Primero
esnifé una puntita bastante escueta con la púa de mi amigo el narcisista.
Después bostecé. Bostecé como si no hubiera dormido en años. Pero qué mierda,
pensé, si la suerte, viejo trava y marginal, hace y deshace a gusto y capricho,
como si nuestra vida no fuera sino una flor microscópica que aparece un
instante en el campo y cuando levanta un viento fuerte se extingue y después ya
nadie más sabe de ella. Si no fuera tan cara,
tomaría esta gilada todos los días. Un infierno elegante donde dormir sin
sueños. La cosita tiene ese gusto a muerte que la hace tan real. ¿Qué parte del
corazón se dilata en la aventura? Vida, belleza herida, cristal empañado por
alientos pasajeros. ¿Dónde pica exactamente y qué parte es la que más duele de
vivir? NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE NADA decía el comercial televisivo de un
producto adulterado resumiendo el lema de esta época falluta. Ya Freud advirtió
que los deseos están para ser formulados, no necesariamente para cumplirlos.
Entonces apagué el televisior envalentonado y fui derecho a la cocina a quemar
lo que me quedaba. La piqué con bicarbonato de sodio en una cuchara sobre el
fuego de la hornalla y traté de distinguir su calidad por la forma en la que se
cocinaba. Me pareció que la bolsita lloraba sobre el mármol de la mesada. Con
su blanca, macilenta, palidez. Derramaba lágrimas de merca con novalgina
picada. Y lloré también yo. Por no poder llorar.
Tomado de: El triángulo de la
Merluza, año 2, nº 6/ noviembre 2015