28.11.16

Aída, o la piedad recompensada, por Santiago Sarachi


El amor es un sentimiento, o mejor dicho, un concepto (puesto que éste acarrea consigo muchos otros sentimientos) tan antiguo como el hombre mismo, pero actual y moderno a la vez, que, si bien parece un tema bastante "gastado" aún conserva su validez, y que se va renovando conforme pasan las épocas, pero manteniendo su esencia; es por ello que digo que es antiquísimo y nuevo al mismo tiempo. Las pasiones y sentimientos exaltados que sentían Apolo y Dafne, Rosina y el conde de Almaviva, Floria Tosca y Mario Cavaradossi, Alfonso XII y Mercedes de Orleans, entre muchos otros, son, en esencia, los mismos que sentimos nosotros hoy en día, aunque los tiempos y el contexto hayan cambiado.
  
Como aún no he llegado a la edad de inventar, me limito tan sólo a relatar; a relatar una historia más bien trágica, dramática, triste si se quiere, que sacudió a la aristocracia porteña y conmocionó el mundo operístico del Río de la Plata. El drama de una diva, de sangre romana, que, a principios de este turbulento siglo, supo conquistar el escenario del Colón e innumerables corazones; su vida misma era como una ópera, y terminó siendo una suerte de Floria Tosca porteña, aunque algunos la llegaron a comparar con Felicitas Guerrero, cosa que me parece más acorde; a pesar de las diversas opiniones, todos coinciden en que mientras vivió, no hubo mujer más bella, enigmática, incluso majestuosa en toda la República. Esta es la historia de Aída Spadone.
  
Por diversos motivos, tan sólo yo puedo contar esta historia, puesto que soy el único que recopiló todos los detalles del drama y está en grado de hacer un libro con ella. Y hoy, antes de que mi memoria empiece a fallar y me traicionen los recuerdos, me dispongo a plasmar con la noble pluma esta tragedia de amor y muerte.
Antes de comenzar con el relato veamos, pues, cómo fue que llegaron a mí estos detalles sin los cuales esta historia sería tan insípida y breve como las noticias que salieron la semana del deceso de nuestra heroína:
Era una gris tarde de Junio, del año de nuestro Señor 1916, y un ominoso cielo de tormenta se cernía sobre Buenos Aires.  Sin nada que hacer, y con la lluvia a punto de desatarse, me propuse reorganizar y acomodar toda la casa, que era muy evidente que lo necesitaba, y a falta de servidumbre, tenía que hacer esa tediosa tarea yo mismo. En un rincón de la biblioteca, en medio de ese desorden imperante, hallé un libro que una amiga había olvidado en mi casa hacía ya varias semanas y que no me había molestado en devolver, así como ella en reclamarlo.
Era un viejo tomo de " La dama de las Camelias", de Alexandre Dumas. Es una novela muy bonita en verdad, que trata sobre una entretenida, Marguerite Gautier, su romance con Armand Duval, el intento de rehabilitarse de esa viciosa vida de cortesana, el retorno a susodicho estilo de vida, y finalmente su muerte y redención.
Me puse a hojear el libro y encontré algo que me llamó la atención: la dedicatoria que tenía en la primera página. Escrita con una letra elegante, rezaba lo siguiente:
 
  Para mi querida Aída. Eres para mí lo que Marguerite fue para Armand.
        Eternamente tuyo,
                              Fernando.

  
Esa dedicatoria me intrigó mucho esa semana. ¿Quiénes serían aquellos dos amantes, novios o lo que fueran? ¿Qué historia se hallaría detrás de esa dedicatoria? Ese tipo de dudas me mantuvieron en vilo varios días, hasta que decidí que era momento de devolverle el libro a su legítima dueña, y aprovechar la ocasión para incursionar un poco en los hechos concernientes a susodicha dedicatoria, que era lo que realmente importaba, ya que no me hubiese importado quedarme con el libro, puesto que esa amiga era en realidad una conocida la cual hace mucho tiempo no veía  y no me hubiese sentido culpable por la apropiación.
Por esas fechas, también pensé en la hipótesis de que esa Aída fuese la soprano, la gran diva; y surgió en mí a raíz de que esa semana era el segundo aniversario de su muerte y que la legítima propietaria del libro era íntima amiga de la diva, y mi mente siempre delirante y soñadora fantaseó con la posibilidad de descubrir una historia inédita, y mi corazón, muy curioso como es, me incitó a incursionar en la vida de esta dama.
   
El mundo del teatro es algo que nunca entenderé, qué es verdad, qué no, cuándo termina el drama y empieza la vida real, si es la persona la que habla o el personaje; quizá esté confundido o equivocado en mi percepción de este arte, quizá sólo sea que estoy un poco loco y veo cosas que no son. Por otra parte, admiro mucho el trabajo de la gente del teatro; de hecho mi sueño era ser director de orquesta, pero me vi frustrado por mi incoordinación y absoluta carencia de talento. 
El Colón era mi mayor pasatiempo: todas las semanas iba, y cuando la diva estaba en escena, en especial cuando interpretaba Tosca, su papel favorito, la ocasión era un deleite.
Aída no era como el resto de las personas. Era como un enclave del pasado en el presente; como si el pasado se la hubiera olvidado, para que, con esa elegancia regia que poseía, traernos el esplendor de la Roma pontificia a nuestra afrancesada Buenos Aires; una reliquia áurea y antigua que viene de otra época. Todos los días se paseaba por las barrancas de Belgrano y el bosque de Palermo: se bajaba de su coche en los Portones y caminaba hasta el Rosedal, llevando algún vestido de muselina u otro material ligero blanco o algún otro color claro para las épocas de calor, o alguno de terciopelo cuando hacía frío; un amplio sombrero muy adornado; su abanico ( ella siempre decía que una dama sin abanico era como un caballero sin espada); unas pocas joyas; su chal de Cachemir que le llegaba hasta el suelo y, como siempre, un ramo de rosas, blancas de lunes a viernes, rosas los sábados y rojas los domingos. A veces, detrás de ella venía un criado llevando a su perrita: una terrier escocés de color negro, que ella llamaba Cocó.

Alta y delgada hasta la exageración, Aída poseía en sumo grado el arte de hacer desaparecer aquel olvido de la naturaleza con el simple arreglo de lo que se ponía, todo tan hábilmente dispuesto que ni el ojo más exigente hubiese podido hallar algo que criticarle.
Como he dicho ya, era una mujer de gran belleza. Su cabeza era una maravilla y objeto de gran coquetería; era como si hubiese sido tallada por Miguel Ángel sobre el más fino mármol blanco. De forma ovalada, de una gracia indescriptible, en su hermosa cara brillaban dos ojos azules como zafiros, coronados por dos cejas perfectas de un arco tan puro que parecía pintado; sus rosadas mejillas, y su piel en general, eran como de porcelana de Sèvres; su nariz, obra maestra por sí sola, fina, perfilada, con dos ventanillas un poco abiertas por una ardiente, sensual respiración; los dientes, como perlas, los labios de rubí. Sus cabellos, castaños, ondulados, cuando estaban sueltos le llegaban hasta el pecho, ese pecho ardiente y poderoso el cual le suplía de aire para entonar las dulces notas que emanaban de esa boquita  escarlata y que resonaban por toda la sala, desde la platea al paraíso, cautivando a toda la audiencia y emocionando a todo aquel que la escuchara. Y vale decir que su voz no era el único causante de esto, si no también su expresión "virginal, incluso infantil", de la cual no hay mucho más que agregar.
*
Violeta Della Valle, ése era el acertado nombre de la mujer en cuestión, mi amiga, o conocida mejor dicho, la legítima dueña del libro y la que esclarecería todas mis dudas.
Era una mujer de unos cuarenta años, algo voluminosa ( digo "algo" por pudor, puesto que en realidad estaba bastante excedida de peso), siempre alegre y optimista, con un aire de campesina más que de ilustre dama porteña, con la cual no había que tener mucha diplomacia para que te dijese lo que querías saber; pero, aún así, era mejor ser precavidos en esta cuestión. Se corría el riesgo de ofender a la dama.
Me atrevo a decir que la dama era una de esas encantadoras señoras hechas casi por encargo para ser madre, si bien su esposo nunca se había dignado en concederle esa gracia. Víctor, que así se llamaba el marido, era todo lo contrario a Violeta, oscuro, un poco depresivo, siempre con cigarro en mano, cosa que Violeta odiaba.
Exactamente una semana después de haber hallado el libro, me presenté en su casa. Me abrió la puerta el ama de llaves y me condujo hacia el salón.
–Ah querido amigo, no lo esperaba. Qué grata sorpresa. ¿Cómo está? Hemos pasado muchas semanas sin vernos... –me dijo al verme.
–Bien, por suerte. He venido a devolverle algo que es suyo y que no me había percatado de que estaba en mi poder.
–Sí, cómo no. Siéntese.
El petit hôtel de Violeta era un encanto. Tenía vistas hacia el Castillo de los Leones, y contaba con un precioso jardín.
–¿Y qué es lo que me quería dar?
–Este libro –y le entregué el tomo en cuestión.
Pareció que ésto la turbó, puesto que se quedó atónita por un instante.
–Sí, no me había dado cuenta de que no lo tenía.
–Lo encontré el otro día. De haber sabido antes que lo tenía, se lo habría traído hace mucho.
–No se preocupe, gracias por traerlo.
–Disculpe mi atrevimiento, pero estuve leyendo el libro y quisiera que me hablara de él.
–No sea tan formal al tratar nimiedades como ésta, no soy la infanta Isabel de Borbón. Ahora le cuento todo lo que quiera saber. Es un libro muy lindo. Lo escribió Alexandre Dumas, basándose en una entretenida de verdad, Alphonsine Plessis. ¿Gusta de un café?
–No, gracias
–Yo pediré que me preparen un té. Espéreme un segundo.
Por suerte la señora tenía el mismo buen humor de siempre. Volvió al cabo de unos minutos, con un criado detrás que portaba una bandeja con el té y masas finas. En ese momento llegó Víctor:
–Buenos días, señor Della Valle, ¿cómo se encuentra? _ le dije.
–Muerto –me respondió, de una manera no muy educada. Mas yo no me ofendía, pues ese era su usual comportamiento.
–Por favor, discúlpelo –replicó Violeta–. ¿Y qué era lo que me quería preguntar?
–Sobre la dedicatoria de la primera página.
–Sí, ¿qué sucede con eso?
–Bueno, hábleme de ella...
–Ay, es una historia antigua... Es mejor no perturbar a los fantasmas del pasado...
–Se lo ruego, esa dedicatoria me tiene muy intrigado.
Después de meditarlo un poco, finalmente dijo:
–Bueno, está bien.
–¿Quién es esa Aída? –pregunté, casi al instante.
–Aída Spadone.
–¿La gran diva?
–¿Y quién más podría ser?
–¿Y ese tal Fernando?
–El marqués de Calatrava
–¿Marqués? ¿Y qué relación tenía con ella?
–Era su amante.
–¿Amante?
–Novio, en realidad.
–No sabía que tenía uno.
–Fue el segundo que tuvo. Luego hubo un tercero, el último.
Violeta se levantó y se dirigió hacia la chimenea, donde tenía un cuadrito con la foto de la diva y otro en el que estaban ellas dos, el marqués y otros más. Me pareció ver que una lágrima descendía sobre sus mejillas.
–Ésa sí que fue una gran amiga. Lo suyo fue en verdad una tragedia.
–Creo que debería irme ahora.
–No, está bien. ¿Acaso no quería saber la historia?
Asentí con la cabeza, aunque sentía que, un poco, me aprovechaba de la buena predisposición de la señora, y estaba incómodo al poder hacer brotar dolor de heridas aún no cerradas.
–Entonces voy a contársela. Dígame, ¿Piensa escribir algo?
–Quizá.
–Entonces creo que también tendría que hablar con el marqués y otras personas más, si quiere el relato completo.
–No lo sé, nunca conocí a un marqués.
–No tenga miedo –respondió ella con su tono de madre– es un hombre muy sencillo, pasaría desapercibido como si fuera un plebeyo más en esta olla a presión que llamamos Buenos Aires. Va a venir a cenar mañana con un amigo. Podría venir usted también y así tendría el puntapié inicial para comenzar a recolectar los testimonios para reconstruir la historia.
–¿Está segura? No quisiera ser indiscreto... –respondí.
–De no estarlo no se lo habría propuesto.
Y así nos quedamos hablando toda la tarde, de la vida y demás cuestiones. Si bien se habían confirmado algunas de mis dudas, la curiosidad aún me mantenía en vilo y no podía esperar a cenar con esa gente y saber por fin cómo fue el drama. Ya en mi casa, los nervios no me dejaban dormir y pensaba en la diva.

Aída había nacido en Roma. Por aquel entonces la familia había adquirido una villa fuera de la urbe, en el Gianicolo, no muy lejos de las murallas. Su padre era un hombre de negocios, su tío era cura y tenía una tía abuela en Venezia. La madre falleció al poco tiempo del parto, entonces ella encontró en su abuela Diana la mujer que la criaría, una mujer de presencia majestuosa, casi como una princesa, antigua y elegante, que inspiraba el mayor de los respetos, como si fuera una Orsini; parece que de allí Aída sacó su presencia regia. Cuando tenía cuatro años, su padre, por negocios, dejó muy a su pesar la Ciudad Eterna y se trasladó a la muy noble y muy leal ciudad de Buenos Aires, llevándola consigo, y también a la abuela ( su abuelo había muerto hace tiempo), e instalándose en un hôtel particulier en Recoleta. Los primeros seis años aquí los pasó en esa casa. Todas las tardes escuchaba a la abuela tocar en el piano hermosas melodías, de Bach, y de Mozart, y alguna que otra de Tchaikovsky, y veía, maravillada, cómo sus dedos se deslizaban por el teclado de marfil del viejo piano alemán, cosa que después la inspiró a aprender ese arte. A los diez años se mudaron a un caserón en el bajo San Isidro, con un gran jardín con vista al río, aunque conservaron su residencia de Recoleta. Desde muy temprana edad, Aída ya manifestaba predilección por la música, en especial la ópera, y su padre decidió mandarle a un conservatorio de música, donde aprendió a tocar el piano, y a cantar. Su talento fue tal que con sólo veinte años, y a dos años de la apertura del teatro, conquistó el escenario del Colón siendo ovacionada como ninguna otra diva que haya pisado ese lugar. A los pocos meses, el padre sufrió un accidente montando a caballo que le causó la muerte y ella quedó sola, con su más que octogenaria abuela.
La herencia dejada por su padre era bastante substanciosa y la carrera operística le dejaba cuantiosas ganancias. Pero, por más adinerada que fuese, no gustaba de hacer mucha ostentación de su dinero ni era vanidosa, al contrario, era una mujer bastante sencilla. 
La rutina de la diva era bastante monótona, pero ella al menos era feliz. Dividía su tiempo entre la abuela, el piano, caminar por Palermo, estar con Violeta y Víctor, y  Christian ( su mejor amigo, del cual hablaré más adelante), y el Colón. Ésa era su gran pasión, interpretar toda esas óperas, en especial Tosca. Se identificaba a tal punto con la protagonista de esa magnífica obra del gran compositor Giacomo Puccini que sus colegas del teatro comenzaron a apodarla Floria. Si hubiesen sabido de su final, la habrían apodado Felicitas.
Cabe destacar que Aída era también una mujer muy pía y devota. Iba a misa todos los domingos, rezaba todos los días, daba dinero a los pobres, llevaba flores a los altares, e incluso, en innumerables ocasiones donó de sus joyas para el manto y la corona de la Virgen.
Ella no podía comprender que existiera gente sin religión y que se atreviera a cuestionar la existencia de Dios y a la Santa Romana Iglesia; es más, ella siempre decía: "Con todos esos perros agnósticos, enemigos del Santísimo Gobierno, no hay que meter baza".

Aída era también una persona muy melancólica, con tendencias hacia la depresión, aunque no lo demostrara e intentara estar, o al menos parecer, siempre alegre. Gustaba mucho de la música napolitana y española, además de la ópera. Muy seguido se la veía apoyada en el alféizar de la ventana, entonando las estrofas de la canción "¿A dónde vas Alfonso XII?":

De los árboles frutales
Me gusta el melocotón
Y de los Reyes de España
Don Alfonso de Borbón
¿Dónde vas Alfonso XII?
¿Dónde vas triste de ti?
Voy a buscar a Mercedes
Que ayer tarde no la vi
Si Mercedes está muerta,
Muerta está que yo la vi.
Cuatro duques la llevaban
Por las calles de Madrid...