Las ofensas hechas con poca prudencia son
recibidas con mucho odio pagadas al centavo.
Hugo
Savino
11 de
Septiembre y Emorroide. Narco Pollo. Qué insulto. Mezclar el nombre de Marco
Polo y vincularlo a una actividad ilegal cuando el viajero y mercader nunca fue
un ilegal, aunque sí un gran traficante de opio. El Gran Khan lo quiso recluir
en sus negocios clandestinos, el tráfico de arroz pindonga —sí, granos de arroz
verga, al comienzo los chinos eran una raza de gigantes que fueron disminuyendo
su tamaño a medida que aumentaban en número, de ahí sus actuales políticas de
reproducción— a las indias descubiertas en secreto, o qué se creen que a mi
abuela le decían China por el curso de Ikebana que hizo ¡mi propia piel parece
de arrollado primavera! En fin. Cosas. Ahí estábamos todos en la esquina de la pollería
Narco Pollo, producto de un error, de una triste falla. Pensar que estuve largo
rato mirando en esa dirección, en esa esquina, pero no lo veía. Hasta que
Longorraba nos lo marcó, al negocio, él lo vio primero. Y el que mira algo primero
lo mira dos veces, saber impopular, claro está, las minas de esa benévola tarde
de enero pasaban, tomaban café, leyendo con las gambas cruzadas, mucho vestido
estampado con vuelo, chatitas, teta, culo, pelo suelto, hasta una sesentona
atlética y rubia con el pelo por la cintura en jumper con las caderas
descubiertas parada en la puerta del bar con un perro de pelaje lacio cobrizo.
Todo estilizado como en una ciudad ajena.
Y la pollería
infame, con ese nombre, ahí, era como el inconsciente. Eso que siempre estuvo
ahí, pero nadie lo vio, salvo Freud, que lo develó. Como América y Colón. O
como el fastidio de la vida de hotel. Pero vayamos a lo que nos reúne. No es el
Narco Pollo. Como decía, eso fue solo un accidente de la cartografía de la
ciudad. Lo que nos reunía era la muerte del Orfebre, su funeral. Lo del Pollo
Narco es otra cosa, es solo un pollo accidental, cultural, engordado con
hormonas de morfina para encubrir la venta de cocaína en la tarde, solo un
Pollo-fachada. Nadie podría sospechar que detrás de esos pollos engordados y
detrás de ese nombre tan jocoso, podrían vender fafafa o traficar antigüedades,
o etc. Pero helos ahí. Un accidente atrapado en otro accidente.
La
muerte del Orfebre también lo fue. Ahí estábamos, como cuatro ilusos
mosqueteros, siete treinta de la tarde, en la puerta del Cisne Blanco del
barrio chino, esperando que pasara la pompa fúnebre del Orfebre. Pero todos
sabemos que así como hay atajos hay malditos desvíos. No sabemos si la pompa
fúnebre cumplió su ritual. Sí sabemos que la dueña china del lugar nos negó
unas cervezas para brindar en su nombre, porque la muy turra pretendía que
comiéramos cuatro arrolladitos primavera como requisito mínimo para darnos una mesa.
La vez anterior comimos algo, las rabas estaban 45 pesos las diez unidades, qué
raro, pensé, y sí, lo que se esperaba no fue una fritada dorada y crocante,
sino un engrudo de goma insípido; y el interior y sabor de los arrolladitos
también baratísimos, indiscernible. Nos negamos. No transamos con los chinos, y
menos con las chinas. Pero el hecho de que nos rechazaron, porque aquello fue
un rechazo tajante, real, nos hirió en lo más profundo de nuestra tarde. Una
herida en la yugular de la tarde. La Casa se reserva el derecho de admisión.
Siempre así. Hay cosas que no cambian. Pero no nos pueden obligar a comer
comida china a las siete de la tarde. No señor. Nosotros solo queríamos
despedir con dignidad a nuestro amigo, a nuestro enemigo, a nuestro todo.
El Cisne
Blanco era el punto de encuentro. Pero como nos desterraron en pleno barrio chino,
terminamos en Emorroide, esquina de Narco Pollo. Cinco horas reloj hablando
sobre diatribas, sobre poemas perdidos de Vicente Luy, sobre la sexualidad de
Gabriela Sabattini, fue ahí cuando Longo notó que estábamos ante esa pollería
tan extraña, que era como el Tercer Mundo, que siempre anduvo ahí, sin Tercero
alguno, como suele decir Lancelot.
Le dimos
un destino distinto a las alegrías del Orfebre, y a sus tristezas. Porque uno tarde
o temprano muere. Aprendemos a vivir muriendo. Esta vez le tocó a él. Cuatro
disparos en su nombre, cuatro episodios de su muerte. Escaleno dice o Simon
Leys says.
Escaleno
era algo que nos faltaba en nuestra vida y si a veces hablamos en tercera persona,
es porque somos del Tercer Mundo. Todo fue tan vertiginoso que no supimos cómo
darle cuerpo, ni forma, ni colores. Pero, Longorraba, del submundo, tercera
persona de tu hermana, acechaba los pulpos con luz blanca mirando a través de
la tinta disuasiva, tenía un agujero en el jogging por donde salía uno de sus
testículos, el derecho. Pero no llegamos a diseñar los personajes en verdad,
alguna cualidad bosquejada, puede ser. Y el diseño es la piedra angular de toda
cosa de nuestros tiempos, como la flamante fachada de Narcopollo, si no podés
con eso, directamente no podés. Como un espejo que esconde su reflejo. Es lo
mismo que los romances. Eso es lo que pasa cuando inventás romances estilo
Lancelot, donde no hay nadie.
La moza
se llamaba Rosario, no murió, pero se llamaba. Rosario, coordenada café París.
La colombiana tuvo que migrar, de bar en bar. Rosario a secas. Ahora en 11 de
Septiembre, Siga la Vaca, esquina Emorroide, dijimos. Rosario a secas y sin
apellido, bien colombiana. El problema es que en este país si no tenés apellido
sos un bastardo, y si no tenés tetas los hombres ni te preguntan el nombre. Así
que así estamos, tocando las cuentas del rosario cuando rezamos, como si fueran
pezones. Escaleno es un hombre del Renacimiento, que se corta el pelo a sí
mismo, de a ratos, en ataques de locura y que no puede vivir en el Renacimiento
porque el país todavía ni terminó de nacer, se corta las uñas, se mete el
hisopo, se ilustra. Descubrió que el mejor antimicótico es el meo, entonces
como un abuelo se relaja de dorapa antes de abrir el grifo de la ducha, con
manos libres, sin Bluetooth.
Rosario
vino al rato, y Longo dijo tetardaste un montón. Lancelot objetó “nooooooooooo”
frente a esa réplica tan vulgar. Lentamente le fue calibrando los párpados, buscándose
el rosario bajo la remera. Si no hay queso no hay juntada, dice L., se lo
trajeron con pimentón rojo y oliva. Pero no nos desvíemos todavía. La reunión
era solo por la muerte del Orfebre, tan trabajador, tan educado, tan reputado
como Yahvé, el Neocalvinista que envidiaba al zaguero Mouzo. De tanto relamerse
con Osvaldo Lamborghini le fue creciendo ese bigote, tal cual, bigote Roberto
Mouzo en el que apoya el bidón de agua para negar su palabra en pos del fraseo,
reducir el concerto grosso de sus
combinaciones verbales a las líneas de un solo jazzero. Tomaba agua, mucha
agua:
–Tratá de meter
toda el agua en ese hoyo.
–Pero eso es
imposible –replicó el teólogo–, ¿cómo pensás meter toda el agua que es tan
inmensa en un hoyo tan pequeñito?
–Al igual que vos,
que pasás de largo el misterio que es Gomsterfi.
Y cuando
descubrió a Mouche sin tegobi en Boca 30 años después, directamente se tuvo que
mudar a España. Pero Kerouac es otra historia.
Un
cuadrado de provolone quedó fuera del plato cuando nos fuimos. La poesía es
amoral y primitiva, es enigma, decía Escaleno, apellido que le pusieron los
amigos cuando por pasarse de vivo le reacomodaron el tabique nasal. La única
opinión literaria que yo tengo es que LLanusi es dictatorial porque es demagogo,
lisa y llanamezzi. Como Casas. Al igual que el poeta con el nombre de la
mayonesa (John Gelman). Y el de la cumbia (Oscar Caruso Cucurto). Decilo Enzo,
le solíamos decir a Román Riquelme, para que termine de recitar, de poder decir
algo, de redondear una sola idea. Pero no tenía llegada. Esa clase de gente
extraña y sin sentido del humor, esos hijos de neorrealistas italianos mal
traducidos al riverplatense, socialistas berretas, traficantes de chimentos. En
fin, gente sin sentido común y sin sentido del humor. No podían estar entre
nosotros, en víspera de funeral y de pompa fúnebre.
Pero
como no se cumplió, como nunca la vimos pasar, no todavía, la vida quedará en
posición de espera hasta nuevo aviso.
–¿Un
Evita vale más que un Roca o vale menos?– pregunta Lancelot.
–Solo la
historia lo dirá– resolvió con congruencia N.
La
pregunta bisagra que una mujer le hace a un hombre es si tiene auto o no.
Anotala. L. lo dice. Yo agrego otra: ¿A qué te dedicás? Ahí siempre perdí, ni una
respuesta ordinaria me sale, bah, a veces sí, pero no. El otro día en un chat una
mujer anónima me dijo de manera categórica, como si me conociera como mi vieja,
que mi vida era una mentira, y me tuve que tomar dos rivotriles para terminar
ahí mismo con el día.
¿Hay
algo más triste que hablar con una mujer mientras se pinta las uñas de los
pies? Seguro. En eso, en la esquina, como una aparición, el coche fúnebre
descapotado, blanco, con los dos cuernos de buey en la trompa del orfebre
cornudo, las minas de blanco con arreglos florales en el pelo montadas al
féretro arrojaban roscas de jazmines y conchas, pétalos y panaderos que
soplados desfloraban los ojetes más contritos, el cajón labrado con sus poemas
de caligrafía ígnea empezaba a chispear. Llegando por 11 de septiembre se detiene
antes de la esquina Almorraga, la procesión de una cuadra hasta Roosevelt
también se clava dejando espacio de maniobra para ubicar la cola del vehículo
en la calzada de descarga de la pollería. Nos Acercamos. El olor a dólar, cisne
blanco, Celine Dion pura, nos hachó los ojos; y la comunicación cambió a una
lengua salida del acre flujo del gas de cocaína, que respiraba cualquiera en
las cercanías. Las paredes desaparecieron al momento que el cadáver descendía
oblicuo a las digestiones opiáceas del local. Hablábamos como insectos
guturales, o moluscos gimientes, no sé, pero nos entendíamos, y veíamos por los
muros fílmicos cómo la carne transparente del orfebre se desprendía de los
huesos en tumores blancos y saltar un remolino de pan rallado y caer en
freidoras. L. se acercó al mostrador a preguntar el precio de las patitas. El
esqueleto perfecto con algunos trazos rojos y violetas era exprimido hasta la
extenuación de su médula ósea. Un torturador chino experto en anatomía mamífera
extraía con florete próstata, de gran valor en las tiendas más exóticas del
barrio. El mencionado gas y un gran surtido de genéricos similares también eran
vendidos a anestesistas privados y odontólogos, surtidos desde el Zeppelin Led
Topacio de La Morsa y Vergara Leumann, que Longorraba descubrió con visión de
molusco, cómodamente fatigando divanes a gran altura, siguiendo atentos el destino
de los prófugos del verano con largavista, ubicándose virtual e
intelectualmente protagonistas del pleno dinamismo criminal, pero desde el lado
uruguayo.