cosa: una especie de presente continuo del pasado a través del tamiz de La mañana sol de limón. Pero ese mismo tamiz por el que pasó varias cosas, no opera como reducto, sino como un artefacto que es como tener en la mano algo más que un libro: un cubo mágico que hay que ponerse a girar combinando los colores hasta que encastre. El problema con el libro de Savino es que no encastra en ningún lado.
Bendita palabra y maldita a la vez: porque el resultado de eso es algo mágico, una anomalía, una singularidad en el espacio-tiempo de nuestra época.
El pasado y sus bártulos. Están ahí, ya estaban, pero no estaban hasta que te ponés a hacer las nomenclaturas, y hay cosas que se inventan en esos inventarios infinitos. Hacer eso es salir de una reclusión, es sacar al pasado y ponerlo en órbita presente continuo, una órbita que es un dialecto más que un lenguaje.
Einstein negaba que las partículas separadas pudieran estar tan conectadas y entrelazadas que, al medir una partícula, la otra se viera influida al instante, independientemente de la distancia. Formuló en base a esto dos ideas. Una, la famosa frase que es axioma de esto: que Dios no podía haber jugado a los dados con el universo. La segunda, es que la teoría cuántica necesitaba una Relación Fantasmagórica a distancia para funcionar.
Años más tarde, experimentos como el gato de Shrodinger vivo y muerto a la vez antes de abrir la caja, o el patrón de interferencia entre electrones y partículas, que implica que una partícula puede estar en dos lugares al mismo tiempo, desmitificarían las hipótesis de Einstein.
Savino y sus bártulos a la distancia. Savino que hace años que articuló su éxodo sutil de guantes blancos ensuciados por desalojos y mudanzas. Savino nunca dejó de estar en Barracas, en Avellaneda, en el Café Turin de Boedo, en Buenos Aires. Savino está y no está al mismo tiempo.
La mañana sol de limón es un artefacto para viajar en el espacio-tiempo, y es un experimento tan lúcido como luminoso, que no se puede mirar de frente por las refracciones.
Savino también anduvo aplicando su física de correspondencia con fantasmas. Su edad se lo permite. Pero mientras otros escritores con experiencia (la mayoría de ellos) se envuelve en un manto de piedad parecido a la nostalgia y la melancolía, pedorreos de los que no pueden desembarazarse, Savino esquiva el bulto poniendo este terrible manifiesto arriba de la mesa, lleno de luz diurna, calles, colores, que es este libro.
Apropiarse – Desprecisar – Desvalijarse, como dice Savino en su ensayo sobre Marina Tsvetáieva, del Cuaderno 14. Habrá que desvalijarse, a través de los dialectos de La Mañana sol de limón y las incrustaciones del pasado como forma de desvalijarse, de desalojarse: no como si escribiera con melancolías berretas algún escritor prefabricado con ganas de mostrar su experiencia de vida desde la edad madura.
Este libro de Savino es la historia de un éxodo contado en modo desalojo. Ninguna parafernalia literaria, nada de adornos sintácticos ni rellenos. Eso a secas. Pocos adjetivos. Mucho verbo. Cambiar de piel y mandarse a mudar: eso es desalojo en el dialecto Mañana sol de limón.
Así de crudo como un viejo jazz, o como el viento blizzard.
2/ Dialectos y cuchillos
El cuchillo de bolsillo del lenguaje Savino. Todavía nos lo estamos tratando de sacar por alguno de los dos flancos, izquierdo o derecho, ahí entre el estómago y las costillas.
Como suele decirse, pero muy mal aplicado al caso: el cadáver todavía está fresco. Digo, con esta cosa morbosa de casi mal gusto: el cadáver de nosotros todavía está fresco. Terminamos de leer el libro y todavía no sabemos bien qué es lo que nos pasó por encima: nos queremos sacar el cuchillo que nos clavó La mañana sol de limón pero hacer esto resulta una operación tan ingenua como prematura e inútil. Habría que haber consultado con algún especialista, haber ido a algún hospital. Hubiera sido mejor que otro nos ayudara a sacarlo. Un clavo saca otro clavo, pero un cuchillo no saca otro cuchillo. No. Menos cuando no abundan los libros-cuchillos.
El libro-cuchillo es un artefacto letal, único, casi una anomalía en nuestros tiempos. Savino no tiene la culpa de haber escrito un libro-cuchillo. Ahora el elemento punzante lo llevamos adentro.
Como le gusta decir a él o no puede evitar poner de otro modo, se nos incrustó. Con suerte, quedará incrustado. Y esa herida sangrará a borbotones si intentamos quitarnos el cuchillo clavado de golpe. Mejor dejarlo ahí, que habite las entrañas, que se haga amigo del vientre, que habite la piel y se mimetice, que haga una especie de fotosíntesis post epidermis, un cuchillo subcutáneo para siempre, un libro-cuchillo bisagra.
Cuchillo-Savino cortó y se metió en las profundidades oscuras. Sí, con La Mañana sol de limón solapadamente, con el sol del mediodía en cuclillas, tan justiciero el sol que no pareciera que.
Y a plena luz del día cometió el crimen, entre cafés de Barracas y Avellaneda, entre el hoyuelo de Lola y su libreta de notas clandestina, entre un canto de teros que no deberían haber cantado jamás, y tilos que no deberían emanar tanto perfume a tilo. Ahí, a plena luz del día, como salido de un poema-Mastronardi, Savino inventó lo que siempre estuvo ahí pero no estaba: La mañana sol de limón.
Y ahora que nos clavó ese cuchillazo, el lenguaje de él se transformó en dialecto.
¿Justicia cósmica?
No lo creo. Eso es para poetas pulcros. No me hagas reír, me digo.
Sí, Barracas; Sí, Avellaneda. Sí a todo eso, estamos de acuerdo. Lo que no se anda diciendo del todo porque no está inventado: es que el lenguaje de Savino es un dialecto, arista que se termina de poner de manifiesto y catalizar del todo este último golpe de Cuchillo-Savino.
Ese es el cuchillo que nadie vio venir. Todo ese dialecto codificado entre las ensoñaciones de una libreta de notas o de varias.
El viejo Pacheco, con toda su fama y reputación, tampoco vio venir a Velázquez en ninguna de las dos vías: ni como el pintor más grande de su tiempo, ni como su yerno.
De todas maneras, lo acogió en su estudio, y le enseño a Velázquez su axioma máximo, su gran poder, resumido en estas palabras: “la imagen debe salir del cuadro, de adentro del cuadro, no a la inversa”.
Eso ya era una revolución Copernicana. La imagen saliendo del cuadro. Quién lo hubiera pensado antes. Velázquez llevó eso al extremo. En Las Meninas se ve un ejemplo de esto.
Pero detrás de esas miradas cruzadas, intervenidas, detrás de ese juego macabro y dulce a la vez de espejos, de dobles, de pliegues, de contornos a punto de desmoronarse, siempre la imagen da la sensación de estar hablando desde las oscuridades y los infiernos más íntimos y profundos de ella misma. No siendo ventrílocuo del afuera.
Lo mismo sucede cuando uno termina de leer La mañana sol de limón. Insolencia ponerle el verbo terminar, a ese camino de ida.
El cuchillo de bolsillo del lenguaje Savino. Todavía nos lo estamos tratando de sacar por alguno de los dos flancos, izquierdo o derecho, ahí entre el estómago y las costillas.
Como suele decirse, pero muy mal aplicado al caso: el cadáver todavía está fresco. Digo, con esta cosa morbosa de casi mal gusto: el cadáver de nosotros todavía está fresco. Terminamos de leer el libro y todavía no sabemos bien qué es lo que nos pasó por encima: nos queremos sacar el cuchillo que nos clavó La mañana sol de limón pero hacer esto resulta una operación tan ingenua como prematura e inútil. Habría que haber consultado con algún especialista, haber ido a algún hospital. Hubiera sido mejor que otro nos ayudara a sacarlo. Un clavo saca otro clavo, pero un cuchillo no saca otro cuchillo. No. Menos cuando no abundan los libros-cuchillos.
El libro-cuchillo es un artefacto letal, único, casi una anomalía en nuestros tiempos. Savino no tiene la culpa de haber escrito un libro-cuchillo. Ahora el elemento punzante lo llevamos adentro.
Como le gusta decir a él o no puede evitar poner de otro modo, se nos incrustó. Con suerte, quedará incrustado. Y esa herida sangrará a borbotones si intentamos quitarnos el cuchillo clavado de golpe. Mejor dejarlo ahí, que habite las entrañas, que se haga amigo del vientre, que habite la piel y se mimetice, que haga una especie de fotosíntesis post epidermis, un cuchillo subcutáneo para siempre, un libro-cuchillo bisagra.
Cuchillo-Savino cortó y se metió en las profundidades oscuras. Sí, con La Mañana sol de limón solapadamente, con el sol del mediodía en cuclillas, tan justiciero el sol que no pareciera que.
Y a plena luz del día cometió el crimen, entre cafés de Barracas y Avellaneda, entre el hoyuelo de Lola y su libreta de notas clandestina, entre un canto de teros que no deberían haber cantado jamás, y tilos que no deberían emanar tanto perfume a tilo. Ahí, a plena luz del día, como salido de un poema-Mastronardi, Savino inventó lo que siempre estuvo ahí pero no estaba: La mañana sol de limón.
Y ahora que nos clavó ese cuchillazo, el lenguaje de él se transformó en dialecto.
¿Justicia cósmica?
No lo creo. Eso es para poetas pulcros. No me hagas reír, me digo.
Sí, Barracas; Sí, Avellaneda. Sí a todo eso, estamos de acuerdo. Lo que no se anda diciendo del todo porque no está inventado: es que el lenguaje de Savino es un dialecto, arista que se termina de poner de manifiesto y catalizar del todo este último golpe de Cuchillo-Savino.
Ese es el cuchillo que nadie vio venir. Todo ese dialecto codificado entre las ensoñaciones de una libreta de notas o de varias.
El viejo Pacheco, con toda su fama y reputación, tampoco vio venir a Velázquez en ninguna de las dos vías: ni como el pintor más grande de su tiempo, ni como su yerno.
De todas maneras, lo acogió en su estudio, y le enseño a Velázquez su axioma máximo, su gran poder, resumido en estas palabras: “la imagen debe salir del cuadro, de adentro del cuadro, no a la inversa”.
Eso ya era una revolución Copernicana. La imagen saliendo del cuadro. Quién lo hubiera pensado antes. Velázquez llevó eso al extremo. En Las Meninas se ve un ejemplo de esto.
Pero detrás de esas miradas cruzadas, intervenidas, detrás de ese juego macabro y dulce a la vez de espejos, de dobles, de pliegues, de contornos a punto de desmoronarse, siempre la imagen da la sensación de estar hablando desde las oscuridades y los infiernos más íntimos y profundos de ella misma. No siendo ventrílocuo del afuera.
Lo mismo sucede cuando uno termina de leer La mañana sol de limón. Insolencia ponerle el verbo terminar, a ese camino de ida.
3/Pasaje Ensoñación
La mañana sol de limón es un cuadro pintado desde dentro de la mañana. Como si fuera algo nacido, creado y escrito, desde la mañana, para la mañana de Savino y su pasado en presente continuo. Las ensoñaciones del libro, me generan lo mismo que me produce ver el cuadro de Velázquez: las escenas naciendo del libro, pero anteriores a la concepción y la escritura del mismo: como si todo el entramado de ensoñaciones hubieran atravesado la línea del tiempo y capturado la mano de Hugo para tomarla de rehén hasta que terminara de escribir ese toco. Como dice él, ese toco del pasado.
Pero es en sus libretas de notas en donde se fue armando el entramado de la tríada: ensoñación- libreta-dialecto.
El resultado de la traída no es una fantasmagoría o un caminante triste hablando sobre ciudades y lugares perdidos al estilo Modiano: no. El resultado de la tríada es el cuchillo-Savino.
Como los boxeadores, que se ganan un apodo en alguna pelea legendaria, o en los Westerns, que épicamente sucede algo análogo, en La mañana sol de limón Savino nos logra incrustar su cuchillo a través. Yo no soy quién para ponerle un apodo a alguien. Pero no puedo evitar sentirlo de otra manera. Cuchillo-Savino entró por la puerta de atrás, por el backyard, como un ladrón en la noche: un ladrón que con su dialecto propio se apropió de todo un lenguaje, y de su pasado.
Un ladrón que a fuerza de ensoñaciones recuperó su pasado y lo transformó en un dialecto presente continuo.
Recuerdo bien la primera vez que leí Viento del noroeste. La lectura de aquel libro fue de una violencia extrema, como si fuera una extensión de la naturaleza, un alud, una avalancha, cargada de venganza fina y locuaz.
Pero lo de La mañana sol de limón ya no tiene ese gusto a venganza. Al contrario, la superación es producto de que el sabor agridulce que deja es el de la redención, una redención que sucede a plena luz del día: esa hora sublime en donde pasan las cosas más invisibles y rutinarias, entre las ocho de la mañana y las doce y media del mediodía.
Gaston Bachelard tiene todo un tratado sobre ensoñaciones, pero Savino y su cubo mágico tampoco encajan ahí. Estuve buscándolo, releyéndolo, para demostrarme que me equivocaba, que sí podía hacerlo encajar, pero no funcionó. No encaja. Me dije que es en vano hacer encajar en teorías literarias, en críticos, en filósofos de reputación erigida, a algo/alguien que no puede encajar.
Me dije: hay que dejarlo solo en esa cavidad, solo como él hubiera querido quedarse.
Porque La mañana sol de limón es una escritura sin guiones ni montajes: puro paisaje de ensoñación, pura incrustación de lo real en el cuerpo y en el tamiz del lenguaje haciendo devenir dialecto. Deseo puro de lecturas y escritura, de trayectos, de coordenadas, de logística de libros clandestinos transportados debajo del sobaco, como se debe y como le gusta a él.
Entre las coordenadas sutiles que nos desglosa Savino, se encuentran Florentino Ameghino, Palaá, Sarandí, el jazz de Sunny Murray, o el anhelo de algún pasaje de Mastronardi: deseo de deseo yéndose del pasado al presente, contado por intervalos, por frases cortas, un fraseo de fragmentos interrumpidos por otros fragmentos, pedacitos de pedacitos, miguitas de pan para palomas de barrio, detritus sutil en un espacio sideral imposible de recorrer.
A simple vista, algunos de esos fragmentos parecen anotaciones en servilletas de papel de bares, de cafeterías pasajeras o habitúes algunas veces, esas servilletitas buenas para nada, solo para decorar las viejas mesas de madera, porque por la misma porosidad son incapaces de absorber ningún liquido que llegara a derramarse, ni tampoco llegan a limpiar la grasitud en las bocas y las comisuras. Pero si son aptas para escribirles frases cortas listas para transpolar a la libreta de notas más tarde.
Cuchillo-Savino, pasaje-ensoñación: la constelación de La mañana sol de limón para armar daguerrotipos y siluetas, con la liviandad que tiene Lola, por ejemplo, siempre tan desplazable, tan sutil y ligera como una pluma que va y viene por el aire. Pequeñas pinceladas cortantes, pequeñas puñaladas imperceptibles del pasaje- Ensoñación a través del cuchillo-Savino.
La mañana sol de limón es un cuadro pintado desde dentro de la mañana. Como si fuera algo nacido, creado y escrito, desde la mañana, para la mañana de Savino y su pasado en presente continuo. Las ensoñaciones del libro, me generan lo mismo que me produce ver el cuadro de Velázquez: las escenas naciendo del libro, pero anteriores a la concepción y la escritura del mismo: como si todo el entramado de ensoñaciones hubieran atravesado la línea del tiempo y capturado la mano de Hugo para tomarla de rehén hasta que terminara de escribir ese toco. Como dice él, ese toco del pasado.
Pero es en sus libretas de notas en donde se fue armando el entramado de la tríada: ensoñación- libreta-dialecto.
El resultado de la traída no es una fantasmagoría o un caminante triste hablando sobre ciudades y lugares perdidos al estilo Modiano: no. El resultado de la tríada es el cuchillo-Savino.
Como los boxeadores, que se ganan un apodo en alguna pelea legendaria, o en los Westerns, que épicamente sucede algo análogo, en La mañana sol de limón Savino nos logra incrustar su cuchillo a través. Yo no soy quién para ponerle un apodo a alguien. Pero no puedo evitar sentirlo de otra manera. Cuchillo-Savino entró por la puerta de atrás, por el backyard, como un ladrón en la noche: un ladrón que con su dialecto propio se apropió de todo un lenguaje, y de su pasado.
Un ladrón que a fuerza de ensoñaciones recuperó su pasado y lo transformó en un dialecto presente continuo.
Recuerdo bien la primera vez que leí Viento del noroeste. La lectura de aquel libro fue de una violencia extrema, como si fuera una extensión de la naturaleza, un alud, una avalancha, cargada de venganza fina y locuaz.
Pero lo de La mañana sol de limón ya no tiene ese gusto a venganza. Al contrario, la superación es producto de que el sabor agridulce que deja es el de la redención, una redención que sucede a plena luz del día: esa hora sublime en donde pasan las cosas más invisibles y rutinarias, entre las ocho de la mañana y las doce y media del mediodía.
Gaston Bachelard tiene todo un tratado sobre ensoñaciones, pero Savino y su cubo mágico tampoco encajan ahí. Estuve buscándolo, releyéndolo, para demostrarme que me equivocaba, que sí podía hacerlo encajar, pero no funcionó. No encaja. Me dije que es en vano hacer encajar en teorías literarias, en críticos, en filósofos de reputación erigida, a algo/alguien que no puede encajar.
Me dije: hay que dejarlo solo en esa cavidad, solo como él hubiera querido quedarse.
Porque La mañana sol de limón es una escritura sin guiones ni montajes: puro paisaje de ensoñación, pura incrustación de lo real en el cuerpo y en el tamiz del lenguaje haciendo devenir dialecto. Deseo puro de lecturas y escritura, de trayectos, de coordenadas, de logística de libros clandestinos transportados debajo del sobaco, como se debe y como le gusta a él.
Entre las coordenadas sutiles que nos desglosa Savino, se encuentran Florentino Ameghino, Palaá, Sarandí, el jazz de Sunny Murray, o el anhelo de algún pasaje de Mastronardi: deseo de deseo yéndose del pasado al presente, contado por intervalos, por frases cortas, un fraseo de fragmentos interrumpidos por otros fragmentos, pedacitos de pedacitos, miguitas de pan para palomas de barrio, detritus sutil en un espacio sideral imposible de recorrer.
A simple vista, algunos de esos fragmentos parecen anotaciones en servilletas de papel de bares, de cafeterías pasajeras o habitúes algunas veces, esas servilletitas buenas para nada, solo para decorar las viejas mesas de madera, porque por la misma porosidad son incapaces de absorber ningún liquido que llegara a derramarse, ni tampoco llegan a limpiar la grasitud en las bocas y las comisuras. Pero si son aptas para escribirles frases cortas listas para transpolar a la libreta de notas más tarde.
Cuchillo-Savino, pasaje-ensoñación: la constelación de La mañana sol de limón para armar daguerrotipos y siluetas, con la liviandad que tiene Lola, por ejemplo, siempre tan desplazable, tan sutil y ligera como una pluma que va y viene por el aire. Pequeñas pinceladas cortantes, pequeñas puñaladas imperceptibles del pasaje- Ensoñación a través del cuchillo-Savino.
4/ En el final está el principio del Exódo
Cartapacio o cuaderno, libreta de notas y libro debajo del brazo, y a andar. A poner en movimiento un sistema nervioso ya movilizado de antemano por tanto traqueteo y desalojo.
Entonces habrá que avivar el fuego mítico. Derribar los tótems, descabezarlos. La narración es la peste; el realismo, otra peste. Savino lo supo desde siempre.
Desde su éxodo Savino le escapa a las pestes, las esquiva como un torero, con el oficio que aprendió de las márgenes del tiempo. La mañana sol de limón representa su alejamiento póstumo sublime, escrito en los márgenes mismo del tiempo, en esos bordes no cosificados, en donde todo está por nombrarse todavía. Lejos de las catarsis de los escritores establecidos y maduros, lejos de las chocheras, lejos de las pedorreadas melancólicas, lejos de las sintaxis normalizadores y normalizantes, lejos de las vigilancia sintácticas.
Escuchar el pasado, como dice él. Ponerse en órbita y escuchar los dialectos, y dejar entrar la luz de la mañana y del mediodía, y que los fantasmas alegres y felices bailen en la sala.
Los perros-perdidos de Savino, los perros sin dueño que andan sueltos en su novela, que se preguntan si tendrán dueño, pero pasan de largo, pasan a través, siguen hacia su derrotero.
Sus fantasmas tampoco tienen dueño: ni siquiera él les busca poner dueño, nombre, correa, espacio. Más bien diría que el texto demarca una especie de topología, pero me abstendría de decirlo porque los lacaneanos que lo lean se van a hacer un festín cuando quieran ir a buscar la referencia a algo que se hace carne solo a veces (si el escrito te corta, y se te incrusta).
En el camino del éxodo y la ensoñación, todo puede ser de todos, pero nada es de nadie realmente. Por eso Cuchillo-Savino corta por el lado más grueso, se hunde casi pacíficamente, lentamente, como la hora de la siesta, con la luz entrando de refilón por los ojitos de ese tipo de persiana. Ensoñación y Éxodo en este caso: formas y reformas de establecer una correspondencia de guerra vigente: entre pasado y presente, al estilo Nadesha Mandelstam, señales codificadas, guerra de guerrilla solapada. Donde Hugo cortó líneas de abastecimiento personal, donde lleva a cabo su guerra por otros medios, a la inversa de la inversa de Clausewitz.
Donde ya nada es venganza, sino cuchillo lento de cuchillero sutil en su dialecto, redención y ensoñación, y pasar a través de pequeños éxodos con imágenes por cartografiar.
No se redunda en remilgos: las palabras punzantes cortan y dan estocadas entre frases fragmentadas mínimas. Desalojo a secas, sin adjetivos remolones o pelotudos, así, como en la página 153: “éxodo sin gloria, sin épica, chato, marrano. Desbande. Desalojo”.
El Éxodo como vía de escape, de eludición con elegancia. Éxodo a los procedimientos literarios de salón, de manual, éxodo a los lobistas de la literatura argentina, éxodo de los profesores universitarios que enseñan a escribir con método y narrativas claras, con hilos conductores, éxodo del realismo bravucón, éxodo de la narración, éxodo de la melancolía, éxodo del éxodo. El éxodo como forma final de encontrar un principio, de perder el poco hilo que queda, de terminar de cortarlo. Éxodo de Barracas a Avellaneda, ida y vuelta si querés, en camión, Ford del 38´ y sin vuelta por venir.
Un éxodo ligero, colorpoemaMastronardi, como si todo eso pudiera ser una mezcla de amarillo dulzón, naranja o ámbar, todo junto. Qué estúpido, otra vez no vi venir al cuchillo: la noción ya estaba inventada, para todo eso junto. Se trata de La mañana sol de limón, la redención del éxodo, el canto del éxodo entre la mañana y el mediodía, con el color más nítido posible de la mañana con sus formas y reformas, texturas, olor a café, colores y sonidos.
Un libro es genial cuando es letal. Y un libro es letal, cuando ocasiona que los otros hablen más sobre el libro que sobre el autor. Creo que no tengo nada más que decir al respecto.
Y el tero Banfileño cantará entre medianeras infinitas, en una mañana concéntrica.
Cartapacio o cuaderno, libreta de notas y libro debajo del brazo, y a andar. A poner en movimiento un sistema nervioso ya movilizado de antemano por tanto traqueteo y desalojo.
Entonces habrá que avivar el fuego mítico. Derribar los tótems, descabezarlos. La narración es la peste; el realismo, otra peste. Savino lo supo desde siempre.
Desde su éxodo Savino le escapa a las pestes, las esquiva como un torero, con el oficio que aprendió de las márgenes del tiempo. La mañana sol de limón representa su alejamiento póstumo sublime, escrito en los márgenes mismo del tiempo, en esos bordes no cosificados, en donde todo está por nombrarse todavía. Lejos de las catarsis de los escritores establecidos y maduros, lejos de las chocheras, lejos de las pedorreadas melancólicas, lejos de las sintaxis normalizadores y normalizantes, lejos de las vigilancia sintácticas.
Escuchar el pasado, como dice él. Ponerse en órbita y escuchar los dialectos, y dejar entrar la luz de la mañana y del mediodía, y que los fantasmas alegres y felices bailen en la sala.
Los perros-perdidos de Savino, los perros sin dueño que andan sueltos en su novela, que se preguntan si tendrán dueño, pero pasan de largo, pasan a través, siguen hacia su derrotero.
Sus fantasmas tampoco tienen dueño: ni siquiera él les busca poner dueño, nombre, correa, espacio. Más bien diría que el texto demarca una especie de topología, pero me abstendría de decirlo porque los lacaneanos que lo lean se van a hacer un festín cuando quieran ir a buscar la referencia a algo que se hace carne solo a veces (si el escrito te corta, y se te incrusta).
En el camino del éxodo y la ensoñación, todo puede ser de todos, pero nada es de nadie realmente. Por eso Cuchillo-Savino corta por el lado más grueso, se hunde casi pacíficamente, lentamente, como la hora de la siesta, con la luz entrando de refilón por los ojitos de ese tipo de persiana. Ensoñación y Éxodo en este caso: formas y reformas de establecer una correspondencia de guerra vigente: entre pasado y presente, al estilo Nadesha Mandelstam, señales codificadas, guerra de guerrilla solapada. Donde Hugo cortó líneas de abastecimiento personal, donde lleva a cabo su guerra por otros medios, a la inversa de la inversa de Clausewitz.
Donde ya nada es venganza, sino cuchillo lento de cuchillero sutil en su dialecto, redención y ensoñación, y pasar a través de pequeños éxodos con imágenes por cartografiar.
No se redunda en remilgos: las palabras punzantes cortan y dan estocadas entre frases fragmentadas mínimas. Desalojo a secas, sin adjetivos remolones o pelotudos, así, como en la página 153: “éxodo sin gloria, sin épica, chato, marrano. Desbande. Desalojo”.
El Éxodo como vía de escape, de eludición con elegancia. Éxodo a los procedimientos literarios de salón, de manual, éxodo a los lobistas de la literatura argentina, éxodo de los profesores universitarios que enseñan a escribir con método y narrativas claras, con hilos conductores, éxodo del realismo bravucón, éxodo de la narración, éxodo de la melancolía, éxodo del éxodo. El éxodo como forma final de encontrar un principio, de perder el poco hilo que queda, de terminar de cortarlo. Éxodo de Barracas a Avellaneda, ida y vuelta si querés, en camión, Ford del 38´ y sin vuelta por venir.
Un éxodo ligero, colorpoemaMastronardi, como si todo eso pudiera ser una mezcla de amarillo dulzón, naranja o ámbar, todo junto. Qué estúpido, otra vez no vi venir al cuchillo: la noción ya estaba inventada, para todo eso junto. Se trata de La mañana sol de limón, la redención del éxodo, el canto del éxodo entre la mañana y el mediodía, con el color más nítido posible de la mañana con sus formas y reformas, texturas, olor a café, colores y sonidos.
Un libro es genial cuando es letal. Y un libro es letal, cuando ocasiona que los otros hablen más sobre el libro que sobre el autor. Creo que no tengo nada más que decir al respecto.
Y el tero Banfileño cantará entre medianeras infinitas, en una mañana concéntrica.