La
revista Vuelo funcionaba en un local
de la calle Alsina, en Avellaneda, pertenecía a la “Asociación Gente de Arte”;
yo recién asomaba a la literatura, había pasado la época de la escuela
secundaria, dando vueltas por la Normal, la puerta de la disquería que quedaba
enfrente, y la sede del club Independiente, y mi primera ocupación, una vez
recibido fue en la Escuela de la calle Palaá, donde decían que hubo fusilamientos,
en junio del ‘56, porque emitía desde allí una radio clandestina del grupo de
Valle.
Ahí
empezó lo que vino después, y la Resistencia.
Recién
salido de la escuela parecía que lo que se estaba gestando constituía una cosa
importante, que en esos momentos excedía mi experiencia personal. Escribía poemas
desde tercer año, y comenzaba a interesarme la política, pasión a la que llegué
ayudado por lo que había sucedido, en el año 58 entero, en el que tomamos la
Normal, luchando por la Enseñanza Laica, en su enfrentamiento con la Libre.
Las
peleas callejeras en Congreso (con las fuerzas del orden ), la aparición de la
Revolución cubana, todo eso nos impactó con su espíritu romántico, y además
estaban las discusiones en la cocina de Fredi, junto con los amigos de entonces,
en la calle Supisiche de Sarandí.
Nos
estábamos preparando, sin saberlo, nos politizamos, y no creíamos que el mundo,
ni el país andaban bien, y llegaba la hora de cambiarlos.
En
Vuelo llegaba gente de la Facultad
que estaba en la calle Viamonte, y se armó un grupo, entre ellos entró Alberto Szpunberg,
siempre misterioso y huidizo.
Era
un tipo fascinante, como ya había publicado su libro Poemas de la mano mayor su encanto sobresalía. Su cuerpo chiquito,
sus sacos grises, los anteojos medio caídos, pero constantemente puestos.
No
sé porque se quedó su imagen, una tarde de mucho viento casi flotando, lo
llevaba la ventolina, unos pasos más atrás del conjunto, que iba cruzando el
Puente Pueyrredón Viejo, (que todavía está). No recuerdo dónde nos dirigíamos.
Él frágil y poderoso, intrigante juntaba moneditas para comunicarse con alguna
novia ausente e ignorada por todos que seguramente esperaba con ansiedad su llamado.
Éramos
una especie de jovencitos suburbanos que querían ser poetas y recibían a esos muchachos,
como Huasi o Romano, Rivera o Rosenmagerg, y a tantos otros, que publicaban sus
primeros trabajos de gran valor y originalidad.
(Recuerdo
que una vez en el aula magna de Medicina, Eduardo Romano leyó algunos de sus 18 poemas y Horacio Pilar y Juan Gelman también
leyeron, y la atmósfera que ellos transmitían, indudablemente impactaba al amontonado
auditorio, porque se comprendía que se estaba ante una poesía novedosa e
inquietante).
Alberto
hasta hoy es empedernido y entrañable, aprendió la tibieza del vivir.
En
la casa colectiva de Bolívar y San Juan, Horacio realizaba anotaciones, indescifrables
para nosotros, acerca de alimentos que aportaba cada uno de los habitantes, que
fuimos muchos y Pilar prorrateaba con sus logaritmos, resolviendo cuánto debía
cada uno.
Con
Alberto militamos juntos, ya somos Sugus consumados, en varios lugares. Padilla,
un viejo activista, aparece en la esquina de la cita, portando una pila de
cajas de zapatos y nos vamos detrás de él a realizar alguna conspiración.
El
exilio nos separó, Brasil, España. Buenos Aires nos juntó otra vez. Alberto
atraviesa la calle Perú, yo lo espero en la puerta de El Federal y él le sonríe como un niño a la joven mesera.
La poesía de Alberto Szpunberg
(Cuando la muerte es pasajera. Poesía reunida.
Entropía 2013 )
Hay
una historia central, una escena intensa y que continuamente se retrotrae hacia
un tiempo detenido y presente. Es un sitio para siempre, donde los gestos tanto
significan un lugar pasajero y efímero, como la vida o la muerte, donde el
mundo abre sus espacios, más allá, lejos de la tierra habitada por esas
presencias que no sabemos ocultar en la soledad. En el aire, las formas infinitas,
se difunden desde una visión perdurable, en la que el pasaje de las cosas no se
altera.
Saber
desde siempre, llegar en esa extrañeza de ser, es encontrar las palabras encima
de las huellas dejadas, y es siempre recordar el instante, donde todo vuelve a un
punto de entrega que no se aminora.
Hay
que mirar fijamente el mar hasta abarcar su contorno en el momento de la dicha,
donde la plenitud poco a poco se recupera y la muerte se ahuyenta.
La
lluvia es una constancia y esa enorme superficie atesora la noche como un
presentimiento.
Los campos de lavanda huyen hacia
el sur, y la tierra, aún siendo desierta, cobija a esos cuerpos
desnudos, en el fondo de un silencio que resplandece, un hombre y una mujer
esperan, advierten al mundo, yacen, repiten un vuelo rasante. El silencio ronda
esa ausencia, en la escena cristalizada, flota en el tiempo.
La
risa endulza la nada que nunca se conocerá, el corazón puede ser un llamado
evocado, allí están ellos, juntos en el temblor de la tarde, en los incendios contenidos
en el abrazo desplegado. Las nubes auspician la ternura del día, como el mar calmo,
como si ellos nacieran temprano.
Dormir
sin aguardar otra cosa, que los cuerpos se anuden, se entrelacen, ante la reverberación
de la posible mañana, alumbrando los signos y el deseo
Al
marcharse no conoce la dirección justa, el momento de la felicidad los atraviesa,
creen saber, aunque a veces se escapa su sentido, el cielo está sobre ellos,
formulando su pregunta exacta.
Son
las fronteras la que los dejan inermes, y la vida con su milagro diario renace,
y ese recuerdo en el que se deslizan a un rumbo de certezas, son esas figuras que
ven desde una ventana abierta al mundo.
Que ocultos lazos se deshacen/en
el murmullo inconfundible. ¿De qué mar tranquilo viene ese
viento que nos llega de lejos? ¿Cuál es esa playa dónde uno camina solo,
presintiendo las palabras que se calla?
Sin
estelas ni rastros, el amor sobrevive en ese espacio en el que lo significado se
descubre. Visitantes nocturnos y diurnos se aúnan en la inocencia interminable
en la que todo recobra su diafanidad y los sonidos de la radio son el eco de
las sombras en la pared del cuarto. Los amantes no tienen remordimientos porque
se despojan en el movimiento de desdecirse, forman tenues figuras que
permanecen en la quietud, sin control, arriesgándose a todo.
Las
manos, con su temblor incesante inauguran el día, en el vacío del agua reanudan
el recorrido, como ese clavel que vive en el aire, y el hombre atrapa con su
alimento en una postal que nunca será enviada,
como la novia abrazada frente al cielo rojizo.
Desde
el primer libro, Poemas de la mano mayor,
Alberto Szpunberg escribe poesía en la tensión de una voz íntima y secreta,
donde el sentimiento mantiene un clima de suave evocación y de escenas visibles,
de un hondo sabor porteño. En el fondo más entrañable y humano el poeta encuentra
la manera de decir su canción.
Luego
vendrán la cama en la vidriera que despierta el deseo de todos, la parejas, los
transeúntes, la llama que inmortaliza el relato porfiado de rememorar y contar,
cambiando la historia, son siempre cosas sencillas para montar las pequeñas narraciones
de la soledad, relatos en que la vida insiste en la perduración, solitarios por
cuenta propia, esos seres urbanos que deambulan en el recuerdo.
Están
también las historias de los viejos stanilistas, que siguen colgados aunque el tiempo
haya tenuemente transcurrido. O los hombres que cruzaron el Riachuelo, e instalan
un solo corazón al borde de las orillas, simplemente por su empecinada decisión.
Hombres
y mujeres que borran sus besos y sonríen, como en el tango, y en su noche triste,
inician su necesidad de acostumbrarse a un Buenos Aires donde surge la lluvia y
los climas de una despedida.
Gente
con un arraigo a las cosas, que no desembarcan del todo, pero que en sus ojos llorosos
hablan de paisajes olvidados y de costumbres errantes.
Siempre
el amor de esos seres, en la penumbra de un hotel o de una pieza, donde rememoran
el cuerpo de una mujer que se apretó siguiendo los pasos del tiempo.
Arrumbados
en un viejo café, en el que se representa su pasado, y guardan como un juguete que
se extravió, señas para hacer más frágil ese ensueño posible.
Bares
de los viejos amores, sitios que la ciudad resguarda, uniendo los sentidos en la
trasnoche que ilumina la calle escondida. Hay que darse cuenta, dejar ser,
madurar en el aliento de esos lugares, en los que darse vuelta es percibir un refugio.
Las
historias y las charlas interminables son circunstancias que se repiten en esa casa
vieja y abandonada.
Los
retornos interminables, las penas que están en todos lados, las nostalgias de esos
viejos por el mar, como en los rostros en invierno, volverán una y otra vez, en
las huellas perdidas de la vida.
Esta
escritura construye su confabulación para expresar esos pequeños núcleos del
amor, los compañeros queridos y leales, que intentan hacer girar la rueda de la
Historia, la violencia de los fuegos sagrados, fortificados frente a los enemigos, que buscan acechar, con un
canto de batalla (Marquitos, Diego denle
muertos de amor, sostengan que nacemos).
La dulzura que se desparrama, el mate que da vueltas de mano en mano. ¿De dónde
surge el poder y los sueños, indelebles instancias de una infancia que vuelve,
en un camino donde juegan el viento y los corazones amainan y las hierbas crecen?
El
entramado de los lazos de amor, los brotes que cubren toda la tierra, los hilos
que unen, habitan los espacios. En
ese discurrir incesante caben las ausencias, los amigos perdidos, los nombres de
guerra, la auténtica derrota.
Alberto
Szpunberg invita a los astronautas, a Mozart, su escritura es luminosa, se abre
y descubre tesoros, encontrando las huellas del viaje y el milagro de poder contarlas.
Este
gran poeta, con sus imágenes límpidas, consigue que asistamos al nacimiento de
la luz de poemas que abrazan al mundo, lo reciben como una caricia. Lo levantan
a la calle, hacen evidente la calma que enciende.
Poemas
V1
Sé que vendrás, puntual como
entonces, siendo otra
sobre el adoquinado que ni
siquiera existe
en la ciudad que, sin saberlo, abandonamos
siempre habrá a tus espaldas
libros abiertos en la página precisa,
una cama que aún confunde
con su tibieza
y una puerta fuera de quicio,
inútil ya, en la madrugada.
de Cuando
la muerte es pasajera, 2009
XIII
El mar, el mar, el mar
en la torpeza de mis manos
sin más certeza
que el cielo al que se abren
en la marea alta, la obstinada
espera.
de Sol de
noche , 2008
V
Todo empezó contando
gotas de lluvia
sobre la palma de sus manos
extendidas
a la hora del rezo en caso
de aguacero.
La prueba más difícil fue
retenerla en la neblina
y reencontrarla entre los
charcos que tiemblan
como hacen los ojos cuando
nubes muy bajas
se desplazan cargadas de cruel
desasosiego.
de El
síndrome Yesesenin , 2010
IV
No, no digo tu nombre sino
tu mirada, el tiempo tan ansiado
que ordena lo vivido, todo
lo que de la tarde queda
exhalación de un niño que
corre
al otro lado de la ventana.
de Ese
azar, ese milagro, 2011
XXIV
El hombre atrapa el diario
antes que el viento
y descubre ese penacho
que cuelga, enloquecido,
en la casa de enfrente,
la del balcón vacío:
las persianas cerradas para
siempre a cal y canto,
agravan una discusión que
no termina de saldarse:
¿de qué cerrado olvido se
alimenta la memoria
sino de la luz prismada por
un antiguo llanto.
a JQ