En mí moraba el alma de la meretrizde la santa de la sanguinaria y de la farisea.
Muchos le dieron nombre a mi modo de ser
y sólo fui una histérica.
Alda Merini, Vacío de amor
(Sobre Mi cliente, de Sofía González Bonorino, Editores
Argentinos, 2015)
Mi Cliente puede leerse una
interrogación límite acerca del deseo femenino “hoy”.
Lo que Balzac llamaba la “sublime lucidez” del novelista reside hoy en saber que se rechaza siempre la verdad –o al desmentido de lo que aparece como tal– y sólo se quiere ganar tiempo aunque más no sea para sostener este rechazo. El arte de narrar todavía existe y el contratiempo es su principal oficiante. Se puede afirmar que existe cuando en una obra cada nota suena otra vez de una manera diferente. Terminé de leer Mi Cliente de Sofía González Bonorino que culmina un ciclo de descarnadas novelas iniciado en Las cruces. Me dejó mudo, me alejé del mundanal ruido. Las lecturas no sólo valen por lo que se lee en ellas sino por los libros que dan a leer. Entendí el motivo de los elogios que recibió de lectores de fuste, que señalaron los valores estéticos de la obra. No tiene nada que ver con novelas chatas que denuncian los femicidios pero omiten el proceso que lo desencadena con personajes estereotipados que parecen figuritas.
“Con una elegancia y un tacto únicos, González Bonorino cuenta una
historia asombrosa e imposible de contar”, dijo el escritor Luis Chitarroni
sobre la novela. Imposible de contar: esto plantea una disyunción en abismo
entre la historia –los hechos– y los giros narrativos. La belleza
coexiste con los mundos más sórdidos y bajo una apariencia de
normalidad sus personajes registran una grave crisis de identidad.
Bonorino tiene como referencia a Proust, que escribió: “El mundo no es sino el reflejo de lo que pasa en el amor”. No siempre es una historia color de rosa. La analepsis –figura de repetición que interrumpe el orden cronológico– escande un tiempo muerto donde aparece la relación entre la protagonista y su cliente, subrayada en bastardillas a lo largo del texto: “Asegura que soy la mujer más hermosa que vio en su vida. Y yo me río: mujer, lo que se dice mujer, no soy, y en todo me parezco al hombre, que me ha moldeado a su gusto.”
Su padre fue el modelo a imitar y su deseo se sitúa en el límite de la triangulación. Sólo desea si antes es deseada por otro a partir de su relación erótica con el abuelo. “Hace una hora que mi cliente está conmigo, su sexo caído entre las piernas, como un objeto inservible. Por qué, pienso, por qué no me desea.”
La relación padre–abuelo–ella, es el triángulo de origen a los cinco años. Y se pregunta si acaso ese hombre que la contrata para escucharla no le propone otro destino que no es
otra cosa que un afuera de las tramas triangulares donde está capturada y
recorren la sucesión de los hechos. El cliente es una voz exterior al conjunto
de los conjuntos de todas las historias: la irrupción de algo irrepetible en su
vida. El amor puede pensarse como la trasmisión de un rasgo. Él no tiene
ninguno de entre todos los hombres
que conoció. Tal vez vea un eco del padre, el único al que oscuramente amó.
La indiferencia sexual del cliente despierta un deseo que desconocía y
otra identidad que es volverse la promesa de lo único que va ocupando al
cliente: escribirla: “Él me lee lo que va escribiendo. Cómo llegué a ser lo
que soy es la promesa de su relato. Que la novela la escriba otro, la verdadera
razón por la cual mi deseo se pone en movimiento”.
Se trata de una guerra entre el cuerpo y el lenguaje, entre historia y
narración, llevada al extremo donde siempre vence el primero hasta la llegada
del cliente, que abre un arco de
suspenso y conmueve su frigidez. No se escribe “sobre” el deseo femenino sino “desde”
él: la aventura del personaje es la búsqueda de otro cuerpo que el propio. El
cliente es el lugar de un corte–vínculo que separa a la mujer concreta de La
Mujer: no soy los otros –corte– y podés no ser siempre la misma:
vínculo. A eso los humanos lo llaman amor.
La novela tiene como protagonistas al cuerpo y al lenguaje más allá de
los personajes: ella no tiene nombre y el del cliente es un nombre genérico.
Ella ejerce la prostitución como el último madero que encontró para aferrarse.
Su belleza siempre estuvo en la cumbre del esplendor: no sólo es requerida por
hombres sino también por mujeres. Un vacío “lleno” la invade y la hace vomitar con
frecuencia: “El cuerpo, de pronto, ya no soportó más ese lugar protagónico
que mi belleza y la ocasión le deparaban”. Es la fantasía de expulsar el
cuerpo y borrar las huellas de una memoria insoportable: “No podía parar de
vomitar. Una rara felicidad me embriagó. ¿Sería posible expulsar el
cuerpo entero? ¿Sería posible que la dureza y rigidez del cuerpo cedieran al
fin, perdiendo su consistencia, disgregándose en una masa biliosa?”
El vomitarlo todo coexiste como el día y la noche con engullirlo todo.
Los rituales del cuerpo se describen hasta en lo mínimos detalles: “La
delgadez tiene que ver con la intangibilidad de lo sagrado. Para ocupar el
lugar que me corresponde, vivo prisionera
de atormentadoras dietas”. El cuerpo escapa a su control como un
caballo desbocado y la angustia multiplica las imágenes de su despedazamiento.
Amaba a su padre pero el abuso que sufrió de su abuelo, al que ella cree haber
seducido a los cinco años, inicia
posteriormente una cadena de estragos, como si no pudiera nunca salir de
una trama incestuosa.
Ella sólo desea impersonalmente a partir de que es deseada por otro: el
abuelo o, cuando es apenas
adolescente, Roberto, un amigo del padre, que la mira con lujuria. Hasta que
aparece su futuro marido, Alfredo, con el que se siente segura. La angustia
permanece y no tiene mejor idea que encontrar un amante que la mantiene todo el
tiempo angustiada. Se hace entonces una cirugía en los senos como si pudiera
encontrar otro cuerpo: “Despertaba al lenguaje del cuerpo, que pedía con palabras nuevas,
luminosas, los deleites y los goces que le correspondían. Cierta música me tomaba
entera, llenándome de tristeza. Busqué, desesperada, una explicación a la rara
melancolía que me habitaba. Pronto creía descubrirla. Necesitaba sentirme
deseada. Esta falta en mi pecho es la razón de mi desdicha, pensé. Una nada
carnal sólo corregida por la cirugía.” Las prótesis se adaptan perfectamente
pero no pueden abolir el pasado. La experiencia de ser madre también la
decepciona: “El amor que creía sentir hacia mis hijos resultó falso, o al
menos no tan intenso y abnegado como yo había creído. Ellos dejaron de ser lo
más importante de mi vida. Me desesperaba más encontrar un atisbo de celulitis
en mis piernas que los trastornos que no podía dejar de percibir en ellos,
abandonados a su suerte. No se puede ser mujer y madre al mismo tiempo. Al
menos yo no puedo.”
Ni el marido formal ni el amante canalla, el Negro, pueden arrancarla de
algo que viene de una compleja trama familiar marcada por el incesto, y donde ella
pasa del matrimonio a la prostitución: “Comencé de la mano de Silvina, en
aquel momento mi amiga. Qué iba a imaginarme yo que trabajaba de puta. Parecía
tan seria, tan educada”. También a esto la impulsa el deseo de otro, pero
en el oficio se estabiliza: “Desde que me consagré a los hombres, se
acabaron mis conflictos. De pronto todo adquirió sentido, orden y claridad”.
A su amiga Lucrecia le sucede lo mismo
al consagrarse a la religión: “Elegir ser monja es, como decidirse a ser
puta, un movimiento ajeno a la libertad. Es un destino”.
El cliente es solamente una voz: tímida, atenuada y débil, pero le basta eso para que le descubra otra dimensión de la palabra donde no está en juego el cuerpo que cada uno tiene y que los va transformando a los dos. El cliente, que cita a Wilkock, por un momento hace pensar en "Y yo gusto tanto de ella que no sé cómo desearla" (Pessoa), otras veces en un pequeño perverso. Lo cierto es que comienza a novelarla.
El cliente es solamente una voz: tímida, atenuada y débil, pero le basta eso para que le descubra otra dimensión de la palabra donde no está en juego el cuerpo que cada uno tiene y que los va transformando a los dos. El cliente, que cita a Wilkock, por un momento hace pensar en "Y yo gusto tanto de ella que no sé cómo desearla" (Pessoa), otras veces en un pequeño perverso. Lo cierto es que comienza a novelarla.
Volver a enamorarse no le es suficiente: “La vida de una mujer, si
está enamorada, puede llegar a convertirse en un infierno”. Se enamora
por el deseo que el otro, el Negro, tiene de ella, y al final no sabe quién fue ese hombre, ni si le importó: “El
Negro nunca me importó realmente. Lo supe después, cuando habiendo tomado la
decisión de dejarlo, lo olvidé en unos pocos días. ¿Ése fue mi gran amor? Lo único real, entonces como
hoy, era mi cuerpo”.
La tarotista, que por un tiempo le maneja la vida, y el Negro que la traiciona, conforman un triángulo más, que continúa la sufrida saga que comenzó con el padre y el abuelo.
La tarotista, que por un tiempo le maneja la vida, y el Negro que la traiciona, conforman un triángulo más, que continúa la sufrida saga que comenzó con el padre y el abuelo.
En la guerra que libra prevalece el cuerpo donde nadie puede dejar la
impronta de una huella.
Como si se viera a sí misma una virgen
en el espejo luego de cada historia, luego de tantos hombres que se reducen al
mismo. El hombre para ella tiene el valor de los billetes que paga. Con el
cliente hace una excepción porque no la desea: “Cuando mayor es el deseo del
hombre, más me enfrío yo, más lo desprecio.”
“Si por algo le he tomado afecto a mi cliente es por su indiferencia
profunda hacia la relación sexual. Como si no creyera en ella. Porque, como me dice,
él no sabe qué cosa extraña soy. Al hablarme, me mira con desconfianza, y sus largos dedos de artista se
enroscan a mi pelo.
Lo dejo soñar, imaginarme.
Soy su obra- dice-, su personaje.”
Y luego:
“En la imposibilidad de mi cliente, está su poder.”
El cliente se interesa en cada detalle de su vida y se va volviendo su
novelista. “Desenredar mis pensamientos,
enmarañados, confusos: él me promete claridad.” Incluso por un magistral
truco histereológico –en una novela donde abundan las analepsis de tipo
proustiano– no sabemos si acaso no ha escrito la novela que estamos
leyendo.
“Todo en él va hacia donde no sé de mí”, dice ella.
Hay un tono nocturno donde el personaje toma la palabra:
“Mi vida está marcada por peligros y humillaciones y, al mismo
tiempo, anclada en la fijeza, la repetición, y la monotonía.”
Y es que, si bien nada es impredecible
en este oficio, las variantes son múltiples y hay que estar preparada para lo
que se me ordena.
En la noche ficticia y ardorosa, soy la esclava que tiene el poder de
hacer existir al hombre que paga la factura.
Hacerlo existir.
Sin reparos.
El amo busca ser rebajado.
Atar, estrangular, azotar, pisotear
soy la Dominadora de la noche.
Mi cliente escribe
(espío, rápida, en su libreta abierta):
“Lo erótico, el sexo, son la pantalla, el disfraz.
Detrás: ese silencio inmóvil que…”
Me persigo en su letra retorcida, apenas descifrable.
Sale del baño.
Se tira en mi cama, envuelto en una toalla, su cuerpo
tranquilo, húmedo, fuera de lugar.
Mi mundo se distancia de la vida.
Niego la carne y sus peligros.
No tengo alternativa.”
Esa forma de vida coexiste en el mismo personaje: un tono diurno que
asume la narración y otra voz en un tiempo propiamente diegético. La
dominadora de la noche, durante el día vomita todo el tiempo.
Tiene la esperanza de poder vomitarlo todo, noche y día incluido.
Vaciarse totalmente es imposible porque reproduce la misma trama que la
lleva a vomitar: el estar capturada en el fantasma de los otros que ahora tiene
hasta un cliente que no alimenta ese fantasma por el hecho de no desearla.
Oscila entre la voracidad y el ayuno. “Me despertaba durante la noche
para engullir frascos de dulce de leche devorados a cucharadas, puñados de
almendras, pasas de uvas, semillas de girasol, sándwiches de pollo con
mayonesa, trozos de gelatina, todo lo que pudiera comerse, mezclado de tal
manera, que los sabores se anulaban al contacto de uno con otro.”
Adelgaza y engorda, engorda y adelgaza, sin poder salir de la trama
circular que viene desde la infancia. El deseo capturado en triángulos de
triángulos –no necesariamente los personajes están presentes.
Bárbara, la pintora, es su mejor amiga: “Cuando Bárbara pintó esa
serie de cuadros llamados Tangueras, me usaba como modelo, yo era
su mejor modelo, decía a veces con un cigarrillo en la boca, mientras
embadurnaba el pincel con óleo para después pintar la tela con sus trazos
inconfundibles. Le apasionaba la música. En su taller, confortable a pesar del desorden,
siempre se escuchaba una sonata de Janáček. Pintaba a la noche, con luz
artificial. Modifiqué mis horarios. Sin embargo, no me resultaba un sacrificio
posar para mi amiga. Al contrario, todo lo que sé lo aprendí de ella, durante
interminables horas de inmovilidad. Procuré tener la mente abierta, en
movimiento, mientras los músculos, relajados, obtenían
la quietud necesaria para que mi cuerpo pudiera ser apresado
por la mirada de Bárbara, por su mano, por sus pinceladas intensas. Había
noches en que ella hablaba sin parar, de sus lecturas, de los paseos por la
ciudad. Juntas, recorríamos San Telmo. Conocía a los anticuarios, era amiga de
todos. A veces, parecía hundirse en la melancolía. No soporto estar en el mundo, me dijo un
día. Me resulta
imposible inventarme una vida.
¿Qué le faltaba a Bárbara?
De pronto me siento mal, quiero salir del estudio, respirar aire fresco.
Nos vamos a una milonga del Abasto.”
Nótese que la instancia narrativa –diégesis– cuenta una
mímesis –la pintora que pinta un cuadro y siente que sus manos la tocan a
lo que se suma la música del gran compositor checo y que el cliente sea
admirador de lo que pinta Bárbara– y el personaje aprende “todo lo que
sabe” de su inmovilidad y luego las dos se van a bailar tangos que dan lugar a
otras representaciones y así interminablemente para conjurar la asfixia que
irrumpe a través de las relaciones de los personajes, sean leales o perversas
siempre queda idéntica a sí misma.
El suicidio de su amiga Bárbara la
deja literalmente sola, con la excepción del cliente. No puede ser una puta
respetuosa porque para esto tendría que salir de sí misma. El cliente es una
puerta semicerrada hacia afuera: tal vez ese otro cuerpo suyo sea propiciado no
por cirugías sino por otro lenguaje.
Descubre que entre “tanto
despilfarro, sexo, y maltratos” nunca ha sido amada, separada de sí. Esta
novela trata de una catástrofe contemporánea que incumple al lenguaje y al
sacerdocio fetichista posmoderno: esa ilusión de ilusiones que cree poder
conjugar el nombre con el cuerpo, llevada
al extremo por la autora: el personaje no tiene nombre y queda reducida a su
cuerpo.
Esta paralepsis habla en su retrospectiva de una prolepsis: de entrada
el infinito ha sido excluido. No me refiero a lo ilimitado sino a un narcisismo
que coloniza las relaciones y convierte
a los sujetos en sonámbulos. Ella por un lado va hacia el mar en busca de aire –abundan
las descripciones impresionistas y proustianas de los mares del sur– y,
también, buscando conjurar todo lo vivido a través de un singular contrato con
alguien que se convierte en su cliente y le da un nuevo estatuto al fetiche: su
impotencia la arranca de la frigidez en que se ha refugiado. Ella ha encontrado
un nuevo lugar de la palabra.
El personaje tiene todos los
elementos que configuran una artista. La escritura sería una salida para ella, pero este lugar es asumido por
el cliente que se convierte en el narrador de su historia. Ella le paga a quien
la escribe “como si quisiera, con sus palabras, arrancar algo imposible
de mi cuerpo”. Así, comienza a escribir una novela que es la misma que
leemos.