Bohumil
Hrabal nació hace cien años, en Brno, Moravia, el 28 de marzo de 1914.
Está
considerado uno de los grandes escritores de la segunda mitad del siglo XX.
Vivió
la época de entreguerras, la Segunda Guerra Mundial, el comunismo totalitario,
la Primavera de Praga, la caída del comunismo, y la transición democrática.
Estudió Derecho en la Universidad Carolina de Praga. Tuvo
que interrumpir sus estudios a causa de la ocupación nazi. Trabajó como
empleado ferroviario durante la guerra. Su experiencia le sirvió para escribir
la famosa novela Trenes rigurosamente
vigilados. Ejerció varios oficios. Algunos: cartero, obrero metalúrgico,
triturador de papel.
Recién en 1963,
cuando estaba por cumplir 50 años,
publicará su primer libro, Alondras en el alambre.
Luego de la invasión soviética en 1968 ya no pudo seguir
publicando sus novelas.
Fue inhabilitado por los comunistas para ejercer cualquier
tipo de empleo. Hrabal se aisló y se fue a vivir solo a su casa en el bosque de
Kersko.
Fue
expulsado de la Asociación de Escritores Checos y su obra, retirada de
librerías y bibliotecas. Más tarde, publicó sus textos de forma ocasional en
tiradas reducidas, en lo que se conoció como ediciones samizdat (publicaciones al margen de la ley) De
este modo vio la luz Una soledad
demasiado ruidosa, en 1976.
Es
asombrosa la vitalidad de su escritura, la fuerza de sus imágenes. Cierta
contundente liviandad envuelve al lector llevándolo a zonas insospechadas, de
un humor trágico. Sin Dios, con sólo un amor compasivo, profundo, por su época y sus contemporáneos.
Su
facilidad narrativa es apabullante, la
fluidez y la libertad de su escritura. El mal lo enfrenta, exige visiones
desesperadas, lúcidas, impostergables. Hrabal se ubica de diferentes maneras
frente a eso de criminal que constituye
al hombre y por ende, a la sociedad. A veces, la única salida es encontrar
belleza en el horror.
Como
en Céline, uno de sus escritores favoritos, la mierda es poesía, milagro.
La de Hrabal: escritura de la desmesura, y sin
embargo: eso de humano, mínimo, luego del desastre.
Durante doce años fue censurado y prohibida la publicación de
sus textos.
A diferencia de
Kundera, también censurado por el régimen, que logró emigrar en 1975 a Francia,
Hrabal nunca quiso dejar su tierra.
Murió en Praga el 3 de febrero de 1997. De acuerdo a su voluntad, fue enterrado
en una caja de roble con la inscripción Pivovar
Polná. (Fábrica de cerveza Polná), lugar donde se conocieron sus padres.
Mónika
Zgustova, gran traductora y discípula de
Hrabal, dice:
“Cuando murió en 1997, se dijo que pudo
haber caído accidentalmente desde el quinto piso del hospital en el que estaba
ingresado cuando iba a dar de comer a las palomas, como hacía todos los días.
Pero esto no es verdad. Yo estuve con él el día anterior, lo vi mal y comprendí
que había tomada su decisión. Considero que, aunque supuso una tragedia, fue un
acto de gran valor elegir morir cuando asumes que ya no puedes resistir más”.
Hrabal,
ferviente tomador de cerveza, dijo una vez que él nació sólo para escribir Una soledad demasiado ruidosa.
UNA SOLEDAD DEMASIADO RUIDOSA
Perder todo, hasta la
desesperación.
Nadiezhda Maldestam
Hace treinta y cinco años que trabaja prensando
papel viejo, inmerso en el tiempo de los libros.
Hanta se embadurna de letras, hasta el punto de parecer una enciclopedia.
En lo profundo de Praga, en lo más hondo del
subsuelo.
Un espacio de libertad: la cueva, el pozo
maloliente.
El contenido de sacos y cajas de madera y de
cartón se vuelcan desde el cielo, por
encima de su cabeza. Libros desechados y restos de papel viejo, los terribles camiones que traen papel asqueroso del matadero. Flores secas, catálogos amarillentos, boletos,
envoltorios de helados, billetes rotos. Maderas, restos de botellas, yeso.
Hojas manchadas de pintura, montones de
papel chorreando sangre de las carnicerías. Animales también, y moscas, moscas grandes, repugnantes,
que dan vueltas empalagadas de sangre, y golpean como lluvia de granizo contra
las mejillas de Hanta. Enloquecidas
y embriagadas por el tufo de la carne,
se agrupaban en enjambres y formaban alrededor del vientre de la máquina densos
matorrales de locura, de furia, al igual que los neutrones y los protones se
arremolinan en el interior de un átomo.
Moscas inmundas, dulces compañeras.
Hace
treinta y cinco años que me dedico a
envolver libros y papel viejo, vivo en un país que sabe leer y escribir desde
quince generaciones atrás, vivo en un antiguo reino donde siempre ha persistido
la costumbre y la obsesión de atiborrarse pacientemente la cabeza con ideas e
imágenes que aportan un goce indescriptible y un dolor más grande aún, vivo
envuelto entre personas dispuestas a dar incluso la vida por un paquete de
ideas bien prensadas.
Desde el cielo, desde el agujero que da al patio,
encima de su cabeza, Hanta, el personaje de Hrabal, es testigo de cómo se vierte el cuerno de la abundancia sobre su
madriguera: del cielo caen porquerías, pero también tesoros. Libros
diferentes, especiales. Hanta los huele, los toca, lee la primera frase, como
si esperara encontrar una predicción
homérica, así, rápida la mirada, acuciada por el tiempo del otro, el
patrón, que lo controla, Hanta aprieta el libro contra su pecho para guardarlo
después, como a un objeto precioso, en una caja bordada, un nido pequeño y acogedor para los libros que, como él,
aparecieron en su cueva de un modo insólito.
Hanta se aleja de sí mismo en la lectura y eso lo
maravilla: extranjero y ajeno.
Leer, vivir para eso. Y es que un verdadero libro siempre indica algún
camino nuevo que conduce más allá de sí mismo.
Inmovilizado por un presente que parecería no discurrir, anclado
en lo real del crimen. El presente contiene todos los tiempos. Una inhalación
profunda, detenida. Se inspira el pasado, se deshace. El tiempo no fluye hacia
ningún futuro.
El éxtasis es sin Dios, porque el cielo no es humano…
Se derrumbó el como si de la existencia, esa innominada confianza que nos mantiene
con vida. El mundo está en ruinas. La guerra acabó con casi todo. En esa decadencia Hrabal se instala para intentar decir
algo. Más cerca de las ratas que de los
hombres, a quienes no reconoce, su personaje Hanta, es, a pesar del deseo,
lacerante, que lo mantiene en su cueva,
cómplice indefenso de un sistema criminal.
El legado de generaciones, destinado al
exterminio.
La sensación física de ser, él también, un
paquete de libros bien prensados.
…
yo puedo permitirme el lujo abandonarme porque nunca estoy abandonado, estoy
solo para poder vivir una soledad poblada de pensamientos…
La historia arrastra el sujeto, las
circunstancias: por su misma violencia y sin sentido, lo somete.
Mi
misa, mi ritual consiste no sólo en leer estos libros, sino en meter alguno en
cada paquete que preparo y es que tengo necesidad de embellecer cada paquete,
de darle mi carácter, mi firma. El mes pasado tiraron a mi subterráneo
seiscientos kilos de reproducciones de maestros célebres, seiscientos kilos
empapados de Rembrandt y Hals, de Monet y Manet, de Klimt y Cézanne.
Las mandíbulas de la prensa, que se juntan, como manos en una oración desesperada.
Hanta sólo piensa en embellecer su obra. Cada paquete que, en fila india,
espera delante del montacargas, lleva una reliquia en su interior. En el
corazón de cada bala prensada, descansa, abierto, aquí Fausto, allí Don
Carlos; aquí, entre cartones sangrientos,
Hyperion, allí, en una bala llena de
sacos de cemento, Así habló Zaratustra… Sólo yo sé cuál de esos paquetes sirve de
sepulcro a Goethe, a Schiller, cuál a Hölderlin y a Nietzsche.
Hanta se demora. Lo sorprende la noche, vuelve
siempre tarde a casa. El trabajo se acumula, interminable.
El jefe le grita que se apresure, lo amenaza.
Culto, a pesar de sí mismo, Hanta se excede, se
pierde en apariciones místico-etílicas. Porque, aunque odia a los borrachos,
toma litros de cerveza, para pensar mejor. Mientras da de comer a la prensa,
conversa con Jesús, Lao-Tsé, y es
testigo turbio de las discusiones entre el forzudo Hegel y Schopenhauer.
La cueva: espacio de intimidad, de creación. En
la suciedad, en la mezcla, el inmundo orden burocrático se disuelve en vahos de
sentido que se renuevan, milagrosos. Hanta
es al mismo tiempo el artista y el único espectador. Termina el día
agotado. Este terrible desgaste de mí
mismo. En la cervecería, un litro tras otro, para recuperarse y meditar,
sí, y soñar con la forma de su próximo
fardo de papel.
Aplacar el terror, él y los otros, sus
contemporáneos.
Porque no es el único, eso lo tranquiliza. Miles
de personas trabajan, como él, en la Praga subterránea…
Mis
mejores amigos son los que limpian las cloacas, dos académicos que aprovechan
los conocimientos de su trabajo para escribir un libro sobre las cloacas y las
alcantarillas de Praga, ellos me han contado que los excrementos que fluyen
hacia las depuradoras de Podbaba son diferentes los domingos y los lunes , que
cada día laboral tiene su idiosincrasia, y que estudiando la porquería se puede
llegar a establecer un gráfico que define el flujo de los excrementos, y según
la cantidad de preservativos se puede precisar en qué barrios de Praga la gente
es más activa sexualmente y en cuáles lo es menos…
La verdad tiene olor a podredumbre.
Hace treinta y cinco años que trabaja con papel
prensado. Desgarrando, triturando, atormentando, prensando el cuerpo amado, en
una posesión que es un arte, una separación.
El tacto del papel en los dedos.
La madriguera: el Paraíso posible.
….soy
una jarra de agua viva y agua muerta, tanto que, basta que me incline un poco
para que me rebasen los más bellos pensamientos, soy culto a pesar de mí mismo,
y ya no sé qué ideas son mías, surgidas
propiamente de mí, y cuáles he adquirido
leyendo, y es que durante estos treinta y cinco años me he amalgamado con el
mundo que me rodea, porque yo, cuando leo, de hecho no leo, sino que tomo una
frase bella en el pico y la chupo como un caramelo, la sorbo como una copita de
licor, la saboreo hasta que, como el alcohol, se disuelve en mí, la saboreo
durante tanto tiempo que acaba no sólo penetrando mi cerebro y mi corazón, sino
que circula por mis venas hasta las raíces misma de los vasos sanguíneos.
Los libros, víctimas destinadas al sacrificio.
La prensa: maquinaria a la que el aparato de
poder satisface, como al dragón de los viejos cuentos.
Y en la calle, en ese errar por la calles de
Praga, Hanta se reduce,
puro ojo.
La vergüenza de estar vivo.
Una culpa vaga, persistente, oprime a Hanta.
Su delantal manchado de sangre, de sudor, de
polvo: el emplaste de un crimen.
Soy
un tierno carnicero.
Una mañana, se vuelca un verdadero tesoro sobre
la cueva. Bibliotecas enteras provenientes de castillos y palacios,
encuadernados en piel y marroquí, libros exquisitos con el sello de la
Biblioteca Real de Prusia. Lomo y títulos estampados en oro escondidos bajo
tierra en varias granjas cercanas. Una caravana de coches militares se llevó
los libros a Praga. Iban a quedar en el Ministerio de Asuntos Exteriores para
que, “cuando los tiempos fuesen menos
agitados”, poder devolverlos adonde pertenecían. Pero alguien delató el descubrimiento, y los
libros fueron declarados botín de guerra. Toda la noche amontonadas aquellas
joyas en los vagones jaulas del tren,
sin techo: la lluvia va cayendo sobre
los cuerpos inermes de los libros. Hanta espera la partida. La lluvia se le
mezcla a las lágrimas que sin control caen de sus ojos. Ruega a la policía que
lo encierren a él, pero que dejen a los libros en libertad. Intenta convencerlos de que ha cometido un
crimen. Un crimen contra la humanidad, insiste. Extiende las manos para que las
esposen. Merece un castigo.
Se ríe de él, una
panzada de risa.
Treinta vagones llenos de libros. El tren se pone
en marcha hacia Suiza y hacia Austria, con su cargamento destinado a la
destrucción, a corona el kilo. Hanta observa, inmóvil, cómo de los vagones abiertos goteaba agua dorada mezclada con hollín y
tinta de imprenta.
Afrontar la desgracia con sangre fría. Disimular la emoción. Trenes y más
trenes, cargados de libros invalorables.
¿Cómo vivir sin negar el crimen y la propia
complicidad con el sistema que lo legaliza?
Empecé
a darme cuenta de que la devastación y la catástrofe son un espectáculo de una
belleza exquisita….
…Y me
parecía a Leonardo da Vinci que, apoyado en una columna, miraba cómo los
soldados franceses elegían su estatua
ecuestre como blanco de sus disparos y la destruían y desmenuzaban, y, como yo
ahora, también Leonardo se quedó observando atentamente y con satisfacción
aquel espectáculo espantoso…
La prensa es una extensión de su cuerpo. Espera
jubilarse un día y llevarla a casa, y seguir trabajando, pero esta vez
demorándose todo lo necesario en el
armado de un único paquete, al que dedicará el resto de su vida.
Desde los escombros de una Praga rota,
fragmentada, la aburrida igualdad socialista, la burocracia infame y anónima,
la violencia contra el artista, el odio a la condición humana.
Destruir
lo que se ama. No poder hacer otra cosa.
Cierta
inocencia, la del humilde, el marginado.
El
monólogo de Hanta, un modo de existir: soledad que fluye, llenándonos de
compasión.
Como cuando nos topamos, de repente, con un perro
moribundo tirado al costado de la ruta.
Los autos pasan, nadie se detiene, a nadie le
importa.
Y
en medio de la masacre, la belleza. Al
contacto con los libros, el cuerpo anciano de Hanta se rejuvenece, más vivo que
nunca: soy una capilla ardiente, una
llama viva. La sociedad le resulta opaca, los otros, sombras, sin nada para
decir.
A veces
llegan mujeres a la cueva. Y aparecen cargadas de fardos de papel sobre
las espaldas, encorvadas como Hanta, con el cigarrillo en la boca, generosas.
Son gitanas. Sobrevivieron a la Gestapo, a los
campos de muerte. No como la otra, la
gitanilla que él supo amar. Éstas resplandecen. Cuerpos que se abandonan,
abiertos y deseantes, recostadas sobre la
montaña de papel de la cueva de Hanta, que despide un aroma dulzón. Todo se
amalgama ahí abajo: las flores, los libros, el papel viejo: una especie de estofado, una masa
orgánica que huele a podrido.
Las gitanas se acuestan, libres, boca arriba, a
un costado de la prensa. Una se levanta las polleras, y el vello de su pubis, suave
y delicado, enceguece los ojos del lector. Hanta, siempre en ensoñación,
siempre en el umbral de sí mismo, la
admira en silencio.
Ellas hablan con él como consigo mismas.
Se abandonan, sueñan también, fuman, en la cueva
maloliente.
A través del agujero del techo, que casi toca la
cima de ese montón de libros y porquería, se ve el patio, y un fragmento de
cielo azul, límpido, y el aire es tan puro afuera que Hanta, que hace treinta y
cinco años que trabaja con papel viejo, acostumbrado a olores y vahos
nauseabundos, se siente mal cuando sale
al aire libre, como si lo puro lo enfermara, contaminando su cuerpo-libro, su
cuerpo- pensamiento. Las bacterias, la suciedad, el espíritu griego y Lao-Tsé,
y las ratas que, como él, se alimentan
de clásicos.
Sólo se siente bien en su cueva.
La prensa espera. Hanta huele el libro, lo
acaricia, lee la primera frase como si buscara una predicción homérica, y luego, antes de triturarlo, lo aprieta contra su pecho.
Y si el libro es demasiado valioso para Hanta, lo
aparta, lo esconde, lo guarda para llevar a casa, como haría una madre para
salvar de la muerte a su hijo predilecto.
En casa, Hanta duerme bajo toneladas libros. En
los anaqueles, se fueron acumulando sus riquezas. Y pesa tanto, ahí, ese mundo vivo,
palpitante, sobre su cabeza, que Hanta tiene miedo, a veces, de que sus libros
se venguen de él, le hagan pagar por aquellos otros, los que mandó a la muerte,
cientos de compañeros destruidos. Hanta tiene miedo de que lo aplasten una
noche cualquiera, mientras él duerme.
Los escucha murmurar, la biblioteca es un cuerpo
vivo, amenazante.
Los ratones pululan también y ese es el problema:
que vayan horadando con sus pequeños dientes filosos la madera de los estantes.
Y que se desplome todo: siglos de civilización sobre su cabeza. Y al despertar,
las sábanas están mojadas: es la saliva que se le fue escapando por la comisura
de la boca, mientras dormía, de tan acurrucado… Hecho un ovillo el terror de
Hanta, enroscado sobre sí mismo.
La Guerra entró en el cosmos del narrador, mundo cerrado por un deseo que,
paradójicamente, se abre, en preguntas, sospechas, intuiciones...
Praga.
Hanta ve flotar sobre el Moldava los desechos,
fragmentos de acero, restos informes. Y lo siguen en su lento caminar urbano,
sus filósofos preferidos: Lao-Tse, Kant,
Nietzsche…
Y Schopenhauer, que parecería haber dejado su
impronta en el monólogo amargo, desolado, de Hanta: Una filosofía entre cuyas páginas no se escuchen las lágrimas, el
aullido, el rechinar de dientes, así
como el espantoso estruendo del crimen universal de todos contra todos, no es
una filosofía.
Sólo las ratas parecen estar decidiendo su
destino, esos batallones de ratas que bajo las alcantarillas, luchan entre sí
por la posesión de la ciudad: Praga es el botín y el sentido.
Ejércitos
de ratas, organizadas legiones enemigas.
Hanta escucha los movimientos, los choques y los
gritos de esos seres vivos, más vivos que muchos de los que deambulan como
fantasmas por las callejuelas de la Ciudad Vieja.
Algo sucede, algo está sucediendo.
En
todas las cloacas del subsuelo de Praga se está llevando a cabo una terrible
lucha a muerte, una gran guerra entre dos
clanes de ratas de alcantarilla que habrá de decidir cuál de ellos tiene
derecho a todos los residuos y a todos los excrementos que fluyen por las
alcantarillas hacia Podbaba….
Hanta se aísla, el tiempo no le alcanza para
compartirlo con otros. Los libros son la razón de su vida, y las imágenes
también: El desayuno sobre la hierba, La
casa del colgado o el Guernica.
La vida en el cuerpo, realizándose. Porque cuando
Hanta se sumerge en la lectura, está en otra parte, dentro del texto. En el corazón mismo de la verdad.
Camina, inmerso en una profunda meditación, a la salida del trabajo, envuelto en una nube de libros que acabo de encontrar en mi trabajo y
que me llevo a casa en la cartera, y así, soñando, cruzo en verde sin darme
cuenta, sin topar con los postes ni con la gente, camino, apestando a cerveza y
a suciedad, pero sonrío porque tengo la cartera llena de libros de los cuales
espero que por la noche me expliquen
algo de mí mismo, algo que todavía desconozco.
Hanta se fusiona
con el mundo que lo rodea. Mundo sagrado, el de la materia viva con que
se impregna las manos: el papel viejo y los clásicos. Nido de ratoncitos que se
reproducen en el acto mismo del arte y el pensamiento: los animalejos,
repugnantes, se alimentan de letras,
preferentemente de Goethe y de Schiller, encuadernados en cuero.
Encontrar la calma en el subsuelo.
En Hanta
es posible una religión sin dogma, un éxtasis sin Dios.
La escritura de Hrabal es movimiento. Música de las palabras, torrente vivo. Y si hay textos que como amantes nos
atraviesan dividiéndonos en dos que se ansían, uno al otro, revelando algo de
perfecto, de supremo, de inalcanzable, eso es Una soledad demasiado ruidosa: ráfagas de una luz demasiado
intensa, escritura que no puede ser,
no puede existir, no es humana: porque el
hombre que piensa no lo es.
Maruja, el amor de su juventud. Hanta se
lava, a los jóvenes les gusta verse limpios…
se preocupan de la imagen mental que tienen de sí mismos. Se lava,
plancha sus pantalones, le pasa un trapo a las manchas. Elegante, esta noche le
dirá a Maruja que la ama.
Anochece,
en la sala de baile espero a Maruja: la veo entrar y las largas cintas de
colores que le adornan el cabello flotan detrás de ella, los músicos no dejan
de tocar y yo venga bailar con Maruja al ritmo de la polca, en el remolino del
baile las cintas de Maruja adoptan una posición horizontal, cuando bailo
lentamente , caen, y cuando vuelvo a dispararme a toda marcha, flotan de nuevo
en el aire, de vez en cuando tocan mis dedos, que abrazan las manos de Maruja
con su pañuelo blanco bordado, por primera vez le digo a Maruja que la
quiero…..
Forman una pareja deslumbrante.
Maruja le susurra que ello lo ama desde que iban
al colegio, desde siempre. Se abrazan, sus cuerpos se aprietan, se desean. De pronto Maruja se pone pálida,
vuelvo enseguida, es sólo un momentito…. Regresa con las manos frías, bailan en el
centro del salón, para que todo el mundo los vea, son bailarines de primera,
ella es hermosa […] y cuando la polca llega a su punto más vertiginoso y las
cintas de la trenza color de paja de Maruja flotan en el aire, veo sorprendido
que todo el mundo deja de bailar, se partan de nosotros con asco, nos rodean
formando un círculo, pero no es la admiración sino algo terrible lo que les ha
centrifugado allí, ni yo ni Maruja acertamos a saber de qué se trata pero ya
llega su madre, rápidamente toma a Maruja de la mano y se la lleva de allí…
Y desde entonces la gente se
refiere a ella como Mari, la cagona.
Hanta no volvió a ver a Maruja por mucho tiempo…
Tan emocionada estaba Maruja con las palabras de
amor de Hanta, que tuvo necesidad de
retirarse un minuto a la letrina de la fonda donde la pirámide de excrementos
llegaba casi hasta el agujero, de modo que se manchó sus cintas
multicolores; de vuelta a la sala iluminada, en el remolino del baile, sus
cintas salpicaron y embadurnaron a todos los que bailaban cerca de ella….
Cuando más tarde él la fue a buscar, su familia
se había mudado a Moravia, llevándosela lejos. Hanta pide disculpas. El pide
siempre disculpas porque se siente culpable de todo, de todas las cosas que pasan y de todas las desgracias que leo en los
periódicos.
La compasión, como una ola inmensa que se
levantara luego de un maremoto, cae sobre Hanta, devastándolo.
Maruja
tuvo que soportar la vergüenza que no había causado, y es que lo que le había
pasado era humano, Goethe se lo habría perdonado a su Ulrike, Schelling a su
Carolina, sólo Leibniz seguramente no habría indultado el episodio de las
cintas a su amante real Carlota Sofía, ni el sensible Hölderlin a la señora
Gontard…
No es la única vez que el excremento aparece en
la novela de Hrabal para quebrar la
ilusión, fatal, de la belleza.
El excremento como la otra cara de la belleza.
Años después, Hanta vuelve a ver a Maruja. Acababa de ganar cinco
mil coronas en la lotería y a mí el
dinero no me gusta, y por no verme
obligado a liarme con libretas de ahorro, lo quería perder de vista
cuanto antes. Invita a Maruja al Hotel Renner del Monte Dorado. Eligió el
hotel más caro para poder deshacerse más rápido de la plata y de las
preocupaciones. Se aman, ella está más hermosa y provocativa que nunca. Todos
los hombres envidian a Hanta por estar con Maruja. Morena y bellísima, es sin
duda, la más deseable del lugar. Al pie
de la montaña, en el centro de esquí, bajo un sol tibio, los visitantes
descansan con una copa en la mano, sentados al aire libre, frente a las mesas de la confitería del
hotel. Maruja baja de la montaña entre los esquiadores que descansan, tumbados al sol. Las mujeres la miran con envidia y los
hombres con lujuria. Hanta, feliz, en una hamaca, sorbe su cognac.
Ella se retira, detrás de unos árboles, un
instante.
Aliviarse, en la densidad oculta del bosque.
Una gran cagada, un montón de mierda sobre las
tablas, detrás de sus botas, en los bordes de los esquíes relucientes. Y de
nuevo el horror en las caras de la gente, el echarse hacia atrás, la risa
burlona, el asco.
Dejemos la felicidad para el cielo, parece decir
el escritor, que acá hay demasiada gente que sufre.
O, como decía Maldestam a Nadiezhda: “¿Por qué se
te ha metido en la cabeza que debes ser feliz?”
La felicidad de Hanta: secreta, escondida.
Una felicidad que se comparte con las ratas.
Y el mal: la memoria que se estanca y gira sobre
sí misma como hacia un centro, en un vórtice que amenazara con absorber todas
las razones, la certezas, el orden necesario al pensamiento.
Si hay una verdad, para Hrabal seguro es
residual, maloliente.
Todo, en Una
soledad… es un intento de nombrar lo
incomprensible, de salir de la impotencia.
Burlar el lenguaje ideológico, que amordaza el pensamiento.
Después
de la guerra, durante mucho tiempo, todavía en los años cincuenta, mi sótano
estuvo repleto de libros nazis.
Hanta se dedicaba con gran entusiasmo a comprimir toneladas de textos que hablaban de lo mismo, comprimía cientos de miles páginas con fotografías de hombres y mujeres
y niños extasiados de alegría, de
ancianos de campesinos y de miembros de la SS , todos extasiados de alegría…
regocijado metía a Hitler en la prensa y
a todo su cortejo entrando en la Viena liberada, a Hitler entrando en Gdansk,
en Varsovia, en Praga, en París, a Hitler en su casa particular, a Hitler en
las fiestas de la cosecha, a Hitler con su fiel perro lobo […] Cuanto más
prensaba a Hitler y a las multitudes delirantes de alegría, más pensaba en su
gitana. Ella nunca fue víctima del delirio, piensa Hanta mientras echa los libros nazis a la
prensa, su gitanita lo único que quería era tener un buen fuego en casa para
calentarse y hacer un rico estofado con carne de caballo y tomar todo lo que
quisiera, fumando y partiendo el pan como si fuera la hostia, dejarlo así, de a
pedacitos, desarmándose debajo de la lengua, y escuchar el melódico murmullo del fuego, ese fuego tan ligado a su
pueblo por lazos rituales.
La busqué por todas partes pero jamás la volví a
ver, dice Hanta. Mi pequeña gitana
infantil, sencilla como un trozo de madera sin trabajar […] mi gitanilla que deseaba
nada más que encender el fuego con la leña que cargaba sobre sus espaldas,
vigas de casas demolidas, vigas grandes como una cruz… Sólo más tarde supe que
la Gestapo se la había llevado, junto con otros gitanos, a un campo de
concentración de donde no volvió nunca más, la habrán quemado en los hornos
crematorios de Maidanek o Auschwitz…
La memoria de Hanta.
Esas calles alrededor de la Ciudad Vieja. Cervecerías que forman un itinerario sagrado,
por el que un Hanta peregrino deambula como el creyente por las iglesias
rumorosas, los labios de las viejas, arrugados de letanías.
El Slalom Gigante, que Hanta nunca logra
concretar: Cervecería Hofman, luego a
Vlachovka y a la Esquina; con las rodillas flexionadas bajar al Paraíso
Perdido, detenerse un ratito en la
taberna Myler, una cervecita de medio litro para después poder recibir un buen
empujón y resbalar hacia Lada, de allí a
Carlos IV, moderar el paso para atravesar las puertas de las
cervecerías Hausman y Kraft y, saltando las vías, la del Rey Venceslao;
el Slalom Gigante se podría acabar en un descenso vertiginoso hacia Horky o la
Ciudad de Rokycany…
Él no toma para emborracharse, sino para pensar
mejor. Reflexionar en las palabras de los libros, salir de esa alienación que
nos habita, porque no leo para
divertirme, ni para pasar el rato, ni para conciliar el sueño […] Bebo para que
el texto me despierte, para que la lectura me produzca escalofríos…
Esos escalofríos de lector son la fuerza vital,
orgánica, salvaje, la sangre misma de la escritura de Hrabal.
El cielo no es humano, dice Hanta varias veces a
lo largo de esta corriente de vida
escrita en primera persona.
Lo humano lejos del cielo, en lo hondo del
subsuelo, donde cada día, durante largas horas, Hanta ejerce su libertad.
En un mundo destruido, él es un hombre que
piensa.
A veces, cuando sale del trabajo, sucio, con las
mejillas salpicadas de moscas aplastadas y las manos con manchas de sangre
seca, Hanta va a tomar cerveza y se
sienta en la barra de la Cervecería Negra
y un ratoncito salta desde su bolsillo al suelo, la gente grita y todos
se apartan de él.
Menudo
antagonismo moral: la joven brigada socialista y yo.
Impecables, los jóvenes, con sus ropas
anaranjadas y sus gorros azules. Un ejército de zombis.
Y la guerra:
Los libros me han enseñado el placer y la voluptuosidad de la
devastación, soy feliz mientras diluvia, me encantan los equipos de demolición,
paso horas y horas de pie mirando cómo los dinamiteros hacen saltar por los
aires manzanas enteras, calles enteras, como si se hinchasen neumáticos
gigantes, devoro con los ojos el primer segundo, cuando se levantan los
ladrillos y las piedras y las vigas y un momento después las casas caen
suavemente como vestidos desabrochados que se deslizasen por el cuerpo, como un transatlántico que se sumergiese en el mar tras la explosión de las calderas….
Crujen, afuera, los cuerpos en los campos de
batalla.
La
música del crujido.
Hanta sabe muy bien que un verdadero libro siempre indica algún camino nuevo que conduce más
allá de sí mismo.
Y la cerveza: tomar tanto que se podría llenar
con esa enormidad de litros una pileta olímpica.
Cerveza: alimento divino, que nos lanza a la
eternidad. Praga se conoce por sus cervecerías. Ruta siempre iniciática hacia
lo más profundo del cuerpo envejecido. La cerveza, como las letras de los
libros, circula hasta ser sangre de su sangre: Hanta deja deshacer en su boca
su alimento terrestre, hecho de malta y de letras, como se deshace la sagrada
forma que es y no es la divina sangre de Cristo.
El trabajo de destrucción le permite vivir en
contacto con lo que ama y desea: los libros, las imágenes bellas, Grecia,
visiones afiebradas, las palabras de los sabios y los profetas.
La madre muere. Hanta la acompaña al crematorio y
pide estar presente mientras ella, con los ojos abiertos sin parpadear, mira,
como sin querer, el último elemento
humano, ese empleado que se dedica a separar los huesos de la carne. Hanta
también trabaja con cadáveres pero, aclara a quien quiera escucharlo: lo mío es liquidar cadáveres de libros.
Y el quebrar
de los huesos en el crematorio se parece al sonido
de su máquina sobre los lomos carnosos de los libros. La Prensa, con
fuerza de gigante, aplasta los cuerpos que caen del cuerno de la abundancia, de
ese cielo que se vuelca por el agujero que da al patio.
Los libros, transfigurados luego del suplicio.
Paquetes amordazados por el alambre que los
envuelve como un chaleco de fuerza. Los libros intentan zafar. Hacen presión
hacia afuera, luchan por romper su prisión. Pero los alambres los inmovilizan,
les quitan vitalidad, presencia.
Los libros existen sólo para Hanta. Y sus
pensamientos ya son parte de él, que los ha tocado, leído, acariciado, antes de
mandarlos al calvario.
Hanta
camina, y su cuerpo lanza destellos hacia adentro, todo iluminado Hanta, como
una tea ardiente. Y él alimenta la llama, cada día, con palabras leídas de los libros.
Hanta
tritura su época, el terror, el lenguaje oficial, el nuevo cielo de los
socialistas.
Dice Schopenhauer que la compasión no es algo que
pueda conseguirse sino un don, algo que se posee o no, más allá de la voluntad.
Expulsado de la comunidad humana, el personaje de
Hrabal encuentra su lugar en el subsuelo del depósito de papel viejo.
Una soledad sin amor, sin conversaciones.
Cierta fe en el poder del arte, en la salvación
por la belleza.
Hanta no le teme a
la muerte: cree, con Lao-Tsé que nacer es salir y morir es entrar, y que
el progressus ad originem es el regressus ad futurum.
La nueva época no
tiene espacio para hombres como Hanta. Dos jóvenes-soldados hacen en una
hora su trabajo de todo un día. Ellos no se demoran en cada paquete,
pensando qué libro llevará en su corazón, qué tesoro oculto para todos excepto
para él. Por más que Hanta, sabiéndose condenado, le rece a San Tadeo… es
fantástico que haya obreros que recen…
En eso pensaba, con el sombrero calado hasta los ojos, cuando de repente
se me pasó por la cabeza arrodillarme, rezar, suplicar al pequeño Tadeo que
hiciera un milagro, únicamente un milagro podría hacerme volver junto a mi
prensa, a mi cueva, a mis libros sin los que no puedo vivir….
El jefe lo
reemplaza, feliz por haber encontrado a los jóvenes de la brigada, sanos,
fuertes. Voluntariosos. Hanta queda desplazado por la eficacia de la juventud
socialista.
Y luego, en la calle Spálená, frente a su antiguo
lugar de trabajo, y sin fuerzas para entrar, escucha el ring satisfecho de su
prensa, que sigue trabajando como si nada hubiera pasado, trabajando para otros,
los jóvenes usurpadores. Hanta ve que ninguno de los libros en los que había
depositado tanta fe vino a salvarlo del naufragio. Ya perdido todo, cegado por
un sol despiadado, se arrastra de nuevo hacia la estatua de San Tadeo,
desplomándose sobre el reclinatorio, bajo
la imagen del santo, tal vez me quedé dormido, posiblemente el oprobio recibido
me abismó en la locura…: tapándome los ojos con las palmas de las mano vi que
mi prensa crecía más y más hasta convertirse en la mayor de todas las prensas,
era el gigante entre las prensas gigantes, tan grande que sus cuatro paredes
rodeaban Praga. Hanta aprieta los botones y las mandíbulas de la prensa devoran la ciudad, destrozan todo lo que encuentran por
delante: barrios, estadios, catedrales, palacios. Barrios enteros caían como moscas. Hanta se ve prensado también,
aplastado por los ladrillos, se ve desaparecer
entre las ruinas, en una visión que será la anticipación de su fin. Apenas respira en esa prisión oscura,
el aire impregnado de gemidos humanos. Toda Praga prensada, conmigo, con mis
pensamientos, con todos los libros que he leído, con toda mi vida, no soy más
que un pequeño ratoncito al que dos miembros de la brigada socialista de
trabajo prensan en mi sótano junto a papel viejo….
He
escogido mi caída que no es sino mi asunción.
Desplazado por la
sociedad, perdido su lugar en el mundo, excluido, Hanta se prepara un nido
dentro de la prensa, un espacio para quedarse y morir... aún soy algo, puedo llevar la cabeza bien alta, no tengo motivos para
avergonzarme de nada; como Séneca cuando entró en la bañadera, meto primero un
pie, el otro resbala pesadamente, para probarlo me encojo como una bola,
entonces me arrodillo y pulso el botón verde, me vuelvo a enroscar dentro de mi
pequeño nido dentro de la máquina, en medio de papel viejo y libros, aprieto
firmemente con las manos a mi Novalis, con el dedo en la frase que siempre me
ha llenado de entusiasmo…