(Sobre la lectura de Quintín sobre Arno Schmidt de Mariano Dupont)
La trascendencia, la metapolítica y los mercados
cautivos
Un nuevo ataque de
Quintín a Mariano Dupont: ya no se sabe si se trata de su novela Arno
Schmidt, del autor o qué. Quintín “pasa un rato” leyéndolo como si no
leyera, no sea que pueda perderse en la lectura. Disfruta de las primeras
páginas y luego comienza a amargarse. Hay que imaginarlo abandonando el libro
antes de que lo atrape y dando vueltas como turco en la neblina: ¿qué es lo que
me está pasando? El título de sus notas lo dice todo: “Intrascendencias”.
Quintín ya tenía esta
idea fija sobre Dupont y quiso reconocerla, la novela lo atrapa y ya deja de
leer. No dice qué es lo trascendente para él; aparentemente, las novelas que
tienen un “mensaje profundo” y que estarían fuera del mercado: “El desprecio de
Dupont a quienes desprecian el mercado es una tontería porque el mercado es
despreciable aunque eventualmente haga ricos o prestigiosos (el prestigio
también es una variable del mercado) a algunos cuya obra merece leerse. La
maniobra de Dupont suena a ponerse del lado de los ganadores para no quedar
como un mal perdedor.”
No hace mucho achacaba a
Dupont escribir para los amigos. Esto en un sinsentido en sí mismo. Se puede
escribir a una desconocida y hacer una gran obra, se puede escribirle a Dios y
decir sandeces. Quintín desconoce olímpicamente algo elemental: que nadie
escribe para los amigos (o los enemigos) cuando trabaja en los límites
del lenguaje, sino para un Lector hipotético.
A veces, como Beckett,
tarda años en conseguir un editor que abra un mercado hasta entonces
inexistente. Después, como señala el narrador de Arno Schmidt, Beckett
es Beckett, diga lo que diga. Quintín abandonó a las pocas páginas y no llegó a
ese pasaje. Parece que cree que la literatura es equivalente a un aviso o a una
nota periodística. Si un estilo logra constituir ese lugar hipotético que no es
de nadie, después –subrayo– surgen los amigos, los lectores, los enemigos que
pueden transformarse unos en otros. El gordo Lezama aparece en sueños y
recuerda que el mulo sigue su paso hacia el abismo. Pero Quintín siempre es
igual a sí mismo, una tautología viviente. Pero ahora resulta que Dupont
abandonó a los amigos para entregar su alma al mercado, que no es otra cosa que
un conjunto de informaciones sobre los precios y no está afuera: somos nosotros
mismos en tanto sujetos de oferta y demanda. Si Dupont hubiera publicado la
misma novela en una edición de autor o en una de las cuatrocientas editoriales
independientes, no habría habido tantos aspavientos.
Al hacerlo en un sello
internacional, escapó sin aviso de los controles de los mercados cautivos y sus
perros guardianes. Quintín, como tantos otros, es un idólatra del mercado, y al
mismo tiempo, un iconoclasta de sus espejismos. No me propongo defender la
novela o proponer mi lectura en este contexto, sino señalar algunos efectos de
neutralización preventiva sobre el fondo de las imposturas de la tribu
cultural.
Quintín se refiere al
mercado como se lo hacía en los setenta: era el lugar del Mal en vez de un
conjunto de informaciones. Esto no era tan grave como el Bien que se traían
tras su supresión: un campamento militar como es Cuba hoy. ¿No nació la
literatura moderna al mismo tiempo que el mercado que fue liberándose de las
amarras del feudalismo? En las sociedades sin mercado –Zimbawe, Corea del
Norte, Bielorrusia–, la literatura no existe y el precario mercado cubano está
vigilado por la Seguridad del Estado.
La Argentina es un
mercadito insignificante, necesita como el pan un mercado de capitales y salir
de la bomba de tiempo de los “precios justos”, pero esto es chino básico para
los que quedaron atrapados en los clichés marxos de los setenta. Para Quintín,
la trascendencia no es otra cosa que la ideología argentina –la Quinta– y sus
mercados cautivos: aquí sí la economía se encuentra con la literatura.
Los mercados cautivos no
sólo refieren a la burguesía prebendaria y parasitaria, cáncer argentino, sino
a los mercados cautivos ideológicos literarios que son su complemento fetiche.
No tienen la menor exigencia literaria, sólo piden que la obra se ajuste a su
bienpensante cautividad. Que sea una prebenda más entre un Estado mafioso y sus
intérpretes encubridores.
Si Dupont hubiera
querido entrar en la familia, ya lo habría hecho hace rato, escribiendo una
nota elogiosa sobre alguno de los escritores reverenciados. “Fogwill, la
irreverencia fundadora”, por ejemplo, este trabajo lo hubiera catapultado.
Dupont no era un advenedizo, ganó sin palanca el premio Emecé con su
novela Aún, y luego publicó en Santiago Arcos la novela Ruidos (que
primero rechazó Emecé) y el extenso poema –vía Ascasubi– Pampa Trunca,
además de otros libros de poemas en su sello artesanal Ediciones cada tanto.
Digamos que venía más que bien, pero a la Familia no le gustan ciertas bromas,
y mucho menos los “ruidos”. También escribió la serie de reescrituras de Figuras (que
nadie quiso publicar y terminó subiendo a un blog), inventando un género nuevo:
el diálogo con la filosofía a través de la parodia y la risa. Por último, tradujo y difundió autores
que son ilegibles para el minimiserabilismo reinante. No es una vedette
literaria sino un laburante: no miente cuando dice que es un obrero de la
sintaxis.
Quintín ni por un
momento imagina que Dupont, en vez de incorporarse a la Familia –que bien puede
ser representada por los enanos de Ruidos–, quiso hacer rancho
aparte donde mete presión la intemperie. No es tan difícil inferir que no desea lo
mismo que los estafadores de la masividad. Nada que ver con la metapolítica,
que esencializa a la literatura desde una supuesta política. Quintín no
advierte que el mejor modo de entrar en el mercado es pagarle un peaje a la
Familia, una corporación que, lejos de ser ajeno a él, lo sobredetermina a
través del complejo medios-universidad para convertirlo en cautivo. No hacerlo
es herejía.
Imagina un “Círculo
rojo”, parafraseando a la Reina Batata, sin tener en cuenta el peso de esas
palabras. Ve una conspiración simplemente porque hay libros que no reflejan esa
ideología (que no es sino idolatría). Esos libros lo intranquilizan. Dupont
sería uno de los conspiradores, hay otros sospechosos, ya es un mal perdedor
antes de entrar en combate, pero al revés de Simone Weil –otra que no midió el
peso de sus palabras al decir que “la justicia huye del campo de los
vencedores”–, se pasa al campo de los ganadores.
Mussolini y Hitler
fueron vencidos, ¿la justicia se refugiaría en ellos, según Weil y Quintín?
Hay que decir que en la
Argentina los perdedores son los ganadores para la perdición de todos.
Mussolini no ha sido vencido del todo, vive en las leyes sindicales y el
fascismo ha adoptado la lengua mongo de la izquierda progre y Hitler reaparece
mediante los naziislamitas que los diversos Gelman victimizan.
Las crisis argentinas se
deben a los perdedores, a los industriales parasitarios que no pueden competir
y que son financiados por las megadevaluaciones de un Estado mafioso que
expropia simultáneamente a los sectores productivos y a las mayorías
sustrayéndoles el salario mediante el impuesto de la inflación. No por eso
dejan de ser multimillonarios. Al contrario. Quiebran luego de enviar la mitad
de lo que reciben a cuentas del exterior, son licuados con la plata del laburante
que se levanta a las seis para trabajar y tiene además que escuchar que
Capitanich le diga que el ahorro promueve la avaricia –uno de los máximos
insultos que recibió el soberano–, mientras que los vanguardistas oficiales lo
llaman tendero y hasta facho.
Esto, por cierto, no
puede trasladarse a la literatura, pero en ella los ganadores, los que reciben
premios y prebendas, son precisamente los lameculos del Estado.
El ataque preventivo a
un libro es un hábito de la ideología argentina a través de sus comentaristas
mediáticos para los cuales pensar es ser hablados previamente por el
espectáculo: una inmensa residencia Arno-Averno experimental donde se intenta
dar a luz a un zombi definitivo. Sólo cuando Israel se defiende, Tartufo se
vuelve humanitario y firma manifiestos (como ayer las vedettes de Fidel
Castro); los demás tienen vía libre para asesinar poblaciones enteras.
Ahí está el trasfondo
del mercado cautivo de la ideología argentina –una Quinta custodiada por un
ejército de perros guardianes– donde nadie habla sino es formateado por el
Espectáculo de la metapolítica que sólo tolera enunciados sin riesgo, en
diferido y seguros. Por eso, luego de medio siglo, todavía algunos balbucean en
reconocer a Cuba como una dictadura y se emocionan con el chavismo.
La llanura de los
chistes está en la Quinta de Quintín, y ni bien llega, ya se instala en la
residencia Arno Schmidt. Dupont está en otra frontera, no fue uno de los
lameculos de los farsantes de este sistema que se presenta como antisistema.
Los escritores de la
Arno Schmidt son engranajes de la maquinaria literatura-espectáculo, reciben
todas las vivas y están insatisfechos: quieren más y más y más espectáculo,
tanto como lo que abdicaron del deseo. Erika es una aliada implícita en la
novela: cada vez que aparece hay un cambio climático. A Dupont no le doblaron
el brazo para imponerle una temperatura entrópica, qué se le va a hacer, no
todo bicho va a parar al asador del incesto colectivo. Como karateka, trata de
disuadir la llegada de Tokuro, y como budista, situarse como extranjero a lo
irreal mundano. No pertenece a la orden de las señoras comunistas –hombres y
mujeres–, que funcionan hace décadas como un sistema de delación en los medios,
esperando a un Castro más que a un Moisés o a un Godot.
Basta leer lo que
escribió sobre mí Alejandro Rubio para ver que este sistema que viene de los
ochenta sigue todavía aceitado: “Luis Thonis, un disidente radical de la
cultura de izquierda argentina”. ¿Y si esta cultura fuera fascista, como afirmó
prematuramente Pasolini de Fidel Castro? Los máximos impostores fueron dotados
de no sé qué superioridad moral, aunque nunca asumieron un solo acto o
enunciado como responsables. Disidente es un término que se aplica en las
dictaduras como Cuba, donde no hay derecha ni centro y la “izquierda” es una
nomenklatura criminal. Disidente radical: no se escuchan hablar.
Rubio la emprendió
conmigo preventivamente ni bien salió Milagro infame, novela que
pone en escena la guerra misma de los mundos, donde el nihilismo va ganando por
robo: no importa el libro, la crítica preventiva funciona como un alerta rojo
para denunciar al hereje. Rubio desde los noventa me sigue los pasos, tiene,
como dijo alguien, un “romance patológico conmigo”. Quiere la literatura
atestada de los zartistas de la cultura puñetera que describe el libro. Cuando
aparece un libro no esperado, comienza una campaña en contra, decía Flaubert.
Lo mismo pasa con la novela de Dupont: del mismo modo que se me atribuían las
ideas de un solo personaje y de un solo texto, algunos confunden la
“intrascendencia” –los estereotipos progres y vanguardistas– de algunos
personajes con el autor.
Quintín no se cansa de
anticiparse preventivamente a la lectura que pudieran hacer Fulano o Mengano. A
diferencia de Rubio conmigo, Quintín no odia a Dupont, tiene una relación de
odioenamoramiento y no deja de confesarlo. Alerta verde. Pero su ataque
preventivo es mala leche: el odio es más profundo que el amor, dijo Freud. No
es un estalinista radical como Rubio, ha quedado a medio camino de los traumas
argentinos; aturdido por los escribas de la masividad, se refugia en su quinta
y vive en el conjuro a la sombra de los neomatriarcados.
Dupont, como Rabelais
con los sabelotodos, se ríe de lo que no hay que reírse: he aquí lo que le
amarga el placer a Quintín. Su acto político es no hacer metapolítica, escribe
para no incluirse en ella.
Si a Quintín la novela
le resulta una calamidad, está en su derecho decirlo y punto. Pero ha quedado
atrapado en el laberinto de la novela y sus espejismos. Dupont exportó la
llanura de los chistes a una zona que podríamos llamar consistente y cuyo
símbolo es el témpano, con temperaturas que llegan a sesenta grados bajo cero y
que escarchan la misma lengua.
El pampero da besitos en
comparación con las guampas de un ventisquero. Aparentemente, ahí resulta más
difícil hablar estupideces cargadas de nacionalismo –¡Argentina, Argentina,
Argentina!– que al acumularse lentamente producen una catástrofe en la llanura:
a largo plazo, un plazo que suele acortarse súbitamente. Me refiero a La
causa justa de Osvaldo Lamborghini, el punto narrativo de la
inflexión: chistes que no son tales en términos freudianos porque no hay un
Tercero que los sancione. La llanura de los chistes no responde a un lugar
geográfico, éste es uno de sus espejismos, está aquí y ahora, en el mismo
discurso, el de la ideología argentina, que entre chistes que no son chistes,
cabalga hacia un imperativo de terror que la sobredetermina.
Dupont trabaja su
frontera y no veo que sus sarcasmos tengan que ver con el
infantilismo lúdico de Libertella, que en 2002 actualizó y adaptó a los que
escribían en Literal con pasamontañas de piqueteros en tiempos
de la megadevaluación de Duhalde que dejó como resto a los ladrones
santacruceños que la metapolítica presentó como ex combatientes.
La vanguardia, de tanto
aturdirse con Cage o Barinsky, no caza una: sin brazo militar queda reducida a
un jardín de infantes. Desesperada porque la letra y el lugar coincidan, no oye
ni ve nada. Ni ganadores ni perdedores: ahí se trata de salir de la repetición
compulsiva de la ideología argentina y el imperativo de terror que la sustenta.
Mientras la carne
argentina está fuera del freezer, del frigorífico ante la política suicida del
Estado que perdió millones de cabezas –pronto no habrá asado ni para escupir–,
las neuronas de Quintín, atornilladas a la llanura como los chajás a los
pajonales, se van congelando en el ártico para que la letra y el lugar
finalmente coincidan en un silencio soberano.
Quintín debe pensar que
la literatura se agota en la Familia y el “mercado” está fuera de ella. Supone,
negando las posiciones, las lecturas y las traducciones de Dupont, que éste
quiere entrar en ella, y más que un investigador como Sherlock
Holmes, se transforma en el mastín de los Baskerville.
La Familia está completa
aunque sean un montón de sujetos gagás que tratan a duras penas de levantar
fetiches oxidados. Piglia postulando a Guevara como “lector” es una confesión
indirecta de que esta cultura agoniza; tal es así que Piglia se emociona con el
chavismo y se convierte en un poeta cortesano que suspira por la Reina Batata.
No son ajenos al mercado sino gestores de un mercado cautivo que, a través de
las décadas, apunta a imbecilizar a los sujetos.
Lo contrario de lo que
hace Dupont, que gasta vena satírica contra los buzones y espejitos de colores.
Como los fetiches ya no fascinan y se venden cada vez menos porque se están
oxidando, la voz de Dupont se nota en demasía y puede ser deseada por nuevos
lectores y darle un golpe letal a los precios justos y cuidados de un
mercadito. No hay que condenar a Dupont por estar en él como tantos hijos de
vecino, hay que elogiarlo por su tentativa involuntaria de abrir uno nuevo,
ajeno a la servidumbre voluntaria.
Ahí está el motivo de
que algo amargo empañe las amables tertulias e Quintín. Los escritores para él
deben ser los que militan en los medios para el rebelócrata o el zartista
consumidor.
Su ideal literario son
las ex flacas masseristas reconvertidas en gordas cristinistas, pitonisas si
las hay de la servidumbre voluntaria. Otra vez: el antisistema que es el
sistema. La Gorda –muñeca inflable de la ideología argentina– y su
metapolítica, que actualiza sin elaborar temas de hace medio siglo.
Ni noticia de que algo
se escribió en la Argentina. No pasó por el Sueño
de la Razón de Murena y transforma a Savino en un gurú. ¿Qué hizo usted en
la guerra del lenguaje, Don Quintín, salvo aliarse a las neomatriarcas del
populismo?
Savino es uno de los
pocos que no se ha arrodillado ni orado –para citar a Joyce– en el templo de la
santísima simplicidad de la Santa Sordera. Uno de los pocos que pensó y
escribió algo: “El comunista le puso la grampa a Marina Tsvetáieva en el
sentido de Cézanne y después le puso el gancho en la pared para que se colgara.
El burgués ahora se hizo comunista, le pasa ayudas al poeta, subvenciones. Le
da una limosna en nombre de la poesía.”
Lo que Hugo Savino
escribió en Salto de Mata vale por todo lo que en su vida
dijeron los clowns posmodernos. No estamos hablando de la literatura como
placer –la literatura y un helado son lo mismo–, sino en torno a lo que se
enuncia en los límites del lenguaje. De la integridad de unos pocos sujetos en
un contexto donde nadie resiste el menor archivo, de algo que no tiene que ver
con la solemnidad ni con la trascendencia sino con una ética abrahámica de la
vida que no excluye el humor y se niega a entrar en una Familia de muertos
vivientes o participar del suicidio colectivo.
La irrupción de una voz
disuelve por un instante la corporación, muestra que en ella las diferencias
están digitadas y que, tras un conjuro preventivo, siempre vuelve a fusionarse
con fingida pasión. Todo lo que no es Familia colectiva, es decir, incesto,
para Quintín es mercancía, y a cada una su etiqueta. Un vaciamiento del sujeto,
del lenguaje, de la historia y la política. Alienado a la metapolítica: la
búsqueda de la trascendencia va de la mano de la esencialización.
Se nota en el déficit de
su humor: comparar a Dupont con Sábato no llega a ser una injuria ni un chiste.
Es un mal chiste del que no se ríe nadie, ni en la Antártida ni en Santos
Lugares. Ni sabe de lo que se trata, patalea para no enterarse.
“Rettung der
Vergangenheit” es la expresión que utiliza Walter Benjamin para
hablar de la salvación del pasado, de sus usos, de la redención por el
recuerdo. Esta tempestad que sopla desde el paraíso, este futuro que irrumpe
desde el pasado, no trae necesariamente la promesa de un futuro feliz como
creen algunos que se empeñan en ignorar que el estalinismo no está en el
pasado, sino en el presente y amenazante en el futuro. Lo mismo sucede con el
montaje para una segunda Shoá por el que trabajan laboriosamente las
universidades y gran parte de los escritores de los que Dupont no cesa de
burlarse.
Quintín necesita un
tratamiento acelerado, urgentes lecturas de Meschonnic, de Simon Leys, de
Jean-Claude Milner, los tres tomos de Nadezhda Mandelstam,
para no volverse Romain Rolland… No, me parece que ya es demasiado tarde: una
inmensa serpiente blanca vino desde la Antártida, irrumpió sin permiso en la
Quinta, y por lo que se lee, congeló las pocas neuronas que quedaban.
Para leer Arno
Schmidt hay que perderse en su encanto narrativo: no hay detalle que el
narrador no capte en un contexto separado de lo cotidiano donde prevalecen la
literatura y el arte sobre el fondo de una naturaleza loca. Su mejor metáfora
no es la rata en el laberinto en que ya algunos se han extraviado, sino el
lápiz quebrado en un vaso de agua que hace al montaje de las voces en un
contexto donde ya todo está escrito para los becados para escribir. La actitud
del narrador no es precisamente la de un creyente. Entra en conflicto con los
cultos de los escritores que concurren a la residencia experimental: “¿John
Cage? Tengo que decirlo, nunca me tragué su falsa sabiduría, su cerebralismo,
sus ‘provocaciones’ vanguardistas. Y su música aleatoria es inescuchable,
dejémonos de joder.”
Así ocurre con otros bluff de culto. El narrador es una voz
solitaria: el antifetichismo es su política y su arma el oído. Que el personaje
se llame como el autor es otro cazabobos: podría llamarse Juan Pérez. Hay que
olvidarse de Dupont-Dupont y entregarle los oídos a esa voz que se resiste a hablar
la lengua de los clichés y los guiños de culto legitimados, a los que se
sustrae con un humor sutil. La novela te lleva de la mano con una abundante
paleta de recursos y prodigalidad verbal. Hay escenas desopilantes, como el
discurso del director Picot a propósito de la muerte de Cy Adams y otras tantas
revelaciones. Hay que olvidar todo lo que previamente se dijo del autor y de la
novela y entregarse a la lectura en un mundo de ilusiones y espejismos para
captar la longitud de onda. El estilo es la luz que atraviesa las distintas
capas de temperatura y se refracta sobre la más cruda realidad, de la cual
cultores y estetas no quieren saber nada.