3.3.14

VIENTO AGRIO (Fragmento 3), por Luis Thonis




La caída de Rosas se debió en gran parte a un género que él despreciaba particularmente: la poesía.
En 1851 Rosas concentraba en su persona la suma del poder público  y gobernaba a la Confederación como a una gran estancia. Parecía un dios invencible y posiblemente lo creyera. Había podido con Francia e Inglaterra unidas, era lo mismo que haber vencido al mundo. No se alarmó demasiado cuando Urquiza le aceptó la renuncia sustituyendo el “mueran los salvajes unitarios” por “mueran los enemigos de la Confederación”, que suponía una declaración de guerra.
Las respuestas fueron miles de insultos y canciones por parte de los federales contra el traidor Urquiza convertido ahora en salvaje unitario. La figura arlequina del entrerriano fue quemada en Buenos Aires.
Algunos le sugerían atacar Entre Ríos, o hacerlo en los campos de Santa Fe cuando avanzaba el ejército grande. Coroneles como Pedro Díaz habían luchado por la independencia, le aconsejaban atacar por el norte, había que movilizar  las tropas, esperar en una posición fija era suicida.  
Rosas optó por esperar, nada más que esperar sin plantear otra táctica que la pereza, ni por el norte ni por el sur como otros aconsejaban. Por momentos parecía que la cosa no le interesaba. Cuando luego de la derrota en los campos de Álvarez, el coronel Martiniano Chilavert le dijo que había que atacar a las divisiones de Urquiza, sumadas a los macacos imperiales brasileros y a los batallones orientales del converso Oribe que atravesaban el arroyo de Morón, Rosas repitió su único argumento: había que esperarlos.
Rosas se limitaba a proclamas ruidosas y sus poetas repetían que Urquiza era Brasil. A sus tropas se las llamó Ejército Grande porque Urquiza había negociado con Oribe que se pasó a las de Don Pedro que estaba ávido de expansionismo y financiaba la campaña con patacones. Rosas parecía paralizado, preocupado por la fiesta de cumpleaños de Manuelita, satisfecho de oír día y noche a los poetas de la federación que cantaban a su gloria y maldecían a Urquiza y a sus aliados macacos.
Mientras las tropas de Urquiza avanzaban, Rosas se mostraba curiosamente interesado en el arte que reflejaba su imagen de invencible conductor. Asistió al Teatro Argentino a ver la obra Juan sin Pena. Escenificaba en cuadros la traición del infame Urquiza y la venganza representada en Juan Pueblo. Las damas de honor rodeaban a Manuelita con su corte de enanos y en el palco oficial se destacaba su vestido rojo punzó.
Los gritos de ¡muerte a Urquiza! llenaban la sala.
Las rimas cantaban las hazañas del Restaurador, llovían las violetas y los vítores y la apoteosis se desencadenaba entre damas y oficiales cuando entraban a escena el retrato del Restaurador. El rosismo era una dictadura feroz, pero hubiera querido estar ahí para ver qué hacía entre las imprecaciones contra el asesino de mi padre. Me dije que debía dejar de lado las facciones y que era un asunto entre él y yo. Esperaba que la guerra terminase para encontrarme a solas con él.
Muchos de los que ahí estaban luego negarían haber asistido a este acto de sublime servidumbre ante el que ahora se nombraba como el Libertador.
A la salida, Rosas se enteraba de la renuncia de Pacheco en el campamento de Santos Lugares, cansado de la inacción y sospechó un entendimiento de éste con Urquiza. ¿Salía de ver la obra de un traidor y se encontraba con otro? No, se dijo, pensando en los años de servicio de Pacheco, se volvió loco. Para algunos oficiales lo loco era esperar y esperar. Pero se callaban, tal vez Rosas guardaba una carta secreta.
El coronel Chilavert pensaba que debían quebrar las líneas de abastecimiento entre Urquiza y Brasil  y retirarse más al Sur porque el cañadón de Morón impedía el movimiento de la caballería. No, imposible, dijo Rosas, van a creer que estamos huyendo– y esa bravuconada tuvo una aprobación general.
Ahí Chilavert vio que Rosas no tenía ninguna táctica, creía que el Destino estaba a su favor, veinte años con la suma del poder público lo habían convencido de eso.
La guerra siempre es el padre de todo y la apuesta por el General Destino le suena como un desatino a secas. Es cierto que en la guerra hay milagros, de lo contrario no estaría vivo, pero esto no forma parte de la memoria de los Estados si alguien no se atreve a narrarlo. A Santos Guayama lo mataron unas nueve veces y reaparecía vivito y coleando.
Chilavert era ingeniero y pensaba en términos matemáticos más que épicos: quería librar la batalla final cerca de las quintas y las chacras y los corrales de tunas que serían una resistencia para la caballería entrerriana. También pensaba separar diez mil jinetes para atacar por retaguardia. Tuvo la impresión de que Rosas estaba fatigado de escucharlo y la extraña sensación de que estaba otra vez con los unitarios. Algunos se cambiaban de bando por oportunismo como sucedía ahora, él lo había hecho porque vio que muchos estaban dispuestos a entregar el país al primer extranjero que viniera para sacarse de encima a Rosas. Chilavert pensaba que por unas monedas, Urquiza entregaba el país al Brasil.
 A Rosas a veces le parecía que el odio que tenían por él era literario. ¿No había sido el inspirador y artífice de la mejor literatura, empezando por ese libelo de un sanjuanino que lo pintaba como el peor de los demonios y ahora había sido nombrado por Urquiza como castigo a sus ínfulas de militar cronista del Ejército Grande? Rosas no podía contener la risa al pensar al petulante Sarmiento convertido en boletinero.
El actual Urquiza había nacido de esa literatura del odio que pronto lo alcanzaría: Sarmiento nunca le perdonaría no haberlo tomado en serio como militar. Se presentó ante él vestido de europeo, incluso con quepi, y la sonrisa de Urquiza fue semejante a la de Rosas. A partir de ese momento, en plena campaña, Sarmiento comenzó a ver en Urquiza los rasgos que prefiguraban un nuevo dictador. ¿Habrá sido una indirecta contra Urquiza el modo insólito en que Sarmiento homenajeó a Rosas cuando murió? Antes, Urquiza era también el enemigo en tanto general de la Santa Federación mientras que Chilavert peleaba del lado unitario. Que San Martín le diera su sable a Rosas para él fue algo decisivo.
Ahora estaba del otro lado, la historia era un fatigoso juego de escondidas donde gana el que mejor sabe ocultarse. A esta altura debía preguntarse quién era. ¿Y Urquiza? Para Alberdi era el único hombre que podía confederar la nación, para los federales un traidor que se había unido a un imperio esclavista, para otros un hacedor de la paternidad irresponsable en el continente, para mí el degollador de mi padre. Contemplaba cincuenta mil hombres bien disciplinados, los mismos hombres que habían combatido en India muerta contra mi padre, dispuestos a dar la vida por él.
Evitaba estar solo, siempre se lo encontraba rodeado de amigos y tenía fama de muy sociable. Quería que le hablasen de Monte Caseros hacia donde dirigía sus tropas. Había pasado por el convento de San Lorenzo y contemplado su airoso campanario, el frontis triangular de la izquierda y la doble media naranja del tabernáculo.
Urquiza pensó en San Martín, en su desconocimiento de la política interior que lo había llevado a dar su espada de Chacabuco a un tirano. Ahí estaba la famosa estancia de Rosas, sabía que no iba a abandonarla y le daría pelea. La historia de esa estancia remonta a los tiempos de Juan de Garay, Rosas la adquirió a los Del Pino, familia directa del virrey en 1822, con lo que todo quedaba en familia porque estaba casado con Encarnación Ezcurra y Arguibel. Contaba con buenos pastos, un gran comedor, tres dormitorios, la cultivó con miles de acacias blancas y paraísos, una avenida doble de ombúes, pastaban los mejores ganados del país, ahí llegó el primer Shorthorn que importó su amigo inglés Miller. Y a propósito. ¿Dónde estaban los amigos ingleses? La llamaba estancia de San Martín y tenía una capilla. Era su modelo de organización del país que tanto le reprochó Sarmiento. Ahí desfilaron los personajes más importantes de la época, ahí tomó mate con su enemigo jurado, Lavalle, con el objeto de poner fin a la guerra civil, discutiendo sin ponerse de acuerdo en quién había degollado más. Ahí Lavalle durmió profundamente con las espuelas puestas y el propio Rosas tuvo que despertarlo- arriba general- como lo contó Pedro Lacasa, su ayudante. No hay que asombrarse que estos hombres que se degollaban al otro día pudieran compartir un amargo. Esta vez no habría mate con Urquiza, Lavalle era un verdadero enemigo, no un repugnante traidor. Oribe, que lo había derrotado a Lavalle definitivamente en Famaillá en su campaña de 1941 ahora estaba del lado de Urquiza. No podía creerlo. Rosas continuaba pensando al enemigo como los eternos salvajes unitarios. Pero Urquiza no era Lavalle, tras él estaba toda la Confederación además de Brasil, los uruguayos y los patacones. Se confesó que lo extrañaba a Lavalle. ¡Que diferencia con este ruin traidor de ojos de insecto! Juan Lavalle era un hombre directo, altivo, que iba de frente, tanto que sus propios amigos lo llamaban una espada sin cabeza. Lo que sus amigos no se preguntaron era que ellos fueron quienes le anularon la cabeza a fuerza de abrumarla con mentiras. ¡Ah, Juan, Juan!, ¿porqué dejaste que te llenaran la cabeza esos poetastros y no te diste cuenta que estábamos hechos de la misma madera? También pensaba en Maza y contemplaba la inmensidad de su crimen de ese hombre honesto y valiente. Entonces necesitaba imponer miedo y sentía un placer secreto en derramar sangre. Ya no era el mismo. Lo único que quería era defender su estancia y cuidar a Manuelita. Los generales no sabían si recibían órdenes o sabios consejos. Hubiera querido pasar esa noche con su joven amante Eugenia  con quien tuvo cuatro hijos, pero no quiso que viniera. Nadie sabe cuánto necesita un guerrero que una mujer le caliente el cuerpo previo a la batalla. Ella lo amaba ciegamente y el temía hacerle daño como tantas cosas que tocaba. También sus poetas mentían, era un hombre mucho más complicado que el retrato que aparecía en Juan sin pena. Entonces había una sola persona que odiara más que Rosas a Urquiza: yo. Pero mi odio era familiar, personal, no literario como el de muchos unitarios, algo que había alimentado a lo largo de los días. El odio de Rosas era político: si Urquiza hubiera venido a disculparse y tenderle la mano lo hubiera perdonado y todo hubiera vuelto a ser como antes. Mi caso era distinto: coincidía políticamente con Urquiza, me parecían importante la apertura de los puertos, que los barcos navegaran el anchuroso Paraná y sobre todo el retorno de la libertad en el país, pero mi sangre entonces clamaba venganza. Rosas se consideraba vencedor antes de la batalla para no reconocer que ya estaba históricamente derrotado. Urquiza era lo nuevo. Si no era él, otro hubiera levantado la espada. Rosas captó algo que sería una constante en Urquiza, la traición se repetiría en Pavón, ahí lo hizo con Alberdi y con toda la confederación al irse cuando la batalla estaba ganada. López Jordán sería la mano ejecutora de un hombre que como Rosas amaba más su palacio y su estancia que los destinos del país.
Cuando el coronel Chilavert se retiraba de ese vano consejo de guerra oyó que el clima cambiaba y Rosas fanfarroneaba con sus generales aduladores. Lamentó que Mansilla no estuviera en la reunión. Rosas lo había dejado de lado.
Rosas nunca abandonó la hipótesis de que las tropas del entrerriano, formadas por hombres que en su mayoría lo habían amado, en última instancia se rebelarían. La lealtad sostenida mediante el terror es frágil y a veces basta una derrota para el hombre considerado invulnerable pierda su potestad de caudillo. Rosas parecía negarse a la táctica como si nada tuviera que ver con la acción y anhelar que el tiempo se detuviera, vivía en la contemplación de su propio mito cuando cada instante le jugaba en contra.
No había sufrido ninguna derrota y debía creerse invencible. Urquiza tenía una ventaja sobre la armada franco- inglesa, conocía la geografía y el mapa político. Rosas siempre esperó esto de Urquiza. A través de esos ojos pequeños y brillosos sospechó que el poder lo apasionaba más que las mujeres. Apeló a la memoria de los hombres. También apostó al embajador inglés con quien había arreglado la paz luego de las batallas a que dio lugar el bloqueo. Ahora el puerto estaba abierto y la entrada de las mercaderías daba una ilusión de prosperidad aunque más del setenta por ciento de la población fuese analfabeta y educada para adorar al Restaurador mediante el miedo. En última instancia, pensaba, el embajador inglés arreglaría las cosas. Pero el embajador fue llamado por el Imperio para nuevas tareas y ahí sí Rosas se descubrió en completo abandono. Al coronel Mansilla le correspondería defender la ciudad. Si había vencido a los ejércitos más poderosos del mundo, se decía Rosas, la victoria contra los macacos brasileros estaba asegurada. Pero Urquiza sabía en qué terreno se movía y donde había que golpear con sus legiones. Las tropas federales, libradas a la improvisación no resistieron la primera y triple embestida, cayeron en total desorden y escaparon de la muerte que les esperaba. A los capturados en los caminos se los colgó sobre los árboles, el campo abundaba en cuerpos mutilados que prefiguraban caída la tarde una gran fiesta de caranchos.  Cuando enfilaron para la estancia, Rosas escapó a Palermo para firmar su renuncia, preocupado por la suerte de Manuelita y de Eugenia a la que dejaría una casa. Un antiguo estratega chino hubiera aconsejado al Restaurador: cuando vienen tres ejércitos bien armados a buscarte no lo esperes tranquilamente en tu estancia. Al otro día Urquiza recibía distintas personalidades en el mismo escritorio de Rosas.
Los poetas ahora daban vivas al Libertador. Rosas veía a los vates como seres amariconados. Lo que no significaba que no fueran peligrosos, especialmente si se tomaba muy serio la épica donde él era el invencible protagonista.


Esa noche Rosas tuvo sueños, desfiló una galería de figuras que evocaba  muchos de sus crímenes. El asesinato por la espalda de Florencio Varela, primero ejecutado en efigie por Oribe. Las tropas de Oribe que lo adoraban ahora venían contra él unidas a los macacos. De Varela vinieron las palabras más hirientes que conoció, fue cómplice de franceses y de ingleses. Pero Varela era un hombre valiente, ingenuo que creía en la libertad y el comercio y Oribe una miseria humana. El de Vicente Manuel Massa fue un momento de ceguera y de ira. Pero el que más afectó su gobierno fue el fusilamiento de Camila O Gorman y el párroco que se habían casado. Sarmiento con su maldita pluma aprovechó el hecho y recordó que vivía con una concubina con la que tuvo hijos, lo atribuyó a la hipócrita moral del régimen que vivía de la nostalgia colonial. Todo parecía confabularse contra él pero nada le importaba sino la fiesta de Manuelita y escuchar los últimos versos que lo celebraban como la estatua caída de un monarca muerto.