12.4.15

La invención del judío, por Juan Bautista Ritvo


(Sobre El rechazo a los judíos, religión de Occidente, de Isabel Steinberg, Paradiso, 2014)

Este libro de Isabel Steinberg presenta dos caras, solidarias pero no confundibles. Una de ellas presenta al antijudaísmo de la religión de Occidente, como uno de los pilares que sostiene a esa misma religión. Por más que existan los llamados cristianos de buena voluntad, el antisemitismo cala hondo porque tiene su asiento literal en el llamado “Antiguo Testamento”, nominación que levanta la protesta del judío, condenado a contemplarse como el comienzo y la anticipación gris de la gloria del Nuevo Hombre del Nuevo Testamento.
Anexión que anexa la repugnante historia de la crucifixión de Jesús, tan avalada por un pueblo ignorante e idiotizado, más degrado aún si lo percibimos desde la óptica indiferente y desdeñosa de Poncio Pilatos. Bajo el estigma de “Antiguo Testamento” esos libros que son a secas El Libro de un pueblo, se convierten en letra muerta de una Ley sin piedad que debe ser reanimada de continuo por el soplo de su  purísima causa final.
La otra cara presenta repercusiones más difíciles de asir.
Si la religión imperial segrega, ¿cuál es el efecto de esta segregación? ¿ En qué incide sobre la identificación del judío; identificación que sueña la impenetrable identidad?
Sabemos que toda identidad de grupo, etnia, colectividad, incluso nación, es reactiva y opositiva, como para cumplir al pie de la letra con la sentencia de Spinoza: omnis determinatio negatio est.  Shakespeare acudió a Enrique V y a Falstaff para definir el espíritu inglés, pero no por casualidad lo hizo en el contexto de la guerra contra Francia.
¿Qué sería del mito francés de Juana de Arco sin el odiado verdugo inglés?
Desde luego: el judío (no el ciudadano israelí)  se caracteriza por vivir, desde la diáspora y en muy diversas circunstancias, como amurallado (y por veces literalmente cercado) en un territorio extranjero al cual lo ligan ambiguamente múltiples intereses.
Su particularidad llama a la universalidad y a preguntas suscitadas por alguien que sabe que el supuesto ecumenismo cristiano se funda en la exclusión de la judeidad y que los llamados emancipatorios apenas velan la extrema discriminación.
Quiero decir: es inevitable que el judío rechace las caracterizaciones cristianas que son todas, desde las más groseras hasta las más sutiles, desde la asimilación a una bolsa de mierda, hasta el reproche al judío que no comprendería el secreto de la salvación, expulsiones tanto del malestar como de la peste que acechan internamente al cristiano.
También es inevitable que al rechazar deba, forzosamente, apuntalar su ser judío de alguna manera.
Y aquí viene en nuestro auxilio una cita sin duda inesperada pero feliz que hace Steinberg de Borges según Foucault que repetiré –Borges según Foucault según Steinberg– por la luz que nos trae.
Cito:
“En Las palabras y las cosas, ese monumental libro de Focault, el autor reconoce su inspiración en un texto de Borges sobre cierta enciclopedia china (incluido en el “Idioma analítico de John Wilkins”), que, confiesa, ilustra, “una larga vacilación e inquietud en nuestra práctica milenaria de lo mismo y lo Otro”. Este es el fragmento de Borges citado:
Los animales se dividen en a) pertenecientes al Emperador, b) embalsamados, c) amaestrados, d) lechones, e) sirenas, f) fabulosos, g) perros sueltos, h) incluidos en esta clasificación, i) que se agitan como locos, j) innumerables, k) dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, l) etcétera, m) que acaban de romper el jarrón, n) que de lejos parecen moscas.
De este remedo de taxonomía es de donde Foucault parte para construir lo que llama “pensamiento en el límite del pensamiento”, o “imposibilidad de pensar esto”.

“Esto” es para mí la palabra “judío”.
Tribu nómada, secta religiosa, raza maldita”.

“La imposibilidad de pensar esto”, repito una vez más la frase. Borges, como  es sabido, jugaba con la arbitrariedad y la necesidad de cualquier taxonomía –y hasta se divertía con las paradojas de la autoinclusión.
Cuando el judío, cualquiera por lo demás, asediado por el cerco del llamado “particularismo” quiere sustraerse al dardo virulento y venenoso de la segregación, está obligado a forjar su  ser  judío como fuera. Y es indudable que la tradición, el mito, la historia, los diversos destinos de la diáspora, el ingenio de los intelectuales que transforma la desesperación en utopías y las utopías en destino eminente, proporcionan los recursos para construir categorías inconsistentes, dispersas, confusas y no obstante imprescindibles:
Se puede definir al judaísmo según la religión que rechaza la racionalidad irónica de la Mitteleuropa semita que era a la vez hondamente europea; se puede exaltar la cultura del desierto palestino y al estado de Israel como causa final del judaísmo; se puede construir un judaísmo laico que reza a un dios ignoto de sabor materialista; se puede predicar la fuerza del naturalismo spinoziano unido al esplendor del mesianismo. O también a  ese grupo de adolescentes judíos que leían a Fanon y a Marx yque la autora menciona con evidente nostalgia, quienes soñaban, en contraposición a buena parte de la misma comunidad, con dos estados socialistas, el palestino, el israelí, conviviendo armónicamente.
El que quiere sustraerse a la taxonomía está tan perdido como aquel que cree descubrir la esencia sea en el Talmud, sea en los escritos cabalísticos, sea en el sionismo, sea en el amor intelectual a Dios.
En cierto momento la autora cita a Spinoza en su reflexión sobre la tristeza y el odio: “además de la tristeza que originó el odio –dice Spinoza– otro odio nace del hecho de haber amado;…”.  Ese odio intensificado por haber sido en el pasado amor, es justamente una de las puntas secretas que une al judaísmo y al cristianismo. Para verificarlo basta leer la gran literatura cristiana, específicamente católica, de la España barroca: el judío en parte execrado, en parte visto con desconfianza, es también aquel que ha hablado y escrito la lengua sagrada que el latín no podrá jamás emular.
Y ya que estamos en la taxonomía, yo aporto otra tan plausible o implausible como cualquiera. Un antisemita tan poco convencional como Carl Schmitt, le reprochaba a los judíos (no sé si era un reproche o una simple atribución de esencia) la denostación de la imágenes –y para él la política es impensable sin la imagen.
Y sin embargo, creo yo, la denostación de las imágenes no equivale a su anulación. Porque hay imágenes más allá de las imágenes, Benjamin es el ejemplo por excelencia, que siguen teniendo potencia de imagen al amparo del nombre y el trazo de la escritura, del mismo modo en que la sobriedad mítica del pensamiento judío cabalístico –tan desconfiado por el racionalismo también judío de la Mitteleuropa– da cobijo a mitos insondables.
Como se verá y como lo señala la autora de manera pertinente en las felices líneas finales de su texto, un psicoanalista se ubica del lado del síntoma. A entender: porque el mismo psicoanalista está allí implicado sin remedio, a veces captando y escuchando más allá de él, otras, como se dice, sordo como una tapia.