15.4.14

Italpark, por Ariel Clerice






Y así, de la nada, el grupo Zanon abre el Italpark en 1959. Un espacio curioso de singular belleza. Treinta años después con el sorpresivo deceso de la joven Roxana Celia Alaino el intendente Carlos Grosso cierra sus puertas, dejando en su lugar un estúpido vacío verde de 45.000 metros cuadrados. Tal vez el sentido de los afectos verdaderos sea éste, perderlos. Por eso quien busque allí algún bosque arcaico exhalado por cierto límpido manantial que vuelve trémulo el paisaje de una quieta ladera escarpada y agreste, deberá apartar los ojos. Porque todos, casi todos nosotros los chicos del Ochenta, hoy somos una generación perdida, extraviada, pero entonces, entonces blandos cometas y arroyos artificiales cubrieron la maquinaria selénica asegurando la dicha de flotar en el cielo ingrávido de las serenas profundidades del parque lunar. Creímos en cada uno de los mil encantamientos. Sirenas, indios y piratas. Demorando orgullosos las obligaciones, ese corto trayecto a un recreo que solíamos visitar entre dormidos con el suspenso de la espera, se nos ocurrió un camino al hogar largamente postergado. El olor del caramelo derretido sobre las manzanas, los ruidos metálicos, las excitantes luces de inocentes colores fueron una parte nuestra, esencial, cargada de significados sagrados, pretéritos, rememorados. Era tan fácil dejarse llevar, el horror y la sangre goteando en el aire perezoso de la ciudad intervenida estimularon las condiciones exactas del sueño. Resulta fascinante la claridad ensordecedora con que el tiempo desarma el sistema por el cual, generalmente, nos enamoramos de una construcción personal muy distinta al ser concreto que focalizó nuestro deseo. Luego esa bronca imposible estrangula el pesar hasta que el recuerdo del amor sólo es veneno en las venas. Y es tan fácil despertar una mañana cualquiera en los brazos no de ella, no de vos, de otra, una de tantas, que con dos tres trucos ensayados maquillan su dramático aburrimiento administrando imágenes segregadas al borde de la percepción con la vulgar apariencia de lo real, la banal, inconmovible llanura de una existencia sin huella enlazando por la nariz el alma inexperta de un muchachito que tiene todo por delante. O hacia atrás, más atrás. Nos fuimos hace mucho. Expectativas informales, tácitas, supersticiones pasadas de moda. La azarosa marcha hacia el tesoro escondido de los Goonies, el Papá Noel de Harrods y una bolsa roja, llena con muñequitos de la Guerra de las Galaxias fuera del plástico, gastados de tanto jugar en las arenas estivales de los parques de Kensington ellos conseguirán detener el fugaz instante como si regresaras de una inmensa distancia, viajando con hilos invisibles tendidos entre los voraces agujeros de la memoria este dilema fantasmal, creado por razones literarias, camina de nuevo conmigo todos los sábados y algunos viernes rumbo a la Pista de Nunca Jamás. Cansados de interrogar en vano la sustancia agitada tras el velo de las viejas canciones allí nos reencontraremos, una y otra vez, colgando de las manos, antes de amanecer nuestro galeón ardiendo contra el luminoso cielo verde se hunde en el umbral de las nubes. Si estoy soñando que no despierte, si estoy despierto que no me duerma. Los niños perdidos se dejan llevar por el viento de la mañana pero no es cierto si no lo sentís, la cámara sabe, anticipa la trayectoria de nuestra suerte cuando esos inesperados visitantes provenientes de la eternidad desvaída te impulsan, me impulsan a correr sin decir adiós bajo un torrente plateado de estrellas.