Los cerámicos rebotaban a cada flanco: color crema sucia.
Abajo, las baldosas del piso eran marrón musgo; rebotaban también con cada paso
a la carrera, pero de adelante para atrás. No entraba el cielo raso en el
paraguas visual cuyo eje constituía la puerta del aula cada vez más pronta, más
nítida, más amenazadoramente neta.
Mara se frenó en el umbral, respiró, al celular le sacó el
sonido, miró los cerámicos crema sucia por enésima vez sin dedicarles ningún
pensamiento específico y produjo, hacia la puerta, un rictus apático, severo.
Ángulos y diagonales hervían atrás del vidrio esmerilado. Se filtraban
risotadas, murmullos y cuchicheos, movimientos rápidos, espásticas
preparaciones de un grupo estudiantil pospúber que ya intuía la presencia de la
profesora en las inmediaciones. Mara entró –le brillaron los dientes redondos
filosos. Los pupitres contenían con prolijidad cada cuerpo de cada alumno y
ellos, a su vez, contenían el aliento, subrayadamente alegres. Sobre la mesa de
la profesora, dulce de leche y brillantina goteaban encima de una chocotorta.
¡¡¡Ffffffff
eeeeeeeeh
liiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
eeeeeeliiiii
cuuuumm
ffffffeeeeeee
pleeeeaaaaaah
aahhh ñoooooooo
cuuuumpleeaaaahh
feeeeH! oooossss
oooooossssssss !!!
Natalicio de Mara.
No estaba sorprendida por la sorpresa, sí por la
organización.
¡¡¡Queeeeeeeeeeeee
loooooooooooossscuuuuuumh..!
No hace falta, no hace falta, ¡gracias!, cortó en seco con
el brazo alto y la palma visible: plano recto contra sus facciones
adolescentes.
Ellos respetaron; truncaron el canto. Fue hasta la
chocotorta pensando que tenía que fingir una alegría para con. Los illuminati
seguían sus movimientos en silencio expectorante. Qué raro esto de la torta,
del dulce cobrizo manchador de superficies y pegote, ¡hasta unas servilletas
descartables al lado, prepararon! Poco predecible por parte de una turma
que apenas recordaba las tareas de un día al otro, que se amuchaba con el
timbre de recreo todos atobillados en el marco de la puerta (¡tan estrecha!), y
rezongaban y tropezaban y hacían castañetear metálicos sobredientes. Se sentó,
Mara, dejó el bolso en el suelo. Los estudiantes inflaban ojos aerostáticos; y
nadie notaba nada raro en el escuálido tilo que, a través de la ventana,
empezaba a bambolearse contra un cielo limpio, crudo. Adentro, era calor en los
sobacos –algo que todos coincidían en experimentar– y un hegemónico olor a
hormonas condensándose en el aire. Cortarlo con cuchillo. Battaglia, de la
primera fila, de esclerótica columna, le alcanzó un cubierto chato: lo arrastró
con el índice sobre la fórmica.
¡No voy a ser yo!, Mara hizo un quejido, ¡la misma
cumplañera! No, seño, tiene razón, se atajaron los estudiosos, que corte
Battaglia ¡Si yo ya le di el cuchillo..!, Battaglia argumentó. Es verdad, ella
le había alcanzado el plástico; irreprochable. La vaga de Battaglia. ¡Orden! El
de la esquina: Alfonso, haga los honores. Juajuajuahaaha. ¿A qué se debe? Se
llama Fonzio, Adolfo: no Alfonso. A eso denominamos “contracción”, de paso
aprenden. Fonzzio, los honores.
Fonzio, Adolfo, restregó las suelas sobre el piso vinílico
(con aroma a goma eva; más para Gimnasia que para Prácticas del Lenguaje), se
avino a la chocotorta e irguió el utensilio en mano. Con los dedos se sostenía
a la fórmica para no caer, que su estructura ósea era esquiva y frágil
–consecuencia de escaso aire fresco y un onanismo vernáculo. Apuntó, dio en el
centro, delineó un círculo como con compás. La brillantina maravillaba.
En esos brillos casi me pierdo, se despabiló Mara,
concentración, no pierdas lo atenta. Al fondo, atrás de Fonzzi, unas curvas se
mueven. Líneas blandas, líneas duras. Mara se puso de pie para rebasar al
estudiante –¡justo uno alto!– y pescar a esos movedizos del fondo. ¡Allá!
¡Atención! La tropa reaccionó unmediata poniéndose de pie también: no dejaron
ver. Los movimientos del fondo se fragmentaron. ¡¡Heil, Mara!! Trentaiún
cuadros formados en rectángulo: brazo derecho levemente sobre los noventa
grados respecto del cuerpo, mueca austera anuncio de sonrisa, medio chiste
medio en serio, uniformidad como síntesis probable de un grupo éticamente
heterogéneo. ¡¡Heil!! Descansen, replicó Mara (automática). ¿Cuándo les
había enseñado esto? ¿No fue al quinto año del año anterior?
Alto, anunció. Fonzio, al banco, gracias.
No era algo bueno. Con el quinto había salido horrible; se
había desplazado fuera del control relativo del aula, y la experimentación
–posestructuralista en principio– había contraído una disforma fascistoide no
deseada, no calculada, irregular, extrema, independentista o arcaica. No
lograba decidir el término: el justo término.
¡Alfonsooooww!, se oyó en falsete entre las filas. Burlesque
pronto reprimido con amonestación gestual (rubias cejas juntas y, en la vista, brillo
glasé). Alto, reincidió Mara, torta entre paréntesis, ¿de dónde sacaron el “Heil”?
Risas, más risas, nunca nos alejaremos lo suficiente de las risas, ni reclusa
en escafandra lograría amortiguar la estridencia en eco de estas sus risas de
cristal chirrioso.
¡Profeeeh!, sonreía Yen, Graciela, la más recta de los
brazos en salvecésar. Nos muestra a todos el control de sí, la autoconciencia
física. Ha de ser genial en el salto en largo. Gorjeo cristalino. Los dedos
juntos y su almohadillada palma, ni restos de tinta. Falta hacerlos escribir.
¡Saquen hoja! ¡No, profeeh! Descansen. Todos se sentaron menos Graciela, que se
explayó: Vos nos enseñaste, Mara, la formación. Hoy para tu cumplaños la
practicamos. ¡Heil!, hipó y de vuelta al pupitre. ¿No vamos a comer la
torta?
Mara decidió doblegar el temple: dispensar una hora libre.
La turma celebró brevemente y se acercaron los bancos centímetros,
arrastrando, en torno al escritorio, patas de fierro que rebotaban en el suelo
de goma, clac, clac, ploc, un metálico ahogo de ronquidos. Paz. Organización.
Se anunció Evaristo y luego se puso a repartir servilletas sobre cada banco.
Allí irían a parar las porciones que aún se demoraban, anche listas para
la deglución en su bandeja matriz.
Un brumbrum del estómago le escandió los pensamientos.
Meditaba en amplia silla barniz oscura, meditaba y los miraba hacer. Calibraba
la serenidad de sus gestos hasta hace días histéricos y desmedidos. Un cambio;
había devenido un cambio. Pero las causas no eran claras; más bien un fondo
denso turbio, nubarrones, neblina, detrás de la que esquivas figuras ensayaban el
baile amorfo de una explicación. Brumbrumm, hambre matutino: se acercaban las
once. Poco había comido. ¿Una manzana? ¿Leche? Tostadas, sí, no; habían quedado
en la cocina enfriándose, endureciéndose, perdiendo vapor a hilos porque el
reloj ya marcaba. Las iba a encontrar, seguro, a la vuelta, incomibles. ¿Apagué
la hornalla? Heil, ¿cuándo les había dicho lo del Heil? No era
este grupo, no. Está en este grupo Evaristo, de familia judía; nunca hubiera.
¡Evalisto!, clausuraron los graciosos de la esquina norte,
siemprevivos siemprelistos para la práctica de juegos con nombres y eso. Con
éste estrenaban chiste: Evalisto. Evaristo había terminado de repartir
servilletas y porciones, y ya acercaba la que le correspondía a Mara, con un
M&M verde en medio. Un tic en los labios de Evalisto al arrimar el prisma
chocolatoso, queriendo ser sonrisa. Flequillo mustio y azabache portaba, como
siempre, cubriendo un ojo: el otro de lívido celeste, escondrijo. En la
comisura, más cerca, la profesora captó un dejo de ironía. La ironía, pensó,
pibes y pibas adictas a la ironía pero cuya presencia en el discurso siempre
fracasan en identificar. No se puede ser irónico con ellos porque la
comunicación se quiebra, aparece una grieta aparentemente generacional pero
efectivamente institucional, de roles. Y cuando son ellos los que enuncian, la
ironía sale para todos lados: como una excreción, detritos, un sudor irónico.
¡Baño de sarcasmos les debería dar! ¡¡Qué se limpien!!
Recibió el bloque, pesado, en un hueco hecho con las manos.
Lo elevó para mirarlo al ras. Capas tectónicas de chocolinas humedecidas con
Nesquick, dulce de leche como lava, fluye densa y en evoluciones fractales. Si
fracasa la ironía, ¿a qué nos atenemos? No podría ser siempre explícita,
presumió Mara para adentro, me secaría y lo que se seca después se agrieta:
como las patas de pevecé de la silla que puse, un verano, en el balcón,
intemperia. Se quebraron, se quiebra, requiebros. ¿Qué le pasa?
Al centro, tercera hilera, uno de los illuminati se
doblaba por la altura del vientre. Boqueaba con la cabeza abajo del pupitre y
se escurría las rodilleras del pantalón gris uniforme. Solo se le veía la giba
de la espalda, el suéter mostaza del colegio corcoveando. Pelusas amarillentas
danzaban en el aire. Algodón de azufre. ¿Y a ese qué le pasa? Mara sentía entre
los dedos el áspero papel tissue. A ese, ¿qué le pasa? El resto de la turma,
inmutable. Lo miran, al compa tembloroso, resquebrajarse. Resto de chocotortas,
intocadas, sobre pupitres, prístinas bajo los tubos de luz que eliden toda
sombra. Las porciones permanecen sin mella menos una: la del tembleque. En ella
se evidenciaban las incisiones del glotón, el que no esperó, el del sapo en el
vientre. ¿Será eso? Eso lo que lo tiene temblequeante, un sapo; que no son requiebros
amorosos, de sapo príncipe. Descreo. ¿Croa?
La cabeza del pupilo dio coletazo inesperado para atrás y
quedó su pecho en contracciones, la pera lábil en punta y hacia arriba. No es
nada, seño, saltaron en coro las chicas zona sudoeste –grupo de tres solícito.
Con cada semana que pasa más se parecen a sus madres, más base en el cutis y
menos, más reducido lo espontáneo y verduril de sus semblantes. Debe ser
alergia. ¡Sí!, afirmaron otros del medio, Lucio es siempre alérgico al todo,
todo el tiempo. La totalidad, Mara largó el aire contenido por uno, dos, tres
segundos largos: el suspiro se deslizó en su dentadura. Así que ese es Lucio el
que croa sobre la cruz, sobre la cruz de torta. Echagüe, Lucio. Dos bien, un
excelente y un nueve. Más, más, menos en la planilla diaria. Tareas adeudadas:
nulo. No habla mucho, no juega al fútbol. Cada tanto un comentario sobre
Historia vinculada, mal o bien, a los rudimentos pertinentes. ¿Alergias?
¿Alergia a qué? ¡Al pasto! Al polvo, a los ácaros en el polvo –las respuestas
se acumulaban en barahúnda; ese hábito insidioso de dialogar como masa, desde
la masa e intramasa. A la tinta. Al chocolate, ¡claro! Alérgico a la
vida, latigueó uno de los humorísticos. A la larga, ¡alergia a la alegría!
Casi: batata macabra.
Lo rodearon. Cenital, el eléctrico candor irradiado por los
tubos lo ruborizó, le dio mejillas. Respira. Rastros de chocolate le marcaban
el rostro. Burbujas de dulce de leche blo-blo-bloqueaban la boca. Un frío le
recorrió a Mara la columna, las vértebras una/ a/ una/, Ijijijiiih, expulsó un
quejido equino. Los illuminati la miraron. Eso, ahí, por un instante:
guedejas de ironía. Tengo que recomponerme, no flaquear, ellos miran, pensó en
breve Mara y decidió sonar convincente: A la vicedirectora, rápido, Graciela,
llamá a la vice. Pero, proooh, ¡si ésa..! ¡Nada!, cortó en seco el capricho,
¡La buscan! No, no, atajaron dos de los de la zona norte, la humorística,
ácida, el incansablemente jodón distrito del chiste, No-no, ya lo llevamos. A
la enfermería, pobre Lucho, Lucy, Lucichagüe. Siempre alérgico al todo, todo lo
alergia, siempre. Lo conocemos. Va: hamaquita de oro y derecho a la salita.
Nosepreocupeprofe, es común; común a él, a lo poco común de sí propio.
Entre ellos, Campos, con esas compradoras cejas de “parezco
más grande de lo que soy”, “gasto más plata de la que tengo”, “lo de morocho se
me pega por tennis y pileta”. El porte, los hombros, deliciosos hombros y un
par de clavículas que se parten solas. Vaya, Campos, vaya. Llévelo a Echagüe a
donde quieran, a donde quieran y como quieran. Llévense a ese Echagüe Lucho a
la enfermería, por la cañería, con sus ausencias, silencios, alergias e
incoherencias. Elévenlo y llévenselo, que quién lo va a extrañar, ¡que quién si
ni en el pubis tiene pelos! Campos & Cía. dejaron cerrar la puerta con
delicadeza y por el pasillo se oyó cómo sostenían a Echagüe en andas, ataúd de
carne, a lo largo y lo ancho: hacia la enfermería.
Agua oxigenada. Cloroformo. Formas dobles, triples se
superponen y hacen transparente lo traslúcido; deshacen lo lúcido y lo vuelven
opaco. Jabón de azufre. Yodado de sodio, caladril, éter, no, eso no. Es otro el
olor: colonia, esperma seco, colonia espermática. No. Una zapatilla de lona
quedó a medio camino de la puerta. Rápido desapareció arrastrada por la punta
de una bota con plataforma que pisó cordón y escondió el vestuario tras
bambalinas, contra la pared, entre mochilas. Mara supo pero miró a otro lado y
trinó, tres veces trinó con risa infantil. Loca sí, boluda no. Se dijo. Pasó
una servilleta por el pupitre de Echagüe. Quedaron en el papel marcas marrones:
fue a rebotar dentro del tacho. Devolvió los ojos, irisada, en ronda a lo largo
y ancho de la turma, que espiaba desde sus asientos. Aprendices
simétricos, atornillados, endémicos. Ni una gota bajo el puente. Madera que
cruje en los marcos de la ventana. Un soplo brama frío pone a prueba al tilo.
Pero no lo oímos, sólo podríamos adivinar el ruido por los movimientos que
hace. Se lo ve sonar.