1.4.15

Retrato de Alberto Szpunberg, por Jorge Quiroga



La revista Vuelo funcionaba en un local de la calle Alsina, en Avellaneda, pertenecía a la “Asociación Gente de Arte”; yo recién asomaba a la literatura, había pasado la época de la escuela secundaria, dando vueltas por la Normal, la puerta de la disquería que quedaba enfrente, y la sede del club Independiente, y mi primera ocupación, una vez recibido fue en la Escuela de la calle Palaá, donde decían que hubo fusilamientos, en junio del ‘56, porque emitía desde allí una radio clandestina del grupo de Valle.
Ahí empezó lo que vino después, y la Resistencia.
Recién salido de la escuela parecía que lo que se estaba gestando constituía una cosa importante, que en esos momentos excedía mi experiencia personal. Escribía poemas desde tercer año, y comenzaba a interesarme la política, pasión a la que llegué ayudado por lo que había sucedido, en el año 58 entero, en el que tomamos la Normal, luchando por la Enseñanza Laica, en su enfrentamiento con la Libre.
Las peleas callejeras en Congreso (con las fuerzas del orden ), la aparición de la Revolución cubana, todo eso nos impactó con su espíritu romántico, y además estaban las discusiones en la cocina de Fredi, junto con los amigos de entonces, en la calle Supisiche de Sarandí.
Nos estábamos preparando, sin saberlo, nos politizamos, y no creíamos que el mundo, ni el país andaban bien, y llegaba la hora de cambiarlos.
En Vuelo llegaba gente de la Facultad que estaba en la calle Viamonte, y se armó un grupo, entre ellos entró Alberto Szpunberg, siempre misterioso y huidizo.
Era un tipo fascinante, como ya había publicado su libro Poemas de la mano mayor su encanto sobresalía. Su cuerpo chiquito, sus sacos grises, los anteojos medio caídos, pero constantemente puestos.
No sé porque se quedó su imagen, una tarde de mucho viento casi flotando, lo llevaba la ventolina, unos pasos más atrás del conjunto, que iba cruzando el Puente Pueyrredón Viejo, (que todavía está). No recuerdo dónde nos dirigíamos. Él frágil y poderoso, intrigante juntaba moneditas para comunicarse con alguna novia ausente e ignorada por todos que seguramente esperaba con ansiedad su llamado.
Éramos una especie de jovencitos suburbanos que querían ser poetas y recibían a esos muchachos, como Huasi o Romano, Rivera o Rosenmagerg, y a tantos otros, que publicaban sus primeros trabajos de gran valor y originalidad.
(Recuerdo que una vez en el aula magna de Medicina, Eduardo Romano leyó algunos de sus 18 poemas y Horacio Pilar y Juan Gelman también leyeron, y la atmósfera que ellos transmitían, indudablemente impactaba al amontonado auditorio, porque se comprendía que se estaba ante una poesía novedosa e inquietante).
Alberto hasta hoy es empedernido y entrañable, aprendió la tibieza del vivir.
En la casa colectiva de Bolívar y San Juan, Horacio realizaba anotaciones, indescifrables para nosotros, acerca de alimentos que aportaba cada uno de los habitantes, que fuimos muchos y Pilar prorrateaba con sus logaritmos, resolviendo cuánto debía cada uno.
Con Alberto militamos juntos, ya somos Sugus consumados, en varios lugares. Padilla, un viejo activista, aparece en la esquina de la cita, portando una pila de cajas de zapatos y nos vamos detrás de él a realizar alguna conspiración.
El exilio nos separó, Brasil, España. Buenos Aires nos juntó otra vez. Alberto atraviesa la calle Perú, yo lo espero en la puerta de El Federal y él le sonríe como un niño a la joven mesera.


La poesía de Alberto Szpunberg

(Cuando la muerte es pasajera. Poesía reunida. Entropía 2013 )

Hay una historia central, una escena intensa y que continuamente se retrotrae hacia un tiempo detenido y presente. Es un sitio para siempre, donde los gestos tanto significan un lugar pasajero y efímero, como la vida o la muerte, donde el mundo abre sus espacios, más allá, lejos de la tierra habitada por esas presencias que no sabemos ocultar en la soledad. En el aire, las formas infinitas, se difunden desde una visión perdurable, en la que el pasaje de las cosas no se altera.
Saber desde siempre, llegar en esa extrañeza de ser, es encontrar las palabras encima de las huellas dejadas, y es siempre recordar el instante, donde todo vuelve a un punto de entrega que no se aminora.
Hay que mirar fijamente el mar hasta abarcar su contorno en el momento de la dicha, donde la plenitud poco a poco se recupera y la muerte se ahuyenta.
La lluvia es una constancia y esa enorme superficie atesora la noche como un presentimiento.
Los campos de lavanda huyen hacia el sur, y la tierra, aún siendo desierta, cobija a esos cuerpos desnudos, en el fondo de un silencio que resplandece, un hombre y una mujer esperan, advierten al mundo, yacen, repiten un vuelo rasante. El silencio ronda esa ausencia, en la escena cristalizada, flota en el tiempo.
La risa endulza la nada que nunca se conocerá, el corazón puede ser un llamado evocado, allí están ellos, juntos en el temblor de la tarde, en los incendios contenidos en el abrazo desplegado. Las nubes auspician la ternura del día, como el mar calmo, como si ellos nacieran temprano.
Dormir sin aguardar otra cosa, que los cuerpos se anuden, se entrelacen, ante la reverberación de la posible mañana, alumbrando los signos y el deseo
Al marcharse no conoce la dirección justa, el momento de la felicidad los atraviesa, creen saber, aunque a veces se escapa su sentido, el cielo está sobre ellos, formulando su pregunta exacta.
Son las fronteras la que los dejan inermes, y la vida con su milagro diario renace, y ese recuerdo en el que se deslizan a un rumbo de certezas, son esas figuras que ven desde una ventana abierta al mundo.
Que ocultos lazos se deshacen/en el murmullo inconfundible. ¿De qué mar tranquilo viene ese viento que nos llega de lejos? ¿Cuál es esa playa dónde uno camina solo, presintiendo las palabras que se calla?
Sin estelas ni rastros, el amor sobrevive en ese espacio en el que lo significado se descubre. Visitantes nocturnos y diurnos se aúnan en la inocencia interminable en la que todo recobra su diafanidad y los sonidos de la radio son el eco de las sombras en la pared del cuarto. Los amantes no tienen remordimientos porque se despojan en el movimiento de desdecirse, forman tenues figuras que permanecen en la quietud, sin control, arriesgándose a todo.
Las manos, con su temblor incesante inauguran el día, en el vacío del agua reanudan el recorrido, como ese clavel que vive en el aire, y el hombre atrapa con su alimento en una postal que nunca será enviada, como la novia abrazada frente al cielo rojizo.
Desde el primer libro, Poemas de la mano mayor, Alberto Szpunberg escribe poesía en la tensión de una voz íntima y secreta, donde el sentimiento mantiene un clima de suave evocación y de escenas visibles, de un hondo sabor porteño. En el fondo más entrañable y humano el poeta encuentra la manera de decir su canción.
Luego vendrán la cama en la vidriera que despierta el deseo de todos, la parejas, los transeúntes, la llama que inmortaliza el relato porfiado de rememorar y contar, cambiando la historia, son siempre cosas sencillas para montar las pequeñas narraciones de la soledad, relatos en que la vida insiste en la perduración, solitarios por cuenta propia, esos seres urbanos que deambulan en el recuerdo.
Están también las historias de los viejos stanilistas, que siguen colgados aunque el tiempo haya tenuemente transcurrido. O los hombres que cruzaron el Riachuelo, e instalan un solo corazón al borde de las orillas, simplemente por su empecinada decisión.
Hombres y mujeres que borran sus besos y sonríen, como en el tango, y en su noche triste, inician su necesidad de acostumbrarse a un Buenos Aires donde surge la lluvia y los climas de una despedida.
Gente con un arraigo a las cosas, que no desembarcan del todo, pero que en sus ojos llorosos hablan de paisajes olvidados y de costumbres errantes.
Siempre el amor de esos seres, en la penumbra de un hotel o de una pieza, donde rememoran el cuerpo de una mujer que se apretó siguiendo los pasos del tiempo.
Arrumbados en un viejo café, en el que se representa su pasado, y guardan como un juguete que se extravió, señas para hacer más frágil ese ensueño posible.
Bares de los viejos amores, sitios que la ciudad resguarda, uniendo los sentidos en la trasnoche que ilumina la calle escondida. Hay que darse cuenta, dejar ser, madurar en el aliento de esos lugares, en los que darse vuelta es percibir un refugio.
Las historias y las charlas interminables son circunstancias que se repiten en esa casa vieja y abandonada.
Los retornos interminables, las penas que están en todos lados, las nostalgias de esos viejos por el mar, como en los rostros en invierno, volverán una y otra vez, en las huellas perdidas de la vida.
Esta escritura construye su confabulación para expresar esos pequeños núcleos del amor, los compañeros queridos y leales, que intentan hacer girar la rueda de la Historia, la violencia de los fuegos sagrados, fortificados frente a los enemigos, que buscan acechar, con un canto de batalla (Marquitos, Diego denle muertos de amor, sostengan que nacemos). La dulzura que se desparrama, el mate que da vueltas de mano en mano. ¿De dónde surge el poder y los sueños, indelebles instancias de una infancia que vuelve, en un camino donde juegan el viento y los corazones amainan y las hierbas crecen?
El entramado de los lazos de amor, los brotes que cubren toda la tierra, los hilos que unen, habitan los espacios. En ese discurrir incesante caben las ausencias, los amigos perdidos, los nombres de guerra, la auténtica derrota.
Alberto Szpunberg invita a los astronautas, a Mozart, su escritura es luminosa, se abre y descubre tesoros, encontrando las huellas del viaje y el milagro de poder contarlas.
Este gran poeta, con sus imágenes límpidas, consigue que asistamos al nacimiento de la luz de poemas que abrazan al mundo, lo reciben como una caricia. Lo levantan a la calle, hacen evidente la calma que enciende.


Poemas

V1

Sé que vendrás, puntual como entonces, siendo otra
sobre el adoquinado que ni siquiera existe
en la ciudad que, sin  saberlo, abandonamos
siempre habrá a tus espaldas libros abiertos en la página precisa,
una cama que aún confunde con su tibieza
y una puerta fuera de quicio, inútil ya, en la madrugada.

 de Cuando la muerte es pasajera, 2009


XIII

El mar, el mar, el mar
en la torpeza de mis manos
sin más certeza
que el cielo al que se abren
en la marea alta, la obstinada espera.

 de Sol de noche , 2008


V

Todo empezó contando gotas de lluvia
sobre la palma de sus manos extendidas
a la hora del rezo en caso de aguacero.
La prueba más difícil fue retenerla en la neblina
y reencontrarla entre los charcos que tiemblan
como hacen los ojos cuando nubes muy bajas
se desplazan cargadas de cruel desasosiego.


 de El síndrome Yesesenin , 2010


IV

No, no digo tu nombre sino
tu mirada, el tiempo tan ansiado
que ordena lo vivido, todo
lo que de la tarde queda
exhalación de un niño que corre
al otro lado de la ventana.

 de Ese azar, ese milagro, 2011


XXIV

El hombre atrapa el diario antes que el viento
y descubre ese penacho que cuelga, enloquecido,
en la casa de enfrente, la del balcón vacío:
las persianas cerradas para siempre a cal y canto,
agravan una discusión que no termina de saldarse:
¿de qué cerrado olvido se alimenta la memoria
sino de la luz prismada por un antiguo llanto.

 a JQ

 de Como el clavel del aire, 2013