El violento oficio de la crítica literaria en la Argentina
Conseguite un trabajo honesto. (Pappo a DJ Deró, Sábado Bus, 2000)
“Yo escribo, no hago papers”
Uno tiene que remontarse muy atrás en la historia
mayúscula (aquella que queda documentada, la que se estudia y se repite) para
observar un evento, un horizonte de eventos que desplieguen discusiones reales
(y públicas) en y entre la crítica literaria en nuestro país. Aunque el
“nuestro país” siempre suena inconmensurable-caracterización que de tan cierta
se hace siniestra, pensando en Sarmiento- y mentiroso. Hay una bondad en la
esfera pública de la crítica que todos-ocupemos el espacio que ocupemos en el
engranaje de hacer y decir literatura- compartimos: hace
tiempo que no pasa nada.
En ese remontar azaroso y arbitrario uno recuerda un diálogo de sordos que disparó Ludmer en su artículo “Las literaturas postautónomas” (2007), mismo año en el que El Interpretador tuvo un digno espacio de intervención en la orilla virtual de la arena de la crítica literaria-joven, generacionalmente joven, por cierto, al haber sobrevivido la sequía de los noventas, de Los Años 90- y mismo año en el cual se publicó Montserrat, obra jodida de Daniel Link. Jodida por las entradas: pueden ser múltiples, ya no monádicas sino poliplánicas. Si bien, el recorrido se hace más tentador horizontal y subterráneamente, la entrada al barrio convencional es una entrada de estructura, económica y sin demasiadas inflexiones de la imaginación pop. Corroída por la blogósfera, el excesivo (¿?) paisaje post industrial del ferrocarril Roca en, pienso en voz alta y rápido, Washington Cucurto, la estallada sintaxis que había dejado el 19 y 20 de diciembre, algún muerto-seguramente para ella, que no es Ella- en Puente Pueyrredón, en fin, esta pobreza de la experiencia literaria que para Ludmer se volvía ilegible y postautónoma: “Estas escrituras no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción. Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para ‘fabricar presente’ y ése es precisamente su sentido (…) porque aplican a ‘la literatura’ una drástica operación de vaciamiento”. Selci e Iglesias en El Interpretador le cantan un retruco que nunca vuelve y que explica el recambio generacional que aun hoy no se quiere admitir en los claustros de profesores y de graduados en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, al menos el caso que conozco y del cual puedo hablar. El retruco que le cantan queda obliterado por una payada de sordos, porque jamás una Señora va a responderles a un grupúsculo de escritores que encima osan hacer crítica literaria a espaldas de la universidad-aunque su comité de redacción ya estaba en ella, que insisto: no es Ella-y a espaldas de la Comunidad del Anillo, de cierta rancia y obsoleta mecánica de provocar lecturas y unidades (contenidos) dentro de los programas de la carrera. Inventar un problema donde no lo hay y luego, a duras penas, renegar por los imberbes que trabajan sobre ese problema que uno creó. Ese afán sectario de la crítica en la Argentina es producto de una confusión, o mejor aún una co-fusión entre crítica y docencia que liquidó o cooptó a una buena parte del underground de la primavera kirchnerista. El Interpretador fue, en sí, una expresión de esa primavera para toda una generación de estudiantes de Letras-entre los cuales me enlisto- que pensó no solo otras plataformas de debate e intervención, sino también otro circuito de circulación de ese saber (por ejemplo, los ENEL) (1). Entiéndase, sostienen Selci e Iglesias: “Ludmer no se equivoca al decir que ya no hay literatura autónoma; se equivoca cuando pretende que existió alguna vez fuera del recortado marco de su metodología. Una cosa es “usar el blog y hablar de arquitectura de Buenos Aires” (lo que hace Link), otra muy distinta “usar el blog y pedir la renuncia de Julio Grondona como titular de la AFA, remanente calamitoso de una generación en retirada” (lo que Link no hace). Montserrat no alude a los medios comunicativos y a lo “realficticio”, sino a la imposibilidad de una crítica sin proyecto, sin un para qué que logre movernos hacia alguna cosa”. Lo inabarcable poliplánico en el sentido semántico y en el topológico de la obra de Link suele generar esa imposibilidad totalizante y decimonónica. Lo que está fuera de recorte y sistematización en los realismo(s) que lee Ludmer es, justamente, la base programática, de una escritura que incorpora a la serie de lo real-la determinación económica y social de las prácticas del lenguaje-, como dice Ludmer (y en ese sentido acertadamente), lo virtual, lo potencial, lo mágico y lo fantasmático. Indefectiblemente esta incorporación no sistemática, oblicua en términos de Lezama Lima, es muy típica del neobarroco por su referente estallado, pero a decir verdad, no es novedosa en la historia de la literatura de los últimos 60 años, de Cortázar hacia aquí.
El problema en sí no es Link ni la potencial imposibilidad de Ludmer ante esos textos sino el diálogo vacío por una operación de la crítica. De repente, nos encontramos haciendo crítica con las mismas armas que se nos prohíben dentro de la carrera de Letras: el ensayo, la crónica, la coda, la narrativa. No es tampoco un problema paradigmático: no hay relevamiento ni supresión de una comunidad científica. Cuando me referí a la Comunidad del Anillo no lo hice por freak. Si uno recuerda cómo se conforma dicha comunidad en la obra de Tolkien es porque tenemos un problema y no sabemos cómo resolverlo. Quizás, el miedo a la extinción es el problema. Quizás, la extinción sea natural. No lo sé, ni me importa, pero en término de operaciones de la crítica, docencia y escritura confabularon para marcar un cerco, una propiedad privada de quién abre y quién cierra los problemas, las discusiones. Allí donde Ludmer encontró una imposibilidad-de lectura y de escritura-, El Interpretador encontró un evento. De pronto, algo pasa, diría Vitico en “No pasa nada en esta ciudad “(Macadam 3…2…1…0, 1981): “No pasa nada en esta ciudad/es tan difícil decir la verdad, / nadie responde, todo se esconde…”. La falta de respuesta, sin embargo, fue proclive a una proto comunidad de aquellos que habían estudiado con Ludmer y decidieron abrir el camino yuppie de la post autonomía. Vieron por dónde pasaba el negocio de lo que ella-que, repito, no es Ella- no podía leer. Graciela Speranza dio un hermoso seminario en 2010 sobre eso que ella llamaba “Nuevas estéticas urbanas…” y el título seguía (suponiendo que lo “nuevo” era realmente nuevo, sorpresivo, sublime en términos románticos) “Ficciones y arte argentinos en la ciudad informe”. Lo “informe” de la ciudad quedó entre Jitrik, Rama y Aliata, y siempre es interesante de leer. Al problema Speranza lo redujo con “Ficciones y arte…”. Seamos buenos entre nosotros, como decía Nicolás Rosa y luego Horacio Pagani, y observemos que mientras El Interpretador quiere hablar de literatura, o de escritura (y aquí empieza la milonga), Speranza lo marida con ese vicio paranoico de pervertir a la literatura con alguna obra permanente o itinerante del MALBA. Los programas de la crítica, y aquí valdría la interrogación, terminan siendo los programas de los seminarios y las materias que no intentan pensar si hay o no crítica literaria en la Argentina. Porque si la respuesta es “sí”, evidentemente todo lo que se propone desde la academia es un complejo de estrategias en el cual uno desaprende y olvida, por necesidad, toda posibilidad de sentarse a escribir. Si todo termina en una “monografía” miserable que reponga un estado de la cuestión (es decir, un problema que observó la comunidad científica y que en todo caso el alumno repone) o en una codificación perfecta de lo que se discute, allá afuera y hace tiempo, la escritura pasa a un segundo plano. Ni crítica, ni escritura, ni teoría, ni nada. Ahora, si la respuesta es “no”-“dime que no y me tendrás pensando todo el día en ti”, algo que Arjona y la comunidad científica de la crítica y la docencia en la carrera de Letras tienen muy en claro- les cabe el gorro frigio de los calvos que muchos llaman “estudios literarios”. Entonces el problema de lectura que tiene Ludmer encaja muy bien con esta imposibilidad de pensar la literatura argentina por fuera de lo que se enseña. No es enseñable, no se puede trasmitir o le ponemos “arte” para que todo cierre.
Ni una cosa ni la otra. Aun, esa asociación institucional entre docencia y crítica sigue debatiéndose subterráneamente-aunque la topografía de lo que se lee como crítica sea lo que se enseña y luego se copia y se pega en un libro que solo la Comunidad del Anillo hace circular- y no se ha saldado. Si un grado de especificidad se ha perdido con la desolación de Smaug (el estructuralismo) y una necesaria reclusión en los estudios culturales o en cuanto post marxista (que se presenta como originario, como nativo pero con un programa social democrático y lacaniano, como Žižek) aparezca, delimitan el territorio nostálgico de la teoría literaria y su primera persona a la hora de escribir es porque se ha creado una ilusión de cientificidad que poluciona en las nocturnidades con eso que llamábamos poesía, ensayo o novela. Que llamábamos: acción pretérita y finalizada en el pasado, puesto que la post autonomía borró las fronteras de lo legible. Me pregunto qué sucede entonces con la escritura, ya no con la lectura sino con la escritura. Prefiero, monstruosamente, volver sobre aquella entrevista que Nicolás Rosa brindó en julio de 1998, con motivo de su visita a la Universidad Nacional de Tucumán para un programa local malísimo conducido por María Blanca Neri llamado “Los juegos de la cultura”. Si usted lo youtubea, lo encuentra. La pregunta de Neri es muy sencilla y yo la reformulo: ¿Por qué a usted no lo llaman “escritor” o, en todo caso, escribirá usted, Doctor Nicolás Rosa, como crítico o como escritor? Parece una broma pero aun hoy, insisto esquizofrénicamente, en el plano de nuestra carrera todavía corre la vulgata y la máxima ideológica del “decidor”: si usted viene a la carrera de Letras para aprender a escribir, no es este el lugar. El “decidor” es muy respetado, hasta por quien escribe este texto, pero ha sido muy sectario a la hora de abrir la puerta de la Comunidad porque él mismo la conforma y la protege de El Interpretador o de quien sea-aunque él mismo haya publicado allí- que no entienda que los que escriben son unos pocos, los que hacen crítica solo aquellos que enseñan, y los que estudian, los que se presentan a becas. En fin, la respuesta de Nicolás es mucho más lapidaria: “Yo no hago papers, yo escribo. ¿Por qué la gente no me llama escritor?”. Sin duda alguna me he formado en una escuela o en una tradición, para que Trotsky no se enoje, que priorizó la escritura por sobre las posibilidades de la crítica, aun por sobre las posibilidades de hacer teoría literaria. Sigo siendo estudiante-puesto que ese fue el espíritu de los ENEL que rápidamente se perdió: los docentes no dejamos de estudiar y de investigar y seguimos siendo unos alumnos crónicos incurables- y le canto retruco a la falacia del “decidor” puesto que antes que ser un hacedor de textitos masturbatorios bajo el título de ‘informe monográfico’, prefiero claudicar en la marea de los que no expulsamos a los alumnos de la carrera y proponemos pensar la escritura de y desde un espacio institucional. Ya no pasa, como me decía Oscar Blanco cuando me llevó a laburar con él en el interminable Las Letras de Rock en Argentina…, sentirme parte del under, del Umbral (sic) al lado de Boquitas, al lado del comedor, al borde del subsuelo, no, claro que no. Yo escribo, pese-vuelvo a Nicolás- a la academia (2). ¿Por qué la escritura se ha marchitado en la lectura de los padres? ¿Qué deseo tan macabro de solemnidad puede conmover a cierto sector del alumnado de la carrera que siente el trabajo de la crítica como el deseo del Otro, como la voz del ausente, como una mutilación peneana angustiosa, como una herejía innombrable? ¿Por qué Puán se ha convertido en Hogwarts? ¿Qué misterios guarda la cámara secreta en la que la Comunidad evalúa el placer moquiento y adicto de cientificidad radicado en el cadáver de la escritura? ¿Qué simulacro de honestidad debe rehabilitarse en el relevamiento frenético de lo que se ha escrito? ¿Qué afán de totalidad se ha comido la gruesa y mota infamia de la filiación institucional como reina legitimadora de discursos, de mi discurso, de este? Si todo esto es la crítica, estoy en un despacho forense esperando la autopsia.
Fractura del silencio, íncipit crítica
La imputación de Pappo a DJ Deró en aquel programa de la noche, fría noche de sábado que orquestaba el marido de Florencia Raggi, se debía a la necesidad de un regreso paranoico a lo artesanal. Trabajo versus lumpenismo. Aquel que se reconoce en la pulsión de una práctica y aquel que la economiza, es decir, el ilusionista. La imputación es, en definitiva, capital para pensar el problema de escribir en y para la academia. Ese sudor que implica la escritura ha migrado al sudor de rastrear mitos de origen. O peor aún, de reproducirlos. Cuando pensamos en hacer crítica la imagen acústica te reenvía-y en este sentido es muy alegórica y benjaminiana, al mismo tiempo- a un lugar difuso: ¿qué pretende usted de mí? ¿Escribir sobre otro es dejar de escribir? ¿Pensar la escritura del otro es sacrificar el carácter ficcional de mi propia escritura? La tecnificación ridícula de cierto sector de esta comunidad-que solo puede pensarse desde adentro y cuantitativamente puesto que quien más escribe es quien más enseña, o al menos gana un lugar reificado de enseñanza dentro de la carrera por su sed de acumulación tasada en papers- ha devaluado el peso de la escritura dentro de esa operación ya difusa que llamamos crítica literaria. Ahora, hablemos de signaturas. No vale preguntarse qué es la crítica, sino cómo es la crítica. Los índices de modalidad son las texturas, los detalles, ese afano amoroso que le hacemos a la narrativa cuando ya no sabemos si estamos escribiendo sobre otro objeto-supongamos, sobre Borges, que viene bien además para pensarlo como un “coso” que de tan institucionalizado y canónico uno no sabe de qué o quién está hablando- o si estamos escribiendo sobre nosotros mismos a partir de ese otro objeto. Esa distancia acrítica, justamente, es la que requiere la comunidad y que yo no estoy dispuesto a hacer puesto que aún me queda un algo de dignidad. Es como cuando un NN, cualquiera, te pide que bajes la voz. Si ni a los propios padres biológicos uno ha respetado a la hora de dosificar silencios y gritos, cómo pudimos retroceder tantos casilleros y merecer el olvido de la escritura. En efecto, la crítica es una operación de violencia sobre ese otro objeto y sobre la fundación de ese objeto en los colchones institucionales. Hay una cierta cordialidad, un estado de bienestar entre los afiliados a la comunidad que el silencio no pudo edificarse sino atroz.
El display de hermandad es parcialmente violado en un diálogo interesante que Nicolás Vilela y Florencia Minici mantienen en “Crítica y despolitización” (Mancilla, 07-08, 2011) y que tendríamos que reactualizar. Porque las preguntas que se hacen, angustiosas preguntas, implican problemáticas del presente continuo, del estado paupérrimo en el cual la carrera de Letras se piensa a sí misma como una máquina expendedora de boletos o avales. Y me interpelan porque homologan crítica y escritura sobre la raíz de tres problemáticas muy concretas: 1) ¿Qué lugar ocupa la teoría dentro de la escritura crítica? Siempre, claro está, suponiendo que la crítica infiera una operación de la teoría; 2) ¿Qué efectos del subsidio a la investigación académica recepcionamos luego de diez años ininterrumpidos de becarios proliferantes y precarizaciones rizomáticas? ¿Ha contribuido esta política a la escritura o a la cientificidad de la misma?; 3) ¿Podemos pensar una crítica argentina, luego de Viñas, luego de Ludmer, luego de Piglia? Decía Link y ellos reformulan: ¿cómo leer, después?
En relación a la primera problemática, quisiera irme a otro número de Mancilla, a un texto polémico y silencioso (no silenciado, guarda) de Fermín Rodríguez titulado “Los usos de la crítica” (Mancilla, 09, 2014). La interrogación sobre la crítica es, para Rodríguez, reconocer la “Tensión por un lado con la palabra desapasionada de la academia, guardiana del patrimonio y del pasado nacional…” (Rodríguez, 2014: 90). Efectivamente, reconocer ese lugar de enunciación es reconocer la patología dentro de la cual uno funciona. Porque Fermín Rodríguez no podría decirlo por fuera de la propia academia. Sirve, en todo caso como trabajo crítico, si uno se instala y se ubica dentro de una serie de producción. Y acá está el problema: en la carrera de Letras la poiesis es una fantochada aristotélica. No se discuten poéticas (con las minúsculas que le placen a las literaturas comparadas, es decir micropoéticas) sino lecturas sobre esas poéticas, que casualmente claudican en problemas de género (con las mayúsculas que también le placen a las mismas…). Y nunca ese género es la crítica, puesto que pensarlo como tal sería sublimar el peso de la narrativa rectora, de la ficción proletaria, del falocentrismo que impone la novela. Si la crítica ocupa un lugar en las librerías, un lugar físico, ¿cómo no va a ocuparlo dentro de los planes de estudio? ¿Cómo pensar la literatura por fuera de la crítica? O peor aún, ¿cómo no discutir si el bostezo de la academia frente a la literatura es, efectivamente, una operación crítica? Suelo inclinarme, como Fermín, por las relecturas. Cuando él levanta El país de la guerra de Martín Kohan está levantando un movimiento de reescritura mal visto en un parcial domiciliario. Curiosamente, no es Kohan el que lo censura. Él puede moverse con total libertad dentro de esa jerarquización de la escritura por sobre los relevamientos inocuos de los moderadores de tesis, los doctorandos, los topos. El problema no es Kohan, ni Rodríguez, el problema se haya en esa consigna de comprobación de lectura que todo alumno de la carrera padece. Y acá no nos importa si hacemos teoría, historia o crítica literarias, porque en definitiva hay una discusión mucho más grave que es el lugar de la escritura. Desde un estertor locativo podríamos decir que Kohan hace crítica porque se permite la reescritura y fulanito aprende con Kohan a hacer monografías porque tiene que citar a Benjamin. Es un ejemplo, un simple ejemplo de lo que sucede.
Miguel Vitagliano en Perspectivas actuales de la investigación literaria (2011) (3) pone en cuestión el simulacro de cientificidad con la que muchos de su generación tuvieron que estudiar. Revive una anécdota que involucra el concepto de “estudios literarios” que sostiene Mignolo al homologar teoría literaria, poética y teoría de la literatura dentro de un campo de prácticas científicas. Una literaturología. Hasta acá aguanto-banco, defiendo, levanto- las argumentaciones de Vitagliano para destruir esa pretensión metodológica de Mignolo y resignificar una frase nominal tan amplia como “crítica literaria”. Coincido además con Vitagliano-que no es más que coincidir con toda una tradición, con un linaje, con una genealogía que abre Nicolás Rosa en nuestro país, y que seguro no fue el único aunque sí el más estridente de todos los traductores y lectores de Crítica y Verdad en la humedad pampeana- en violar el mito de origen, desinstalar a los padres e inaugurar un tragema: “…podríamos cambiar el mito de origen: esto también es una posibilidad. Al fin de cuentas es lo que hace el investigador, cambiar de lugar o disolver lo que hasta ese momento era tomado como origen o principio.” (Vitagliano, 2011: 175). Lo corrijo: no es la tarea del investigador, en la tarea del crítico. Es la violencia de la escritura, en su inflexión crítica, la que permite hallar belleza en esa violación nunca vista. Pero nos gusta Viñas, hemos aprendido a mentir muy bien. ¿Por qué negarlo? Lo negamos, casi siempre, como a un Cristo cualquiera, porque tenemos que ganar becas o porque hay una confabulación de cortesía para sostener a la comunidad. Un humanismo extemporáneo. La regla de permanencia implica el gesto halagador que no es homenaje, porque si lo fuera lo destruiría. Eso se llama: re-se-ñar. Aprendemos a re-se-ñar el deseo del otro. Lo hizo Panesi con Jitrik en su Historia Crítica de la Literatura Argentina (artículo publicado en la revista Espacio n° 26, octubre-noviembre 2000); lo hizo María Pía López con Walsh (en esta misma revista, El Matadero, n° 1, 1998); lo hizo Nora Domínguez con la Biblioteca Crítica Hachette (Espacios, n° 4/5, noviembre-diciembre, 1986). Y puedo seguir.
Como decía Barthes, el crítico es creador de otra obra pero no necesitada; no es un bombero voluntario. Es un asesino, y serial. Perturba la cohesión de la comunidad porque intenta instalar otro mito de origen o, en su defecto y osadía, dinamitarlo todo. Vaciarlo, vaciarnos.
El segundo problema que instalan Vilela y Minici se refiere a un desborde del lugar que Vitagliano, justamente, le otorgaba al crítico: el investigador. La “hiperespecialización” y el viaducto neobarroso de las becas ha producido un miserabilismo muy poco digno de Castelnuovo. Un retorno eterno a un oro sin linaje, un ethos romano en palabras de Nicolás Rosa. La ficción de las becas creó un nuevo claustro, un nuevo actor, totalmente escindido de esa tarea tan “baja” que es dar clase de Lengua y Literatura en un colegio secundario. ¿Cómo un ingresante de la carrera de Letras podría rebajar su devenir a tan insignificante tarea en el mesianismo prometedor de la investigación científica? Es cierto, no podemos esconderlo debajo de la alfombra: la precarización con la que se levanta el becario en Callao y Corrientes, en su barricada con crema post solar (¿post autónoma?) en el reclamo de sus aportes y un “sueldo digno”, es un espejo de la precarización de su escritura. Resulta, en este sentido, bastante desafortunado el ejemplo de Minici y Vilela para pensar escrituras o aportes contemporáneos que puedan “desinfectar” (es este el verboide, es de ellos, no mío) a la teoría literaria de todo estudio cultural. Disiento. No es un problema de esencialismos, o de los fulgores del simulacro de Jena, ni mucho menos de si la teoría literaria arrastra o no arquitecturas epistemológicas de otros campos. No es, como sostienen los autores, la revista Luthor el mejor ejemplo para pensar una jugada higiénica. Ars higiénica según Luthor: mezclar 200 mg. de Bajtín, 1 cucharada de un titular concursado vivo, agitar y servir. El soberbio bancado por el Estado para re-se-ñar es mucho más peligroso que el soberbio infeliz que escribe para publicar por Clara Beter un ensayo sobre la influencia del heavy metal en la Argentina en los últimos treinta años.
La investigación rentada y la escritura están fuertemente divorciadas. Hay, si se quiere, en ese binomio, un grado institucional del cumplimiento, un disciplinamiento. Una ética burocrática. Una cuestión administrativa. No hay cópula, ni encuentro. Por eso, sostenía al comienzo que la docencia universitaria ha dañado la imaginación de más de uno. En un número de Espacios Piglia y Saer hacen que discuten (teatralidad que nos gusta por chusmas) o intercambian, a razón de una pregunta más que válida de Ibarlucía acerca de la relación entre la crítica y la docencia. Piglia responde: “Yo leía el otro día una frase de Don De Lillo, un novelista norteamericano que me interesa mucho, y él decía: ‘la enseñanza arruinó más escritores norteamericanos que el alcohol’”. Muy aplicable al muchacho criado en Adrogué y que todos reconocemos como crítico literario porque hasta Wikipedia lo dice. Entonces debe ser así; pero lo irrefutable acá es cómo se han distribuido los lugares de saber y los lugares de producción dentro de la academia y fuera de ella. Lamento la lectura de trabajos de tesis doctorales que publicándose no hacen más que servirme de “ayuda memoria”, puesto que no registran su registro-y no es un juego de palabras-, confinado a la enciclopedia de un saber específico, ni registran lo que sucede en el cuadrilátero del aula o de la cátedra, donde el auditorio se asemeja a los minions de Mi Villano Favorito. Esclavos de un submundo (como los puercos de Mad Max Beyond Thunderdome), pero que ahora le llaman adscriptos.
El tercer punto que señalan Vilela y Minici ya es una ilustración de ignorancia interna, puesto que realizan una oposición nac&pop, muy epocal, entre las producciones de la crítica que importamos y aquella nacional que, según los autores, elidimos. La dicotomía es falsa y me basta con recorrer las lecturas que rigen la organización del discurso académico actual para observar una focalización implícita en los padres territoriales. Por otro lado, pensar que lo “nacional” es “más y mejor” me espanta, contemplando el cuadro crítico-la epicrisis- de la crítica que hasta acá vengo señalando. Me espanta aún más pensar que hay que actualizar las lecturas de Borges, que los críticos hacen de Borges, para “exportarlo mejor” (pueden chequear esta barbaridad en la página 151 del número de Mancilla que cito arriba). Pero si creían que esto era poco se equivocan. Vilela y Minici recurren repensar el canon con… ¡Autores del canon! Los ejemplos que ofrecen no ilustran, opacan: Lamborghini, Zelarrayán, Walsh. ¿Acaso no son canon? Actualizar una lectura del canon sería, primero, rediseñarlo. Correr ese mito de origen. Y ese desplazamiento es un costo político que nadie está dispuesto a correr. En todo caso, matar a Borges y poner a Boedo en la tapa del diario, nota central. No conozco a muchos que se hayan animado, pero basta saber que a Viñas y a Rosa no les costaba bancarse el costo político de excomulgar a los padres. Al menos por un rato.
En la tranquera de afirmaciones gratuitas y sedantes de los autores, se hace un reclamo insólito: la carrera de Letras no avanza curricularmente sobre el feminismo, los estudios postcoloniales, etc. No solo avanza: los ha quemado, reventado, implosionado. Quizás Vilela y Minici desconozcan el enorme trabajo de Silvia Tieffemberg, Susana Cella, Nora Domínguez y Laura Arnés, es muy probable. Para este caso, existe la fotocopiadora del Cefyl. Allí se consiguen los programas de los seminarios y de las materias.
El reclamo, de este lado, se ubica en una prótesis de la escritura que no tiene que ver con los objetos. Recientemente, sin ir más lejos, el seminario que llevamos adelante con Oscar Blanco sobre las letras de rock como material ontológico y literario, o los seminarios de Armando Capalbo, Cristian Palacios y Elsa Drucaroff, reivindicando objetos no convencionales, para la pacatería académica, sobre los cuales la escritura se piensa y se hace, indican que no estamos carentes de novedad en cuanto a los tópicos o recorridos de investigación que la docencia universitaria propone. Por el contrario, es el déficit de la escritura, vedette maldita, el que nos acongoja y molesta a un conjunto de renegados que insistimos en conformar grupos de escritura en función del deseo y no del subsidio. El gusto de los PRIG es el sabor de poder conformar equipos. Y en un medio tan individualista y hermético como el que se respira en Puán, es innegable el avance de estos programas de investigación y extensión universitarias para ganar un espacio bajo el violento oficio de escribir crítica, narrativa, en fin, de escribir. Que es lo que se extraña por el barrio.
En ese remontar azaroso y arbitrario uno recuerda un diálogo de sordos que disparó Ludmer en su artículo “Las literaturas postautónomas” (2007), mismo año en el que El Interpretador tuvo un digno espacio de intervención en la orilla virtual de la arena de la crítica literaria-joven, generacionalmente joven, por cierto, al haber sobrevivido la sequía de los noventas, de Los Años 90- y mismo año en el cual se publicó Montserrat, obra jodida de Daniel Link. Jodida por las entradas: pueden ser múltiples, ya no monádicas sino poliplánicas. Si bien, el recorrido se hace más tentador horizontal y subterráneamente, la entrada al barrio convencional es una entrada de estructura, económica y sin demasiadas inflexiones de la imaginación pop. Corroída por la blogósfera, el excesivo (¿?) paisaje post industrial del ferrocarril Roca en, pienso en voz alta y rápido, Washington Cucurto, la estallada sintaxis que había dejado el 19 y 20 de diciembre, algún muerto-seguramente para ella, que no es Ella- en Puente Pueyrredón, en fin, esta pobreza de la experiencia literaria que para Ludmer se volvía ilegible y postautónoma: “Estas escrituras no admiten lecturas literarias; esto quiere decir que no se sabe o no importa si son o no son literatura. Y tampoco se sabe o no importa si son realidad o ficción. Se instalan localmente y en una realidad cotidiana para ‘fabricar presente’ y ése es precisamente su sentido (…) porque aplican a ‘la literatura’ una drástica operación de vaciamiento”. Selci e Iglesias en El Interpretador le cantan un retruco que nunca vuelve y que explica el recambio generacional que aun hoy no se quiere admitir en los claustros de profesores y de graduados en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, al menos el caso que conozco y del cual puedo hablar. El retruco que le cantan queda obliterado por una payada de sordos, porque jamás una Señora va a responderles a un grupúsculo de escritores que encima osan hacer crítica literaria a espaldas de la universidad-aunque su comité de redacción ya estaba en ella, que insisto: no es Ella-y a espaldas de la Comunidad del Anillo, de cierta rancia y obsoleta mecánica de provocar lecturas y unidades (contenidos) dentro de los programas de la carrera. Inventar un problema donde no lo hay y luego, a duras penas, renegar por los imberbes que trabajan sobre ese problema que uno creó. Ese afán sectario de la crítica en la Argentina es producto de una confusión, o mejor aún una co-fusión entre crítica y docencia que liquidó o cooptó a una buena parte del underground de la primavera kirchnerista. El Interpretador fue, en sí, una expresión de esa primavera para toda una generación de estudiantes de Letras-entre los cuales me enlisto- que pensó no solo otras plataformas de debate e intervención, sino también otro circuito de circulación de ese saber (por ejemplo, los ENEL) (1). Entiéndase, sostienen Selci e Iglesias: “Ludmer no se equivoca al decir que ya no hay literatura autónoma; se equivoca cuando pretende que existió alguna vez fuera del recortado marco de su metodología. Una cosa es “usar el blog y hablar de arquitectura de Buenos Aires” (lo que hace Link), otra muy distinta “usar el blog y pedir la renuncia de Julio Grondona como titular de la AFA, remanente calamitoso de una generación en retirada” (lo que Link no hace). Montserrat no alude a los medios comunicativos y a lo “realficticio”, sino a la imposibilidad de una crítica sin proyecto, sin un para qué que logre movernos hacia alguna cosa”. Lo inabarcable poliplánico en el sentido semántico y en el topológico de la obra de Link suele generar esa imposibilidad totalizante y decimonónica. Lo que está fuera de recorte y sistematización en los realismo(s) que lee Ludmer es, justamente, la base programática, de una escritura que incorpora a la serie de lo real-la determinación económica y social de las prácticas del lenguaje-, como dice Ludmer (y en ese sentido acertadamente), lo virtual, lo potencial, lo mágico y lo fantasmático. Indefectiblemente esta incorporación no sistemática, oblicua en términos de Lezama Lima, es muy típica del neobarroco por su referente estallado, pero a decir verdad, no es novedosa en la historia de la literatura de los últimos 60 años, de Cortázar hacia aquí.
El problema en sí no es Link ni la potencial imposibilidad de Ludmer ante esos textos sino el diálogo vacío por una operación de la crítica. De repente, nos encontramos haciendo crítica con las mismas armas que se nos prohíben dentro de la carrera de Letras: el ensayo, la crónica, la coda, la narrativa. No es tampoco un problema paradigmático: no hay relevamiento ni supresión de una comunidad científica. Cuando me referí a la Comunidad del Anillo no lo hice por freak. Si uno recuerda cómo se conforma dicha comunidad en la obra de Tolkien es porque tenemos un problema y no sabemos cómo resolverlo. Quizás, el miedo a la extinción es el problema. Quizás, la extinción sea natural. No lo sé, ni me importa, pero en término de operaciones de la crítica, docencia y escritura confabularon para marcar un cerco, una propiedad privada de quién abre y quién cierra los problemas, las discusiones. Allí donde Ludmer encontró una imposibilidad-de lectura y de escritura-, El Interpretador encontró un evento. De pronto, algo pasa, diría Vitico en “No pasa nada en esta ciudad “(Macadam 3…2…1…0, 1981): “No pasa nada en esta ciudad/es tan difícil decir la verdad, / nadie responde, todo se esconde…”. La falta de respuesta, sin embargo, fue proclive a una proto comunidad de aquellos que habían estudiado con Ludmer y decidieron abrir el camino yuppie de la post autonomía. Vieron por dónde pasaba el negocio de lo que ella-que, repito, no es Ella- no podía leer. Graciela Speranza dio un hermoso seminario en 2010 sobre eso que ella llamaba “Nuevas estéticas urbanas…” y el título seguía (suponiendo que lo “nuevo” era realmente nuevo, sorpresivo, sublime en términos románticos) “Ficciones y arte argentinos en la ciudad informe”. Lo “informe” de la ciudad quedó entre Jitrik, Rama y Aliata, y siempre es interesante de leer. Al problema Speranza lo redujo con “Ficciones y arte…”. Seamos buenos entre nosotros, como decía Nicolás Rosa y luego Horacio Pagani, y observemos que mientras El Interpretador quiere hablar de literatura, o de escritura (y aquí empieza la milonga), Speranza lo marida con ese vicio paranoico de pervertir a la literatura con alguna obra permanente o itinerante del MALBA. Los programas de la crítica, y aquí valdría la interrogación, terminan siendo los programas de los seminarios y las materias que no intentan pensar si hay o no crítica literaria en la Argentina. Porque si la respuesta es “sí”, evidentemente todo lo que se propone desde la academia es un complejo de estrategias en el cual uno desaprende y olvida, por necesidad, toda posibilidad de sentarse a escribir. Si todo termina en una “monografía” miserable que reponga un estado de la cuestión (es decir, un problema que observó la comunidad científica y que en todo caso el alumno repone) o en una codificación perfecta de lo que se discute, allá afuera y hace tiempo, la escritura pasa a un segundo plano. Ni crítica, ni escritura, ni teoría, ni nada. Ahora, si la respuesta es “no”-“dime que no y me tendrás pensando todo el día en ti”, algo que Arjona y la comunidad científica de la crítica y la docencia en la carrera de Letras tienen muy en claro- les cabe el gorro frigio de los calvos que muchos llaman “estudios literarios”. Entonces el problema de lectura que tiene Ludmer encaja muy bien con esta imposibilidad de pensar la literatura argentina por fuera de lo que se enseña. No es enseñable, no se puede trasmitir o le ponemos “arte” para que todo cierre.
Ni una cosa ni la otra. Aun, esa asociación institucional entre docencia y crítica sigue debatiéndose subterráneamente-aunque la topografía de lo que se lee como crítica sea lo que se enseña y luego se copia y se pega en un libro que solo la Comunidad del Anillo hace circular- y no se ha saldado. Si un grado de especificidad se ha perdido con la desolación de Smaug (el estructuralismo) y una necesaria reclusión en los estudios culturales o en cuanto post marxista (que se presenta como originario, como nativo pero con un programa social democrático y lacaniano, como Žižek) aparezca, delimitan el territorio nostálgico de la teoría literaria y su primera persona a la hora de escribir es porque se ha creado una ilusión de cientificidad que poluciona en las nocturnidades con eso que llamábamos poesía, ensayo o novela. Que llamábamos: acción pretérita y finalizada en el pasado, puesto que la post autonomía borró las fronteras de lo legible. Me pregunto qué sucede entonces con la escritura, ya no con la lectura sino con la escritura. Prefiero, monstruosamente, volver sobre aquella entrevista que Nicolás Rosa brindó en julio de 1998, con motivo de su visita a la Universidad Nacional de Tucumán para un programa local malísimo conducido por María Blanca Neri llamado “Los juegos de la cultura”. Si usted lo youtubea, lo encuentra. La pregunta de Neri es muy sencilla y yo la reformulo: ¿Por qué a usted no lo llaman “escritor” o, en todo caso, escribirá usted, Doctor Nicolás Rosa, como crítico o como escritor? Parece una broma pero aun hoy, insisto esquizofrénicamente, en el plano de nuestra carrera todavía corre la vulgata y la máxima ideológica del “decidor”: si usted viene a la carrera de Letras para aprender a escribir, no es este el lugar. El “decidor” es muy respetado, hasta por quien escribe este texto, pero ha sido muy sectario a la hora de abrir la puerta de la Comunidad porque él mismo la conforma y la protege de El Interpretador o de quien sea-aunque él mismo haya publicado allí- que no entienda que los que escriben son unos pocos, los que hacen crítica solo aquellos que enseñan, y los que estudian, los que se presentan a becas. En fin, la respuesta de Nicolás es mucho más lapidaria: “Yo no hago papers, yo escribo. ¿Por qué la gente no me llama escritor?”. Sin duda alguna me he formado en una escuela o en una tradición, para que Trotsky no se enoje, que priorizó la escritura por sobre las posibilidades de la crítica, aun por sobre las posibilidades de hacer teoría literaria. Sigo siendo estudiante-puesto que ese fue el espíritu de los ENEL que rápidamente se perdió: los docentes no dejamos de estudiar y de investigar y seguimos siendo unos alumnos crónicos incurables- y le canto retruco a la falacia del “decidor” puesto que antes que ser un hacedor de textitos masturbatorios bajo el título de ‘informe monográfico’, prefiero claudicar en la marea de los que no expulsamos a los alumnos de la carrera y proponemos pensar la escritura de y desde un espacio institucional. Ya no pasa, como me decía Oscar Blanco cuando me llevó a laburar con él en el interminable Las Letras de Rock en Argentina…, sentirme parte del under, del Umbral (sic) al lado de Boquitas, al lado del comedor, al borde del subsuelo, no, claro que no. Yo escribo, pese-vuelvo a Nicolás- a la academia (2). ¿Por qué la escritura se ha marchitado en la lectura de los padres? ¿Qué deseo tan macabro de solemnidad puede conmover a cierto sector del alumnado de la carrera que siente el trabajo de la crítica como el deseo del Otro, como la voz del ausente, como una mutilación peneana angustiosa, como una herejía innombrable? ¿Por qué Puán se ha convertido en Hogwarts? ¿Qué misterios guarda la cámara secreta en la que la Comunidad evalúa el placer moquiento y adicto de cientificidad radicado en el cadáver de la escritura? ¿Qué simulacro de honestidad debe rehabilitarse en el relevamiento frenético de lo que se ha escrito? ¿Qué afán de totalidad se ha comido la gruesa y mota infamia de la filiación institucional como reina legitimadora de discursos, de mi discurso, de este? Si todo esto es la crítica, estoy en un despacho forense esperando la autopsia.
Fractura del silencio, íncipit crítica
La imputación de Pappo a DJ Deró en aquel programa de la noche, fría noche de sábado que orquestaba el marido de Florencia Raggi, se debía a la necesidad de un regreso paranoico a lo artesanal. Trabajo versus lumpenismo. Aquel que se reconoce en la pulsión de una práctica y aquel que la economiza, es decir, el ilusionista. La imputación es, en definitiva, capital para pensar el problema de escribir en y para la academia. Ese sudor que implica la escritura ha migrado al sudor de rastrear mitos de origen. O peor aún, de reproducirlos. Cuando pensamos en hacer crítica la imagen acústica te reenvía-y en este sentido es muy alegórica y benjaminiana, al mismo tiempo- a un lugar difuso: ¿qué pretende usted de mí? ¿Escribir sobre otro es dejar de escribir? ¿Pensar la escritura del otro es sacrificar el carácter ficcional de mi propia escritura? La tecnificación ridícula de cierto sector de esta comunidad-que solo puede pensarse desde adentro y cuantitativamente puesto que quien más escribe es quien más enseña, o al menos gana un lugar reificado de enseñanza dentro de la carrera por su sed de acumulación tasada en papers- ha devaluado el peso de la escritura dentro de esa operación ya difusa que llamamos crítica literaria. Ahora, hablemos de signaturas. No vale preguntarse qué es la crítica, sino cómo es la crítica. Los índices de modalidad son las texturas, los detalles, ese afano amoroso que le hacemos a la narrativa cuando ya no sabemos si estamos escribiendo sobre otro objeto-supongamos, sobre Borges, que viene bien además para pensarlo como un “coso” que de tan institucionalizado y canónico uno no sabe de qué o quién está hablando- o si estamos escribiendo sobre nosotros mismos a partir de ese otro objeto. Esa distancia acrítica, justamente, es la que requiere la comunidad y que yo no estoy dispuesto a hacer puesto que aún me queda un algo de dignidad. Es como cuando un NN, cualquiera, te pide que bajes la voz. Si ni a los propios padres biológicos uno ha respetado a la hora de dosificar silencios y gritos, cómo pudimos retroceder tantos casilleros y merecer el olvido de la escritura. En efecto, la crítica es una operación de violencia sobre ese otro objeto y sobre la fundación de ese objeto en los colchones institucionales. Hay una cierta cordialidad, un estado de bienestar entre los afiliados a la comunidad que el silencio no pudo edificarse sino atroz.
El display de hermandad es parcialmente violado en un diálogo interesante que Nicolás Vilela y Florencia Minici mantienen en “Crítica y despolitización” (Mancilla, 07-08, 2011) y que tendríamos que reactualizar. Porque las preguntas que se hacen, angustiosas preguntas, implican problemáticas del presente continuo, del estado paupérrimo en el cual la carrera de Letras se piensa a sí misma como una máquina expendedora de boletos o avales. Y me interpelan porque homologan crítica y escritura sobre la raíz de tres problemáticas muy concretas: 1) ¿Qué lugar ocupa la teoría dentro de la escritura crítica? Siempre, claro está, suponiendo que la crítica infiera una operación de la teoría; 2) ¿Qué efectos del subsidio a la investigación académica recepcionamos luego de diez años ininterrumpidos de becarios proliferantes y precarizaciones rizomáticas? ¿Ha contribuido esta política a la escritura o a la cientificidad de la misma?; 3) ¿Podemos pensar una crítica argentina, luego de Viñas, luego de Ludmer, luego de Piglia? Decía Link y ellos reformulan: ¿cómo leer, después?
En relación a la primera problemática, quisiera irme a otro número de Mancilla, a un texto polémico y silencioso (no silenciado, guarda) de Fermín Rodríguez titulado “Los usos de la crítica” (Mancilla, 09, 2014). La interrogación sobre la crítica es, para Rodríguez, reconocer la “Tensión por un lado con la palabra desapasionada de la academia, guardiana del patrimonio y del pasado nacional…” (Rodríguez, 2014: 90). Efectivamente, reconocer ese lugar de enunciación es reconocer la patología dentro de la cual uno funciona. Porque Fermín Rodríguez no podría decirlo por fuera de la propia academia. Sirve, en todo caso como trabajo crítico, si uno se instala y se ubica dentro de una serie de producción. Y acá está el problema: en la carrera de Letras la poiesis es una fantochada aristotélica. No se discuten poéticas (con las minúsculas que le placen a las literaturas comparadas, es decir micropoéticas) sino lecturas sobre esas poéticas, que casualmente claudican en problemas de género (con las mayúsculas que también le placen a las mismas…). Y nunca ese género es la crítica, puesto que pensarlo como tal sería sublimar el peso de la narrativa rectora, de la ficción proletaria, del falocentrismo que impone la novela. Si la crítica ocupa un lugar en las librerías, un lugar físico, ¿cómo no va a ocuparlo dentro de los planes de estudio? ¿Cómo pensar la literatura por fuera de la crítica? O peor aún, ¿cómo no discutir si el bostezo de la academia frente a la literatura es, efectivamente, una operación crítica? Suelo inclinarme, como Fermín, por las relecturas. Cuando él levanta El país de la guerra de Martín Kohan está levantando un movimiento de reescritura mal visto en un parcial domiciliario. Curiosamente, no es Kohan el que lo censura. Él puede moverse con total libertad dentro de esa jerarquización de la escritura por sobre los relevamientos inocuos de los moderadores de tesis, los doctorandos, los topos. El problema no es Kohan, ni Rodríguez, el problema se haya en esa consigna de comprobación de lectura que todo alumno de la carrera padece. Y acá no nos importa si hacemos teoría, historia o crítica literarias, porque en definitiva hay una discusión mucho más grave que es el lugar de la escritura. Desde un estertor locativo podríamos decir que Kohan hace crítica porque se permite la reescritura y fulanito aprende con Kohan a hacer monografías porque tiene que citar a Benjamin. Es un ejemplo, un simple ejemplo de lo que sucede.
Miguel Vitagliano en Perspectivas actuales de la investigación literaria (2011) (3) pone en cuestión el simulacro de cientificidad con la que muchos de su generación tuvieron que estudiar. Revive una anécdota que involucra el concepto de “estudios literarios” que sostiene Mignolo al homologar teoría literaria, poética y teoría de la literatura dentro de un campo de prácticas científicas. Una literaturología. Hasta acá aguanto-banco, defiendo, levanto- las argumentaciones de Vitagliano para destruir esa pretensión metodológica de Mignolo y resignificar una frase nominal tan amplia como “crítica literaria”. Coincido además con Vitagliano-que no es más que coincidir con toda una tradición, con un linaje, con una genealogía que abre Nicolás Rosa en nuestro país, y que seguro no fue el único aunque sí el más estridente de todos los traductores y lectores de Crítica y Verdad en la humedad pampeana- en violar el mito de origen, desinstalar a los padres e inaugurar un tragema: “…podríamos cambiar el mito de origen: esto también es una posibilidad. Al fin de cuentas es lo que hace el investigador, cambiar de lugar o disolver lo que hasta ese momento era tomado como origen o principio.” (Vitagliano, 2011: 175). Lo corrijo: no es la tarea del investigador, en la tarea del crítico. Es la violencia de la escritura, en su inflexión crítica, la que permite hallar belleza en esa violación nunca vista. Pero nos gusta Viñas, hemos aprendido a mentir muy bien. ¿Por qué negarlo? Lo negamos, casi siempre, como a un Cristo cualquiera, porque tenemos que ganar becas o porque hay una confabulación de cortesía para sostener a la comunidad. Un humanismo extemporáneo. La regla de permanencia implica el gesto halagador que no es homenaje, porque si lo fuera lo destruiría. Eso se llama: re-se-ñar. Aprendemos a re-se-ñar el deseo del otro. Lo hizo Panesi con Jitrik en su Historia Crítica de la Literatura Argentina (artículo publicado en la revista Espacio n° 26, octubre-noviembre 2000); lo hizo María Pía López con Walsh (en esta misma revista, El Matadero, n° 1, 1998); lo hizo Nora Domínguez con la Biblioteca Crítica Hachette (Espacios, n° 4/5, noviembre-diciembre, 1986). Y puedo seguir.
Como decía Barthes, el crítico es creador de otra obra pero no necesitada; no es un bombero voluntario. Es un asesino, y serial. Perturba la cohesión de la comunidad porque intenta instalar otro mito de origen o, en su defecto y osadía, dinamitarlo todo. Vaciarlo, vaciarnos.
El segundo problema que instalan Vilela y Minici se refiere a un desborde del lugar que Vitagliano, justamente, le otorgaba al crítico: el investigador. La “hiperespecialización” y el viaducto neobarroso de las becas ha producido un miserabilismo muy poco digno de Castelnuovo. Un retorno eterno a un oro sin linaje, un ethos romano en palabras de Nicolás Rosa. La ficción de las becas creó un nuevo claustro, un nuevo actor, totalmente escindido de esa tarea tan “baja” que es dar clase de Lengua y Literatura en un colegio secundario. ¿Cómo un ingresante de la carrera de Letras podría rebajar su devenir a tan insignificante tarea en el mesianismo prometedor de la investigación científica? Es cierto, no podemos esconderlo debajo de la alfombra: la precarización con la que se levanta el becario en Callao y Corrientes, en su barricada con crema post solar (¿post autónoma?) en el reclamo de sus aportes y un “sueldo digno”, es un espejo de la precarización de su escritura. Resulta, en este sentido, bastante desafortunado el ejemplo de Minici y Vilela para pensar escrituras o aportes contemporáneos que puedan “desinfectar” (es este el verboide, es de ellos, no mío) a la teoría literaria de todo estudio cultural. Disiento. No es un problema de esencialismos, o de los fulgores del simulacro de Jena, ni mucho menos de si la teoría literaria arrastra o no arquitecturas epistemológicas de otros campos. No es, como sostienen los autores, la revista Luthor el mejor ejemplo para pensar una jugada higiénica. Ars higiénica según Luthor: mezclar 200 mg. de Bajtín, 1 cucharada de un titular concursado vivo, agitar y servir. El soberbio bancado por el Estado para re-se-ñar es mucho más peligroso que el soberbio infeliz que escribe para publicar por Clara Beter un ensayo sobre la influencia del heavy metal en la Argentina en los últimos treinta años.
La investigación rentada y la escritura están fuertemente divorciadas. Hay, si se quiere, en ese binomio, un grado institucional del cumplimiento, un disciplinamiento. Una ética burocrática. Una cuestión administrativa. No hay cópula, ni encuentro. Por eso, sostenía al comienzo que la docencia universitaria ha dañado la imaginación de más de uno. En un número de Espacios Piglia y Saer hacen que discuten (teatralidad que nos gusta por chusmas) o intercambian, a razón de una pregunta más que válida de Ibarlucía acerca de la relación entre la crítica y la docencia. Piglia responde: “Yo leía el otro día una frase de Don De Lillo, un novelista norteamericano que me interesa mucho, y él decía: ‘la enseñanza arruinó más escritores norteamericanos que el alcohol’”. Muy aplicable al muchacho criado en Adrogué y que todos reconocemos como crítico literario porque hasta Wikipedia lo dice. Entonces debe ser así; pero lo irrefutable acá es cómo se han distribuido los lugares de saber y los lugares de producción dentro de la academia y fuera de ella. Lamento la lectura de trabajos de tesis doctorales que publicándose no hacen más que servirme de “ayuda memoria”, puesto que no registran su registro-y no es un juego de palabras-, confinado a la enciclopedia de un saber específico, ni registran lo que sucede en el cuadrilátero del aula o de la cátedra, donde el auditorio se asemeja a los minions de Mi Villano Favorito. Esclavos de un submundo (como los puercos de Mad Max Beyond Thunderdome), pero que ahora le llaman adscriptos.
El tercer punto que señalan Vilela y Minici ya es una ilustración de ignorancia interna, puesto que realizan una oposición nac&pop, muy epocal, entre las producciones de la crítica que importamos y aquella nacional que, según los autores, elidimos. La dicotomía es falsa y me basta con recorrer las lecturas que rigen la organización del discurso académico actual para observar una focalización implícita en los padres territoriales. Por otro lado, pensar que lo “nacional” es “más y mejor” me espanta, contemplando el cuadro crítico-la epicrisis- de la crítica que hasta acá vengo señalando. Me espanta aún más pensar que hay que actualizar las lecturas de Borges, que los críticos hacen de Borges, para “exportarlo mejor” (pueden chequear esta barbaridad en la página 151 del número de Mancilla que cito arriba). Pero si creían que esto era poco se equivocan. Vilela y Minici recurren repensar el canon con… ¡Autores del canon! Los ejemplos que ofrecen no ilustran, opacan: Lamborghini, Zelarrayán, Walsh. ¿Acaso no son canon? Actualizar una lectura del canon sería, primero, rediseñarlo. Correr ese mito de origen. Y ese desplazamiento es un costo político que nadie está dispuesto a correr. En todo caso, matar a Borges y poner a Boedo en la tapa del diario, nota central. No conozco a muchos que se hayan animado, pero basta saber que a Viñas y a Rosa no les costaba bancarse el costo político de excomulgar a los padres. Al menos por un rato.
En la tranquera de afirmaciones gratuitas y sedantes de los autores, se hace un reclamo insólito: la carrera de Letras no avanza curricularmente sobre el feminismo, los estudios postcoloniales, etc. No solo avanza: los ha quemado, reventado, implosionado. Quizás Vilela y Minici desconozcan el enorme trabajo de Silvia Tieffemberg, Susana Cella, Nora Domínguez y Laura Arnés, es muy probable. Para este caso, existe la fotocopiadora del Cefyl. Allí se consiguen los programas de los seminarios y de las materias.
El reclamo, de este lado, se ubica en una prótesis de la escritura que no tiene que ver con los objetos. Recientemente, sin ir más lejos, el seminario que llevamos adelante con Oscar Blanco sobre las letras de rock como material ontológico y literario, o los seminarios de Armando Capalbo, Cristian Palacios y Elsa Drucaroff, reivindicando objetos no convencionales, para la pacatería académica, sobre los cuales la escritura se piensa y se hace, indican que no estamos carentes de novedad en cuanto a los tópicos o recorridos de investigación que la docencia universitaria propone. Por el contrario, es el déficit de la escritura, vedette maldita, el que nos acongoja y molesta a un conjunto de renegados que insistimos en conformar grupos de escritura en función del deseo y no del subsidio. El gusto de los PRIG es el sabor de poder conformar equipos. Y en un medio tan individualista y hermético como el que se respira en Puán, es innegable el avance de estos programas de investigación y extensión universitarias para ganar un espacio bajo el violento oficio de escribir crítica, narrativa, en fin, de escribir. Que es lo que se extraña por el barrio.
(1) Encuentro
de Estudiantes de Letras. Traducción que quizás aún hoy siga siendo necesaria
para, justamente,
aquellos profesores que han firmado avales en pos de la legitimación del mismo
y no lo recuerden.