Se levantó de la cama fastidiado de la vida
de hotel, había llegado a ese colmenar casi una semana atrás, quedaba sobre la
calle Sarmiento, y veía a los escasos transeúntes, desde el antiguo balcón. El
sol caía a pique y todo era pegajoso y tórrido en ese verano de Buenos Aires. Con
ademanes de aristócrata raído se inclinó y tomó por el asa la taza de té que
guardaba en la mesita de luz, mirándola fijamente, después, todavía mareado,
traspuso el pasillo, llegando hasta la cocina e hirvió con la pavita el agua;
con el recipiente en la mano volvió a la pieza y se hizo la infusión.
Esa ceremonia la cumplía con su hermano desde niño y
siempre le parecía algo trascendental. Comenzó a percibir un cuerpo que se le
acercaba, envuelto en una niebla, no simulaba ser ningún muchachito, acusándolo
mientras le recuerda sus pecados.
Le hablaba de una palangana, que semeja un
urinal, se posaba debajo del camastro, y que sus padres recogían cautelosamente
cada mañana.
El sueño no le concedía ninguna salida, su
risa torpe invadía toda la habitación, Osvaldo tuvo ganas de llorar, bajó a los
tumbos, como un borracho, la escalera de mármol, y una vez en la calle el
golpe del sol le dio en la nuca, a punto de caerse, se sintió aliviado.