(Sobre El rechazo a los judíos, religión de
Occidente, de Isabel Steinberg, Paradiso, 2014)
Este libro de Isabel
Steinberg presenta dos caras, solidarias pero no confundibles. Una de ellas
presenta al antijudaísmo de la religión de Occidente, como uno de los pilares
que sostiene a esa misma religión. Por más que existan los llamados cristianos
de buena voluntad, el antisemitismo cala hondo porque tiene su asiento literal
en el llamado “Antiguo Testamento”, nominación que levanta la protesta del
judío, condenado a contemplarse como el comienzo y la anticipación gris de la
gloria del Nuevo Hombre del Nuevo Testamento.
Anexión que anexa la
repugnante historia de la crucifixión de Jesús, tan avalada por un pueblo
ignorante e idiotizado, más degrado aún si lo percibimos desde la óptica
indiferente y desdeñosa de Poncio Pilatos. Bajo el estigma de “Antiguo
Testamento” esos libros que son a secas El Libro de un pueblo, se convierten en
letra muerta de una Ley sin piedad que debe ser reanimada de continuo por el
soplo de su purísima causa final.
La otra cara presenta
repercusiones más difíciles de asir.
Si la religión imperial
segrega, ¿cuál es el efecto de esta segregación? ¿ En qué incide sobre la
identificación del judío; identificación que sueña la impenetrable identidad?
Sabemos que toda
identidad de grupo, etnia, colectividad, incluso nación, es reactiva y
opositiva, como para cumplir al pie de la letra con la sentencia de Spinoza: omnis determinatio negatio est. Shakespeare acudió a Enrique V y a Falstaff
para definir el espíritu inglés, pero no por casualidad lo hizo en el contexto
de la guerra contra Francia.
¿Qué sería del mito
francés de Juana de Arco sin el odiado verdugo inglés?
Desde luego: el judío (no
el ciudadano israelí) se caracteriza por
vivir, desde la diáspora y en muy diversas circunstancias, como amurallado (y
por veces literalmente cercado) en un territorio extranjero al cual lo ligan
ambiguamente múltiples intereses.
Su particularidad llama a
la universalidad y a preguntas suscitadas por alguien que sabe que el supuesto
ecumenismo cristiano se funda en la exclusión de la judeidad y que los llamados
emancipatorios apenas velan la extrema discriminación.
Quiero decir: es
inevitable que el judío rechace las caracterizaciones cristianas que son todas,
desde las más groseras hasta las más sutiles, desde la asimilación a una bolsa
de mierda, hasta el reproche al judío que no comprendería el secreto de la
salvación, expulsiones tanto del malestar como de la peste que acechan
internamente al cristiano.
También es inevitable que
al rechazar deba, forzosamente, apuntalar su ser judío de alguna manera.
Y aquí viene en nuestro
auxilio una cita sin duda inesperada pero feliz que hace Steinberg de Borges
según Foucault que repetiré –Borges según Foucault según Steinberg– por la luz
que nos trae.
Cito:
“En Las palabras y las cosas, ese monumental libro de Focault, el autor
reconoce su inspiración en un texto de Borges sobre cierta enciclopedia china (incluido en el “Idioma analítico de John
Wilkins”), que, confiesa, ilustra, “una larga vacilación e inquietud en nuestra
práctica milenaria de lo mismo y lo Otro”. Este es el fragmento de Borges
citado:
Los
animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados,
d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta
clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con
un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el
jarrón, n) que de lejos parecen moscas.
De este remedo de
taxonomía es de donde Foucault parte para construir lo que llama “pensamiento
en el límite del pensamiento”, o “imposibilidad de pensar esto”.
“Esto” es para mí la
palabra “judío”.
Tribu nómada, secta
religiosa, raza maldita”.
“La imposibilidad de
pensar esto”, repito una vez más la frase. Borges, como es sabido, jugaba con la arbitrariedad y la
necesidad de cualquier taxonomía –y hasta se divertía con las paradojas de la
autoinclusión.
Cuando el judío,
cualquiera por lo demás, asediado por el cerco del llamado “particularismo”
quiere sustraerse al dardo virulento y venenoso de la segregación, está
obligado a forjar su ser judío como fuera. Y es indudable que la
tradición, el mito, la historia, los diversos destinos de la diáspora, el
ingenio de los intelectuales que transforma la desesperación en utopías y las
utopías en destino eminente, proporcionan los recursos para construir
categorías inconsistentes, dispersas, confusas y no obstante imprescindibles:
Se puede definir al
judaísmo según la religión que rechaza la racionalidad irónica de la Mitteleuropa semita que era a la vez
hondamente europea; se puede exaltar la cultura del desierto palestino y al
estado de Israel como causa final del judaísmo; se puede construir un judaísmo
laico que reza a un dios ignoto de sabor materialista; se puede predicar la
fuerza del naturalismo spinoziano unido al esplendor del mesianismo. O también
a ese grupo de adolescentes judíos que
leían a Fanon y a Marx yque la autora menciona con evidente nostalgia, quienes
soñaban, en contraposición a buena parte de la misma comunidad, con dos estados
socialistas, el palestino, el israelí, conviviendo armónicamente.
El que quiere sustraerse
a la taxonomía está tan perdido como aquel que cree descubrir la esencia sea en
el Talmud, sea en los escritos cabalísticos, sea en el sionismo, sea en el amor
intelectual a Dios.
En cierto momento la
autora cita a Spinoza en su reflexión sobre la tristeza y el odio: “además de la tristeza que originó el odio
–dice Spinoza– otro odio nace del hecho
de haber amado;…”. Ese odio
intensificado por haber sido en el pasado amor, es justamente una de las puntas
secretas que une al judaísmo y al cristianismo. Para verificarlo basta leer la
gran literatura cristiana, específicamente católica, de la España barroca: el
judío en parte execrado, en parte visto con desconfianza, es también aquel que
ha hablado y escrito la lengua sagrada que el latín no podrá jamás emular.
Y ya que estamos en la
taxonomía, yo aporto otra tan plausible o implausible como cualquiera. Un
antisemita tan poco convencional como Carl Schmitt, le reprochaba a los judíos
(no sé si era un reproche o una simple atribución de esencia) la denostación de
la imágenes –y para él la política es impensable sin la imagen.
Y sin embargo, creo yo,
la denostación de las imágenes no equivale a su anulación. Porque hay imágenes
más allá de las imágenes, Benjamin es el ejemplo por excelencia, que siguen
teniendo potencia de imagen al amparo del nombre y el trazo de la escritura,
del mismo modo en que la sobriedad mítica del pensamiento judío cabalístico –tan
desconfiado por el racionalismo también judío de la Mitteleuropa– da cobijo a
mitos insondables.
Como
se verá y como lo señala la autora de manera pertinente en las felices líneas
finales de su texto, un psicoanalista se ubica del lado del síntoma. A
entender: porque el mismo psicoanalista está allí implicado sin remedio, a
veces captando y escuchando más allá de él, otras, como se dice, sordo como una
tapia.