A Elena Méndez.
Porque todo ángel es terrible
[1]. Ella no. A medio vestir en la penumbra del cuartucho desordenado. El olor
a velas recién fenecidas llegando desde el pequeño altar, repleto de figuritas
tan desleídas como ella. Su tos alérgica. Sus maldiciones por no poder
encontrar la cajetilla de cigarros. Puta mierda. La modorra que me invadía
siempre al quedarme allí. Sopor, dejadez. Lo cierto era que el agobio me hacía
regresar a ese rincón de Aragüita. Una retorcida sensación de refugio. Con algo
de suerte habría una pelea o una balacera breve, cortesía de los narcos del
sector. Y pensar que a pocos kilómetros bullía otro mundo, indiferente y
cómplice al mismo tiempo. Si no, que lo dijeran Carlitos, el flaco Ribas,
incluso Silvia. Encantados con el barrio y con Trini. Fumaba con garbo, con
duende, aseveraban. Sublime en el momento cumbre de la pieza de calle. Esa rara
condición etérea. “Trini, me enamoraste a los muchachos del grupo”, le
reprochaba. Ella reía. Dos puntos de
ámbar se le encendían en los ojos, que parecían mirar siempre más allá. A mediodía, llegaba su hermana menor con
caldo de gallina y arepas. Nos traía también la noticia de los últimos ajustes
de cuentas: quiénes eran los muertos, quiénes los asesinos; cuántos tiros
habían sido y dónde hallaron los cuerpos. Luego, sin que ninguna de las dos se
diera cuenta, me daba un trago de ron seco en honor a tanta vida inútil,
desperdiciada.
Cada mes me preparaba un ensalme
con hierbas especiales. Subíamos al río bien temprano. En La Cola de Caballo,
le decía que era yo Niño Mauricio, genio guardián de la naturaleza tuyera. Ella
me ordenaba no jugar con eso. Después, sumergidos en el agua fría del pozo,
lamía sus pechos mientras me preguntaba por enésima vez si sería capaz de
llevarla conmigo fuera del país. “Si te vas de Venezuela conmigo, tendrías que
olvidarte del jibareo y de otras vagabunderías, mijita”, le contestaba en
broma. “Yo puedo leer la suerte. Con mis tabacos veo lo que está oculto. Me
pagarán por eso. En todas partes del mundo, vive gente atormentada por lo que
pueda ser su destino. Tú mismo lo has dicho. A ti mismo a veces te importa
demasiado saber lo que vendrá”.
Pero no era tan fácil, Trini. No
lo había sido nunca. No era el caso andar azotando calles, lejos, en ése triste
papel de emigrante. Acuérdate de
Miguelito: internado en aquél hospital de Madrid, nada más por asustarse y
alucinar con un charco de sangre que encontró en el portal que limpiaba a
diario. Su piel quemada, su estrella negra de poeta, lo hundieron. Luego, me
contaría el episodio una y otra vez, hinchado de ganja. “Sucios gilipollas”,
recordaba furioso. Y empezaba con el cuento de que África renacería como la
madre del mundo. Para él, Europa y Norteamérica serían castigados por su
infinito egoísmo; se lo insinuaba su sangre Zulú, Fulfulde y Ashanti. Cuando le
llevé a Trini, abrió tamaños ojos de pervertido, y hasta unos versos le dedicó.
Mientras la hacía escuchar a Tom Jobim, me previno: “mire, poeta, esa niña
tiene la marca de Olofi. Yo que usted, andaría ojo pelao cuidándome del hambre
de su cuerpo. De su hambre toda”. Pero qué interés podía tener yo en cuidarme
de nada. Para qué. Más bien atesoraba esa cercanía, que en el fondo era como
estar siempre al borde de lo incierto. Había algo en Trini que la vinculaba a
otras regiones u órdenes. Ese algo era lo que me untaba la modorra al cuerpo. Y
se lo pedía entonces, ya que continuaba en busca de sus malditos cigarros en el
ropero: “Muéstramelos, Trini… por hoy solamente.” Sacaba uno, dos, tres, cinco,
siete frascos con los cuerpecitos arrugados, pequeñitos, varios de piel
traslúcida. Recuerdo uno, de mayor tamaño que el resto y, lo puedo jurar, se le
insinuaban ya las diminutas alas de ángel.
[1] Eleonora Filkenstein, “El Ángel”.