(Para el viejo aquel…, de Melito; Belleza
y Felicidad, 2014)
El placer es como el nacimiento o la muerte, sólo nos sucede una vez, pero del nacimiento uno se olvida, y a la muerte se la ignora; el placer, en cambio, es ese instante único del éxtasis cuyo recuerdo o cuya ilusión nos mantiene en vida. Sólo una vez nos ocurre, pero el resto de la existencia, antes o después, no es más que una reflexión sobre el tema. Es ridículo, pero es así, tanto para las locas como para cualquier otro. Creemos amar a una sola persona, pero en realidad amamos tan solo ese destello de placer.
Copi. La guerra de las mariquitas
Melito evoca
la gerontofilia en un poema de seis cantos entonados en la dicción de una música del
siglo XIX. A su
vez, conecta con esa parte Carlos Correas del amor entre un viejo y un chongo,
tópico preciado en lo mejor de la literatura argentina. En Melito, el abismo de
la tercera edad se funde con la pasión lumpen.
En Bernal hay un bar donde
regalan droga
y ahí cuando vas te volvés
directo,
tenso, musculoso y extático
como un perro en sus mejores
días.
Visiones
por fuera de todo efecto de miserabilización. Porque no hay moral de la pobreza
en este poemario sino, muy por el contrario, una estética de condiciones de
vida precarias que aportan una mirada luminosa, nueva, enamorada, casual y
fresca por fuera de toda queja demagógica.
Se abrieron las puertas del
tren eléctrico
y entraste con tu mochila rota.
Te dije: “cerrala, te pueden
robar”
y me contestaste: “yo te voy a
robar
algo que no podrás recuperar…”
(…) Frenó el tren y te caíste
encima de mí.
Sentí algo recorriendo mi
cuerpo,
eran tus manos, buscando mi
billetera.
Soy jubilado y pensionado: no
tengo un mango.
Pero mi hacha todavía está bien
filosa.
Y te cortaste las manos.
Desde la
cita de Salvador Novo, hasta su punto final, el poema despliega todas las
formas del amor y del suplicio; lo arcaico y lo moderno conviven en estos
poemas de manera singular. Para el viejo
aquel… es una novela de aprendizaje en verso. Porque quizás sea un error de
perspectiva dividir prosa y poesía. ¿Esa separación no será para que los
libreros y los bibliotecarios puedan acomodar sin tropiezos los libros en los
anaqueles? Porque en la experiencia real de lectura, todo entra en un mismo
cajón desordenado de percepciones. Y esa cuestión de si estrofa o párrafo, de
si narrador o yo lírico, es humo que venden en lata los profesionales de la no
lectura. ¿Odisea no es una novela en
verso sobre las aventuras de Ulises para volver a Itaca? Y los libros de Néstor
Sánchez, ¿no están hechos de párrafos que siguen el aliento de un largo y mismo
poema?
Soñé con vos, habían
callosidades
en tus manos y eso me gustó.
Porque me di cuenta que eras un
hombre
de trabajo. Yo abrí la heladera
buscando
pan. Un viejo duro, eso sos
vos, siempre lo supe.
En el recontraempaque de tus
útiles de niño,
ya había un viejo esperándome,
acorazado bajo una mueca de
tristeza…
Yo nací para la hoja ajada del
libro,
me gustan los anticuarios,
soy un erudito de lo gastado,
busco aprender y aprenderme,
aunque la pija siempre es
joven.
Me gustaría sacarme un ojo
para que me garches por ahí,
porque no puedo dejar de
alucinarme al verte.
Te lo digo siempre, encarajinado
y solo,
paqueado y sin amigos,
vos sos mi cama, mi lecho
y mi leche. Tengo mil formas de
verte,
pero me quiero rendir al tacto
de abrazarte.
Para el viejo aquel… puede hacer
serie con algunos de esos relatos y crónicas que retratan marginalidades
fugitivas desde sensibilidades únicas como “Él y ella” de Carlos Correas,
“Algunos bares de Baltimore” de John Waters, “Reflexiones espeluznantes sobre
la nafta, la locura y la música” de Hunter S. Thompson o “Secuelas de una larguísima
nota de rechazo” de Bukowski.