La caída de Rosas se debió en gran parte a un género que él despreciaba
particularmente: la poesía.
En 1851 Rosas concentraba en su persona la suma del poder público
y gobernaba a la Confederación como a una gran estancia. Parecía un dios
invencible y posiblemente lo creyera. Había podido con Francia e Inglaterra
unidas, era lo mismo que haber vencido al mundo. No se alarmó demasiado cuando
Urquiza le aceptó la renuncia sustituyendo el “mueran los salvajes unitarios”
por “mueran los enemigos de la Confederación”, que suponía una declaración de
guerra.
Las respuestas fueron miles de insultos y canciones por parte de los
federales contra el traidor Urquiza convertido ahora en salvaje unitario. La
figura arlequina del entrerriano fue quemada en Buenos Aires.
Algunos le sugerían atacar Entre Ríos, o hacerlo en los campos de Santa
Fe cuando avanzaba el ejército grande. Coroneles como Pedro Díaz habían luchado
por la independencia, le aconsejaban atacar por el norte, había que movilizar
las tropas, esperar en una posición fija era suicida.
Rosas optó por esperar, nada más que esperar sin plantear otra táctica
que la pereza, ni por el norte ni por el sur como otros aconsejaban. Por
momentos parecía que la cosa no le interesaba. Cuando luego de la derrota en
los campos de Álvarez, el coronel Martiniano Chilavert le dijo que había que
atacar a las divisiones de Urquiza, sumadas a los macacos imperiales brasileros
y a los batallones orientales del converso Oribe que atravesaban el arroyo de
Morón, Rosas repitió su único argumento: había que esperarlos.
Rosas se limitaba a proclamas ruidosas y sus poetas repetían que Urquiza
era Brasil. A sus tropas se las llamó Ejército Grande porque Urquiza había
negociado con Oribe que se pasó a las de Don Pedro que estaba ávido de
expansionismo y financiaba la campaña con patacones. Rosas parecía paralizado,
preocupado por la fiesta de cumpleaños de Manuelita, satisfecho de oír día y
noche a los poetas de la federación que cantaban a su gloria y maldecían a
Urquiza y a sus aliados macacos.
Mientras las tropas de Urquiza avanzaban, Rosas se mostraba curiosamente
interesado en el arte que reflejaba su imagen de invencible conductor. Asistió
al Teatro Argentino a ver la obra Juan sin Pena. Escenificaba en cuadros la
traición del infame Urquiza y la venganza representada en Juan Pueblo. Las
damas de honor rodeaban a Manuelita con su corte de enanos y en el palco
oficial se destacaba su vestido rojo punzó.
Los gritos de ¡muerte a Urquiza! llenaban la sala.
Las rimas cantaban las hazañas del Restaurador, llovían las violetas y
los vítores y la apoteosis se desencadenaba entre damas y oficiales cuando
entraban a escena el retrato del Restaurador. El rosismo era una dictadura
feroz, pero hubiera querido estar ahí para ver qué hacía entre las
imprecaciones contra el asesino de mi padre. Me dije que debía dejar de lado
las facciones y que era un asunto entre él y yo. Esperaba que la guerra
terminase para encontrarme a solas con él.
Muchos de los que ahí estaban luego negarían haber asistido a este acto
de sublime servidumbre ante el que ahora se nombraba como el Libertador.
A la salida, Rosas se enteraba de la renuncia de Pacheco en el
campamento de Santos Lugares, cansado de la inacción y sospechó un
entendimiento de éste con Urquiza. ¿Salía de ver la obra de un traidor y se
encontraba con otro? No, se dijo, pensando en los años de servicio de Pacheco,
se volvió loco. Para algunos oficiales lo loco era esperar y esperar. Pero se
callaban, tal vez Rosas guardaba una carta secreta.
El coronel Chilavert pensaba que debían quebrar las líneas de
abastecimiento entre Urquiza y Brasil y retirarse más al Sur porque el
cañadón de Morón impedía el movimiento de la caballería. No, imposible, dijo
Rosas, van a creer que estamos huyendo– y esa bravuconada tuvo una aprobación
general.
Ahí Chilavert vio que Rosas no tenía ninguna táctica, creía que el
Destino estaba a su favor, veinte años con la suma del poder público lo habían
convencido de eso.
La guerra siempre es el padre de todo y la apuesta por el General
Destino le suena como un desatino a secas. Es cierto que en la guerra hay
milagros, de lo contrario no estaría vivo, pero esto no forma parte de la
memoria de los Estados si alguien no se atreve a narrarlo. A Santos Guayama lo
mataron unas nueve veces y reaparecía vivito y coleando.
Chilavert era ingeniero y pensaba en términos matemáticos más que
épicos: quería librar la batalla final cerca de las quintas y las chacras y los
corrales de tunas que serían una resistencia para la caballería entrerriana.
También pensaba separar diez mil jinetes para atacar por retaguardia. Tuvo la
impresión de que Rosas estaba fatigado de escucharlo y la extraña sensación de
que estaba otra vez con los unitarios. Algunos se cambiaban de bando por oportunismo
como sucedía ahora, él lo había hecho porque vio que muchos estaban dispuestos
a entregar el país al primer extranjero que viniera para sacarse de encima a
Rosas. Chilavert pensaba que por unas monedas, Urquiza entregaba el país al
Brasil.
A Rosas a veces le parecía que el odio que tenían por él era
literario. ¿No había sido el inspirador y artífice de la mejor literatura,
empezando por ese libelo de un sanjuanino que lo pintaba como el peor de los
demonios y ahora había sido nombrado por Urquiza como castigo a sus ínfulas de
militar cronista del Ejército Grande? Rosas no podía contener la risa al pensar
al petulante Sarmiento convertido en boletinero.
El actual Urquiza había nacido de esa literatura del odio que pronto lo
alcanzaría: Sarmiento nunca le perdonaría no haberlo tomado en serio como
militar. Se presentó ante él vestido de europeo, incluso con quepi, y la
sonrisa de Urquiza fue semejante a la de Rosas. A partir de ese momento, en
plena campaña, Sarmiento comenzó a ver en Urquiza los rasgos que
prefiguraban un nuevo dictador. ¿Habrá sido una indirecta contra Urquiza el
modo insólito en que Sarmiento homenajeó a Rosas cuando murió? Antes, Urquiza
era también el enemigo en tanto general de la Santa Federación mientras que
Chilavert peleaba del lado unitario. Que San Martín le diera su sable a Rosas
para él fue algo decisivo.
Ahora estaba del otro lado, la historia era un fatigoso juego de
escondidas donde gana el que mejor sabe ocultarse. A esta altura debía
preguntarse quién era. ¿Y Urquiza? Para Alberdi era el único hombre que podía
confederar la nación, para los federales un traidor que se había unido a un
imperio esclavista, para otros un hacedor de la paternidad irresponsable en el
continente, para mí el degollador de mi padre. Contemplaba cincuenta mil
hombres bien disciplinados, los mismos hombres que habían combatido en India
muerta contra mi padre, dispuestos a dar la vida por él.
Evitaba estar solo, siempre se lo encontraba rodeado de amigos y tenía
fama de muy sociable. Quería que le hablasen de Monte Caseros hacia donde
dirigía sus tropas. Había pasado por el convento de San Lorenzo y contemplado
su airoso campanario, el frontis triangular de la izquierda y la doble media
naranja del tabernáculo.
Urquiza pensó en San Martín, en su desconocimiento de la política
interior que lo había llevado a dar su espada de Chacabuco a un tirano. Ahí
estaba la famosa estancia de Rosas, sabía que no iba a abandonarla y le daría
pelea. La historia de esa estancia remonta a los tiempos de Juan de Garay,
Rosas la adquirió a los Del Pino, familia directa del virrey en 1822, con lo
que todo quedaba en familia porque estaba casado con Encarnación Ezcurra y
Arguibel. Contaba con buenos pastos, un gran comedor, tres dormitorios, la
cultivó con miles de acacias blancas y paraísos, una avenida doble de ombúes,
pastaban los mejores ganados del país, ahí llegó el primer Shorthorn que
importó su amigo inglés Miller. Y a propósito. ¿Dónde estaban los amigos
ingleses? La llamaba estancia de San Martín y tenía una capilla. Era su modelo
de organización del país que tanto le reprochó Sarmiento. Ahí desfilaron los
personajes más importantes de la época, ahí tomó mate con su enemigo jurado,
Lavalle, con el objeto de poner fin a la guerra civil, discutiendo sin ponerse
de acuerdo en quién había degollado más. Ahí Lavalle durmió profundamente con
las espuelas puestas y el propio Rosas tuvo que despertarlo- arriba general-
como lo contó Pedro Lacasa, su ayudante. No hay que asombrarse que estos
hombres que se degollaban al otro día pudieran compartir un amargo. Esta vez no
habría mate con Urquiza, Lavalle era un verdadero enemigo, no un repugnante
traidor. Oribe, que lo había derrotado a Lavalle definitivamente en Famaillá en
su campaña de 1941 ahora estaba del lado de Urquiza. No podía creerlo. Rosas
continuaba pensando al enemigo como los eternos salvajes unitarios. Pero
Urquiza no era Lavalle, tras él estaba toda la Confederación además de Brasil,
los uruguayos y los patacones. Se confesó que lo extrañaba a Lavalle. ¡Que diferencia
con este ruin traidor de ojos de insecto! Juan Lavalle era un hombre directo,
altivo, que iba de frente, tanto que sus propios amigos lo llamaban una espada
sin cabeza. Lo que sus amigos no se preguntaron era que ellos fueron quienes le
anularon la cabeza a fuerza de abrumarla con mentiras. ¡Ah, Juan, Juan!,
¿porqué dejaste que te llenaran la cabeza esos poetastros y no te diste cuenta
que estábamos hechos de la misma madera? También pensaba en Maza y contemplaba
la inmensidad de su crimen de ese hombre honesto y valiente. Entonces
necesitaba imponer miedo y sentía un placer secreto en derramar sangre. Ya no
era el mismo. Lo único que quería era defender su estancia y cuidar a
Manuelita. Los generales no sabían si recibían órdenes o sabios consejos. Hubiera
querido pasar esa noche con su joven amante Eugenia con quien tuvo cuatro
hijos, pero no quiso que viniera. Nadie sabe cuánto necesita un guerrero que
una mujer le caliente el cuerpo previo a la batalla. Ella lo amaba ciegamente y
el temía hacerle daño como tantas cosas que tocaba. También sus poetas mentían,
era un hombre mucho más complicado que el retrato que aparecía en Juan sin
pena. Entonces había una sola persona que odiara más que Rosas a Urquiza: yo.
Pero mi odio era familiar, personal, no literario como el de muchos unitarios,
algo que había alimentado a lo largo de los días. El odio de Rosas era
político: si Urquiza hubiera venido a disculparse y tenderle la mano lo hubiera
perdonado y todo hubiera vuelto a ser como antes. Mi caso era distinto:
coincidía políticamente con Urquiza, me parecían importante la apertura de los
puertos, que los barcos navegaran el anchuroso Paraná y sobre todo el retorno
de la libertad en el país, pero mi sangre entonces clamaba venganza. Rosas se
consideraba vencedor antes de la batalla para no reconocer que ya estaba
históricamente derrotado. Urquiza era lo nuevo. Si no era él, otro hubiera
levantado la espada. Rosas captó algo que sería una constante en Urquiza, la
traición se repetiría en Pavón, ahí lo hizo con Alberdi y con toda la
confederación al irse cuando la batalla estaba ganada. López Jordán sería la
mano ejecutora de un hombre que como Rosas amaba más su palacio y su estancia
que los destinos del país.
Cuando el coronel Chilavert se retiraba de ese vano consejo de guerra
oyó que el clima cambiaba y Rosas fanfarroneaba con sus generales aduladores.
Lamentó que Mansilla no estuviera en la reunión. Rosas lo había dejado de lado.
Rosas nunca abandonó la hipótesis de que las tropas del entrerriano,
formadas por hombres que en su mayoría lo habían amado, en última instancia se
rebelarían. La lealtad sostenida mediante el terror es frágil y a veces basta
una derrota para el hombre considerado invulnerable pierda su potestad de
caudillo. Rosas parecía negarse a la táctica como si nada tuviera que ver con
la acción y anhelar que el tiempo se detuviera, vivía en la contemplación de su
propio mito cuando cada instante le jugaba en contra.
No había sufrido ninguna derrota y debía creerse invencible. Urquiza
tenía una ventaja sobre la armada franco- inglesa, conocía la geografía y el
mapa político. Rosas siempre esperó esto de Urquiza. A través de esos ojos
pequeños y brillosos sospechó que el poder lo apasionaba más que las mujeres.
Apeló a la memoria de los hombres. También apostó al embajador inglés con quien
había arreglado la paz luego de las batallas a que dio lugar el bloqueo. Ahora
el puerto estaba abierto y la entrada de las mercaderías daba una ilusión de
prosperidad aunque más del setenta por ciento de la población fuese analfabeta
y educada para adorar al Restaurador mediante el miedo. En última instancia,
pensaba, el embajador inglés arreglaría las cosas. Pero el embajador fue
llamado por el Imperio para nuevas tareas y ahí sí Rosas se descubrió en completo
abandono. Al coronel Mansilla le correspondería defender la ciudad. Si había
vencido a los ejércitos más poderosos del mundo, se decía Rosas, la victoria
contra los macacos brasileros estaba asegurada. Pero Urquiza sabía en qué
terreno se movía y donde había que golpear con sus legiones. Las tropas
federales, libradas a la improvisación no resistieron la primera y triple
embestida, cayeron en total desorden y escaparon de la muerte que les esperaba.
A los capturados en los caminos se los colgó sobre los árboles, el campo
abundaba en cuerpos mutilados que prefiguraban caída la tarde una gran fiesta
de caranchos. Cuando enfilaron para la estancia, Rosas escapó a Palermo
para firmar su renuncia, preocupado por la suerte de Manuelita y de Eugenia a
la que dejaría una casa. Un antiguo estratega chino hubiera aconsejado al
Restaurador: cuando vienen tres ejércitos bien armados a buscarte no lo esperes
tranquilamente en tu estancia. Al otro día Urquiza recibía distintas
personalidades en el mismo escritorio de Rosas.
Los poetas ahora daban vivas al Libertador. Rosas veía a los vates como
seres amariconados. Lo que no significaba que no fueran peligrosos,
especialmente si se tomaba muy serio la épica donde él era el invencible
protagonista.
Esa noche Rosas tuvo sueños, desfiló una galería de figuras que
evocaba muchos de sus crímenes. El asesinato
por la espalda de Florencio Varela, primero ejecutado en efigie por Oribe. Las
tropas de Oribe que lo adoraban ahora venían contra él unidas a los macacos. De
Varela vinieron las palabras más hirientes que conoció, fue cómplice de
franceses y de ingleses. Pero Varela era un hombre valiente, ingenuo que creía
en la libertad y el comercio y Oribe una miseria humana. El de Vicente Manuel
Massa fue un momento de ceguera y de ira. Pero el que más afectó su gobierno
fue el fusilamiento de Camila O Gorman y el párroco que se habían casado.
Sarmiento con su maldita pluma aprovechó el hecho y recordó que vivía con una
concubina con la que tuvo hijos, lo atribuyó a la hipócrita moral del régimen
que vivía de la nostalgia colonial. Todo parecía confabularse contra él pero
nada le importaba sino la fiesta de Manuelita y escuchar los últimos versos que
lo celebraban como la estatua caída de un monarca muerto.