Y así, de la nada, el grupo Zanon abre el Italpark en 1959.
Un espacio curioso de singular belleza. Treinta años después con el sorpresivo
deceso de la joven Roxana Celia Alaino el intendente Carlos Grosso cierra sus
puertas, dejando en su lugar un estúpido vacío verde de 45.000 metros
cuadrados. Tal vez el sentido de los afectos verdaderos sea éste, perderlos.
Por eso quien busque allí algún bosque arcaico exhalado por cierto límpido manantial
que vuelve trémulo el paisaje de una quieta ladera escarpada y agreste, deberá
apartar los ojos. Porque todos, casi todos nosotros los chicos del Ochenta, hoy
somos una generación perdida, extraviada, pero entonces, entonces blandos
cometas y arroyos artificiales cubrieron la maquinaria selénica asegurando la
dicha de flotar en el cielo ingrávido de las serenas profundidades del parque
lunar. Creímos en cada uno de los mil encantamientos. Sirenas, indios y
piratas. Demorando orgullosos las obligaciones, ese corto trayecto a un recreo
que solíamos visitar entre dormidos con el suspenso de la espera, se nos
ocurrió un camino al hogar largamente postergado. El olor del caramelo
derretido sobre las manzanas, los ruidos metálicos, las excitantes luces de
inocentes colores fueron una parte nuestra, esencial, cargada de significados
sagrados, pretéritos, rememorados. Era tan fácil dejarse llevar, el horror y la
sangre goteando en el aire perezoso de la ciudad intervenida estimularon las
condiciones exactas del sueño. Resulta fascinante la claridad ensordecedora con
que el tiempo desarma el sistema por el cual, generalmente, nos enamoramos de
una construcción personal muy distinta al ser concreto que focalizó nuestro
deseo. Luego esa bronca imposible estrangula el pesar hasta que el recuerdo del
amor sólo es veneno en las venas. Y es tan fácil despertar una mañana
cualquiera en los brazos no de ella, no de vos, de otra, una de tantas, que con
dos tres trucos ensayados maquillan su dramático aburrimiento administrando
imágenes segregadas al borde de la percepción con la vulgar apariencia de lo
real, la banal, inconmovible llanura de una existencia sin huella enlazando por
la nariz el alma inexperta de un muchachito que tiene todo por delante. O hacia
atrás, más atrás. Nos fuimos hace mucho. Expectativas informales, tácitas,
supersticiones pasadas de moda. La azarosa marcha hacia el tesoro escondido de
los Goonies, el Papá Noel de Harrods y una bolsa roja, llena con muñequitos de
la Guerra de las Galaxias fuera del plástico, gastados de tanto jugar en las
arenas estivales de los parques de Kensington ellos conseguirán detener el
fugaz instante como si regresaras de una inmensa distancia, viajando con hilos
invisibles tendidos entre los voraces agujeros de la memoria este dilema
fantasmal, creado por razones literarias, camina de nuevo conmigo todos los
sábados y algunos viernes rumbo a la Pista de Nunca Jamás. Cansados de
interrogar en vano la sustancia agitada tras el velo de las viejas canciones allí
nos reencontraremos, una y otra vez, colgando de las manos, antes de amanecer
nuestro galeón ardiendo contra el luminoso cielo verde se hunde en el umbral de
las nubes. Si estoy soñando que no despierte, si estoy despierto que no me
duerma. Los niños perdidos se dejan llevar por el viento de la mañana pero no
es cierto si no lo sentís, la cámara sabe, anticipa la trayectoria de nuestra
suerte cuando esos inesperados visitantes provenientes de la eternidad desvaída
te impulsan, me impulsan a correr sin decir adiós bajo un torrente plateado de
estrellas.