23.12.13

Pasternak – Tsvietáieva – Rilke, por Selma Ancira





Selma Ancira tradujo por primera vez las Cartas del verano de 1926 hace ya más de treinta años. En sus propias  palabras, lo hizo “bajo el hechizo de la escritora y escritura que acababa de descubrir”. La grandeza y la fuerza de Marina Tsvietáieva la llevó a “dar voz en español a los tres poetas que protagonizaron el verano de 1926”. Así lo expresa Ancira  en una nota a la nueva edición de las Cartas, bajo el sello español Minúscula. 
Las cartas en alemán de Rilke y de Tsvietáieva fueron traducidas por Adan Kovacsics y, acompañada por Francisco Segovia, Selma Ancira tradujo a cuatro manos parte de la obra lírica de Marina.
Esta conferencia que Palabras Amarillas publica hoy, fue leída por la gran traductora mexicana en el marco de la Semana Tsvietáieva, que organicé en la Biblioteca Nacional. Fue en noviembre del 2011. A setenta años del suicidio de Marina en aquel lejano y recóndito Elabuga, el pueblo tártaro adonde fue a parar, como un objeto inservible, que no importaba a nadie, confinada por el régimen. Nadie hubiese pensado que una mujer con la fuerza de Tsvietáieva pudiera darse por vencida. Sin embargo, la época que le tocó vivir acabó con ella. Un tirano despiadado como Stalin y una sociedad desquiciada por el terror  la llevaron  a la desesperación y a la muerte.
Por suerte, Tsvietáieva  existe en su escritura.
Podemos aplicar a Marina las palabras de Nabokov a propósito de Pushkin: “… aquellos de nosotros que lo conocen verdaderamente, le tributan un culto de un fervor y una pureza excepcionales, y se experimenta una sensación radiante cuando el exceso de su vida viene hoy día a inundarnos el alma”.

Sofía González Bonorio

Noviembre, 2013.



Cartas del verano de 1926. Pasternak – Tsvietáieva – Rilke, por Selma Ancira

Es un placer y un honor para mí estar aquí, en Buenas Aires, y hablarles de una de las correspondencias más extraordinarias y hermosas que ha dado la literatura universal.

Se trata de un epistolario muy especial, en el que son tres los protagonistas. Tres poetas que parecen compartir un mismo secreto. Son conjurados, cómplices… Cada uno de los interlocutores ve en el otro a un poeta muy próximo a él en espíritu, e igual en fuerza. Se intercambian cartas escritas en una bella prosa lírica. Es un epistolario en el que se establece un diálogo entre iguales, y en el que los poetas se comunican no sólo a través de sus cartas, sino también por medio de sus versos. En esta correspondencia presenciamos algo así como un milagro: el de la sintonía espiritual entre tres almas que nacieron poetas.

Descubrir estas cartas fue para mí todo un acontecimiento. Ellas me desvelaron un mundo prodigioso, un universo de belleza y poesía después del cual ya no volví a ser la misma. Estas cartas que hoy quiero compartir con ustedes fueron, en pocas palabras, las que decidieron mi destino.

Pero antes de entrar en materia me gustaría presentarles brevemente a los tres protagonistas en el momento en que comienzan a cruzarse las primeras cartas.

Rainer Maria Rilke, en 1926, es ya un poeta reconocido a nivel mundial. Y no sólo reconocido. Admirado. Casi me atrevería a decir venerado. Vive en Val-Mont, Suiza, en el castillo de Muzot, alejado del ruido y del ajetreo del mundo. Está enfermo. Le quedan pocos meses de vida.

Borís Pasternak es un joven poeta ruso. Aún no es el célebre autor de El doctor Zhivago, pero ya ha publicado su poesía en Rusia y también, aunque no demasiada, en el extranjero. A diferencia de su familia, que optó por emigrar a Berlín, Pasternak radica en Moscú.

Marina Tsvietáieva, en el momento en que se inicia la correspondencia, se encuentra en Francia. En 1922, tras unos años terribles en la Unión Soviética, emigra, más por cuestiones personales que políticas. Pasa primero once semanas en Berlín, y luego se instala en Bohemia: al principio en Praga y después en Mókropsy y Vsénory, a una hora más o menos de la capital. El verano de 1926 transcurre para ella en la Vandée, en un pueblecito llamado St. Gilles sur Vie, donde ha decidido pasar el estío con sus dos hijos, Ariadna que entonces tiene doce años y Gueorgui – año y medio.

A Tsvietáieva le gustaba decir que todo recuerdo tiene un ante-recuerdo y toda historia su pre-historia, y la pre-historia de este epistolario la podemos situar muy lejos en el tiempo. Sus raíces datan de los últimos años del siglo XIX, cuando Rilke, un joven que apenas se iniciaba en el camino del arte, se sintió irremediablemente atraído por Rusia y la cultura rusa. Rilke veía en Rusia un país especial, en los rusos a un pueblo “elegido de Dios”, lleno de espiritualidad y autenticidad, que aún no había tenido tiempo de ser corrompido por el racionalismo, como ya le había ocurrido a Occidente.

Lleno de expectativas, emprendió su primer viaje a ese país con el que tanto había soñado, en abril de 1899. Lo acompañaban sus amigos alemanes: la escritora Lou Andreas Salomé y su esposo Karl Salomé.

Lo primero que hizo al llegar a Moscú fue ir a visitar al pintor Leonid Pasternak, padre del poeta. Llevaba con él algunas cartas de amigos alemanes que pedían a Pasternak ayudara al joven poeta alemán para que pudiera aprovechar mejor su estancia en Rusia y, de ser posible, lo pusiera en contacto con Tolstói, ya en ese momento convertido en el profeta de Yásnaia Poliana.

Ese viaje resultó tan enriquecedor y tan estimulante, que de vuelta en Alemania Rilke se mete de cabeza en el aprendizaje de la lengua y la cultura rusas. Y lo hace con tanto ahínco que al cabo de poco tiempo ya es capaz de leer en el original a los clásicos. Pero no sólo lee, también traduce. Traslada “La gaviota” de Chéjov a su lengua y prueba la métrica alemana con algunos versos de sus contemporáneos rusos.

“…Quisiera comunicarle – escribe Rilke a Leonid Pasternak el 5 de febrero de 1900 -, que Rusia, como se lo había yo augurado, resultó ser para mí algo más importante que un casual acontecimiento. Desde agosto del año pasado estoy dedicado casi exclusivamente, al estudio del arte ruso, de la historia y la cultura rusas y – temo omitirlo – de su maravilloso e incomparable idioma; y aunque aún no me es posible hablarlo, ya puedo, sin demasiado esfuerzo, leer a sus grandes (¡y cuán grandes!) poetas. También entiendo la mayor parte de lo que se habla. ¡Y qué placer leer en el original las poesías de Lérmontov o la prosa de Tolstói!”

Tanto era el entusiasmo de Rilke por aquel país que al cabo de un año emprende un nuevo viaje, en esta ocasión acompañado únicamente de Lou Andreas Salomé. Viajaron a lo largo de más de diez semanas. Trabaron nuevas relaciones, visitaron museos, galerías, monasterios y, además, pudieron navegar durante algunos días por el Volga. “Es lo contrario del pintoresco Rhin –escribe Lou-. En estas orillas es imposible imaginarse un castillo; lo natural son sus cabañas y sus iglesias, que enamoran a quien las contempla.”

En ese segundo viaje, un día, por azar (¡con lo grande que es Rusia!), en una estación de trenes Rilke se encuentra con Leonid Pasternak. Lou y Rilke iban a visitar a Tolstói a su hacienda de Yásnaia Poliana y Pasternak se dirigía a Odesa con su familia. Esa fue la única ocasión en la que Borís Pasternak y Rainer Maria Rilke se encontraron personalmente.

De regreso en Alemania y desbordante de entusiasmo, Rilke decide consagrar su vida al estudio de Rusia y su cultura. Y lo hace. Hay un momento, incluso, en el que se propone trasladarse a vivir allá pero, desgraciada o quizás afortunadamente, sus intentos no prosperaron. Sin embargo, jamás perdió el lazo espiritual que lo unía con ese país “de cuento”, por definirlo con sus palabras.

Marina Tsvietáieva y Borís Pasternak eran moscovitas. Ambos tenían la misma edad, ambos eran hijos de padres académicos y de madres pianistas. De muy jóvenes ambos habían vivido durante una temporada en Alemania. Los dos amaban la cultura alemana y manejaban la lengua de Goethe con perfecta soltura.
Pasternak había leído varios de los libros de Rilke que éste había enviado a su padre dedicados. En sus cuadernos de universitario, en medio de los apuntes tomados durante las conferencias, se encuentran sus primeros intentos de traducir la poesía de Rilke. Pasternak siempre dijo que las bases de su formación espiritual se las debía – a Rilke.

Para Tsvietáieva, Rilke era un contrapeso a la falta de espiritualidad de su tiempo. Cito:

“Rilke no es ni encargo ni demostración de nuestro tiempo – es su contrapeso.
La guerra, las matanzas, la desgarrada carne del desacuerdo – y Rilke.
Por Rilke nuestro tiempo le será perdonado – al mundo”.

Para cuando se inicia esta correspondencia, Tsvietáieva y Pasternak se conocían sólo de vista. En Rusia, no hubo entre ellos más que “tres o cuatro encuentros fugaces”. Pero se admiraban. La primera vez que Pasternak la leyó: “mi boca lanzó un grito maravillado ante el abismo de pureza y fuerza que se abría frente a mí”. Y Tsvietáieva, por su parte, exclamaba: “Usted es el único de quien puedo llamarme contemporánea y – ¡feliz! – ¡en voz muy alta! – lo hago.”

Hasta aquí la pre-historia. Ahora la historia.

En diciembre de 1925 se celebraba en Europa el quincuagésimo aniversario de Rilke. Entre las múltiples felicitaciones que le llegaron al poeta, había una carta muy conmovedora de Leonid Pasternak, padre de Borís, enviada desde Berlín. Empezaba así:

“Venerado y querido señor Rainer Maria Rilke:
¿Acaso no sea un sueño y yo (Leonid Pasternak, de Moscú, espero aún recuerde mi nombre) pueda tener la alegría de felicitar por su quincuagésimo aniversario a mi antiguo y querido corresponsal, ahora celebridad europea, abrazarlo y desearle de todo corazón felicidad?” […]

Rilke responde a este saludo de su viejo amigo con una larga y sustanciosa carta llena de nostalgia por Rusia, en la que le comenta, además, que ha leído algunos poemas de Borís Pasternak. “El año pasado en París encontré a mis viejos amigos rusos, trabé nuevas relaciones y, por diferentes lados, me enteré de la fama precoz de su hijo Borís. Lo último que intenté leer encontrándome en París, fueron precisamente sus excelentes poesías (en una antología pequeña, editada por Ilyá Ehrenburg, que desgraciadamente después regalé a la bailarina rusa Mila Sirul, y digo desgraciadamente porque en repetidas ocasiones he sentido el deseo de releerlas).”

Apenas recibe la respuesta de Rilke, Leonid Pasternak escribe a su hijo comentándole que el poeta alemán lo conoce, que ha leído los poemas que se publicaron en París y le promete que copiarán en casa los fragmentos de la carta relacionados con él, y se los harán llegar. “Temo enviar el original -escribe Leonid Pasternak-, no sea que se extravíe”. Esa era, sin duda, una de las razones, pero la otra, la que no se menciona en la carta, era que había que excluir algunas reflexiones de Rilke, que resultaban peligrosas según los criterios de la censura policial. (Rilke tocaba en su carta el tema del difícil destino de los exiliados.)

A Borís Pasternak la noticia lo sacudió. Estaba atravesando por un periodo de honda insatisfacción artística y el hecho de enterarse de que Rilke lo conocía y lo había leído fue, para él, como haber escuchado la voz misma del destino diciéndole que, pese a todo, al mundo dividido, a la cotidianidad devastada, la vida espiritual seguía existiendo y la cultura europea aún era capaz de la poesía.

Y, además, la noticia le llegó justamente el día que había leído una copia del manuscrito de El poema del fin, una de las obras más deslumbrantes de Tsvietáieva.

“¡Cómo me acuerdo de ese día! Mi mujer no estaba en casa. En la habitación de la entrada, la mesa se había quedado sin recoger desde la mañana, y ahí estaba yo, pensativo, hurgando en las patatas fritas de la sartén, mientras más allá de la ventana, reteniendo la caída y como dudando de alguna cosa, planeaban ralos y contados copos de nieve.

En ese momento llamaron a la puerta, abrí, me entregaron una carta que venía del extranjero. Era de mi padre, me sumergí en su lectura.

La mañana de ese día había leído por primera vez El poema del fin. Me llegó casualmente en una de esas copias manuscritas que circulaban entonces por Moscú, sin sospechar cuánto significaba para mí su autor y cuántas noticias habían ido y venido entre nosotros y cuántas se encontraban aún en camino. Yo no conocía ese poema […]. Así, después de haberlo leído por la mañana, estaba aún como obnubilado a causa de su estremecedora fuerza dramática. Al leer, emocionado, la noticia que me daba mi padre […] me retiré bruscamente de la mesa y me levanté. Fue el segundo sacudimiento del día. Me acerqué a la ventana y lloré.

No me hubiese sorprendido más si me hubieran dicho que alguien leía mis versos en el cielo. […]”

Mientras espera los prometidos fragmentos de la carta de Rilke, Pasternak vuelca en Tsvietáieva un torrente de cartas desbordantes de entusiasmo. Su estado anímico había cambiado. Escribe: “Ahora estoy como un chiflado, alrededor todo son astillas, pero en el mundo hay una cosa que me es querida y afín, ¡y qué cosa!”

Pero la ansiada carta se hace esperar. Antes de ser enviada a Rusia recorre distintas ciudades alemanas, para que todos los miembros de la familia Pasternak pudieran tener la oportunidad de participar de la buena nueva.

“Pero, ¿dónde está el Rilke que me habéis prometido? ¿Os parece bien?” escribe un Borís Pasternak desesperado a su padre el 29 de marzo.

Por fin, el 3 de abril llega el tan esperado sobre y Pasternak escribe a Rilke su primera carta, larga, arrebatada y llena de inspiración, que empieza así:

“Grandioso y adorado poeta:

No sé dónde terminaría esta carta, ni de qué modo se diferenciaría de la vida, si liberase yo todos los sentimientos de amor, admiración y agradecimiento que siento por usted desde hace ya dos décadas.

A usted debo los rasgos fundamentales de mi carácter, toda la estructura de mi existencia espiritual. Todo es creación suya. Me dirijo a usted con las palabras que suelen utilizarse para hablar de lo ocurrido en ese pasado lejano que en el futuro se considera el manantial del presente, como si brotara de ahí. Estoy loco de felicidad de saber que usted me conoce como poeta, me resulta tan increíble como si se tratara de Pushkin o de Esquilo.

La noticia ha causado en mi alma un efecto similar al de un cortocircuito. […]”

En esa misma carta Pasternak le habla a Rilke de Marina Tsvietáieva, “una poeta nata”, alguien que escribe como ya ningún poeta soviético es capaz de escribir. Y, tras disculparse varias veces por el atrevimiento, le dice: “Yo quisiera, me atrevería a desear que ella pueda vivir algo semejante a la alegría que, gracias a usted, ahora se ha volcado en mí. Me imagino lo que significaría para ella un libro dedicado por usted, quizá las Elegías de Duino […]” y le pide que se lo envíe a ella, a Francia, junto con la respuesta a su carta. En ese momento las relaciones postales entre Rusia y Suiza eran inexistentes, pero entre Francia y Rusia el correo funcionaba con normalidad, de manera que Tsvietáieva podría sin mayor dificultad, hacerle llegar la carta de Rilke.

“Permítame considerar como su respuesta a mi carta el cumplimiento de mi petición respecto a Tsvietáieva. Esto será para mí la señal de que puedo escribir a usted en el futuro. […] Si quisiera honrarme con algunas líneas de su puño y letra, le rogaría que hiciese uso de la dirección de Tsvietáieva: no hay ninguna seguridad de que una carta enviada desde Suiza llegue hasta nosotros.”

Ese mismo día Pasternak, desbordando entusiasmo, le escribe a Tsvietáieva anunciándole su intención de viajar a Francia para encontrarse con ella e ir juntos a visitar a Rilke.

“¿Qué haríamos tú y yo juntos en la vida? –le pregunta-. Iríamos a ver a Rilke.”

El tema del encuentro es uno de los más bellos leitmotives de esta correspondencia.

El encuentro de los dos poetas jóvenes con Rilke, el encuentro de Pasternak con Tsvietáieva, de Tsvietáieva con Rilke, de Rilke con Pasternak… Un leitmotive de una belleza trágica, el encuentro jamás llega a producirse. O si se produce, como en el caso tardío de Pasternak con Tsvietáieva, más que un encuentro lo que se da es un desencuentro. Porque el encuentro entre ellos no pertenece al orden de lo terrestre, se sitúa más en los dominios del alma.

Tsvietáieva reaccionó con frialdad al inesperado arrebato de Pasternak. Estaba por irse con sus hijos a pasar el verano a St. Gilles sur Vie, una aldea de pescadores a la orilla del mar, y la llegada de Pasternak no entraba en sus planes. El encuentro físico, pues, se pospone un año. Pero las cartas, el encuentro espiritual, vive su apogeo. Cartas que apenas rozan la cotidianidad. En ellas hay sueños, presentimientos, declaraciones de amor suscitadas por el don poético del otro, envíos de poemas, comentarios a los versos y – creación, creación literaria, lírica epistolar… Cartas intensas, de ritmo vertiginoso… “Esos fragmentos de tus poesías que vienen en tus cartas los utilizo como modelo de fuerza y alteza lírica. ¡Qué hermoso es que cantemos esta mutua loa no como solistas, sino a tantas y tantas voces!” – escribe Pasternak a Tsvietáieva en un momento de arrebato.

A principios de mayo Rilke recibe, finalmente, la carta de Borís Pasternak. Ésta había recorrido un largo camino: de Moscú a Berlín, de ahí a Munich, de nuevo a Berlín y de ahí, por fin, a Suiza. Rilke cumple con una rapidez sorprendente la petición de Pasternak y escribe a Tsvietáieva una amable carta cuyas últimas palabras son:

“Pero ¿por qué? – me pregunto -, ¿por qué no tuve durante mi  estancia en París la oportunidad de encontrarla, Marina Ivánovna Tsvietáieva? Ahora, después de la carta de Borís Pasternak, creo que este encuentro nos habría podido brindar, a ambos, una felicidad profunda y secreta. ¿Podremos remediarlo algún día?”

La intensidad de la escritura alcanza rápidamente verdaderas cimas. Cada carta podría leerse como un poema. La prosa se codea con el verso.

“En el cantón de Vaud, en Lausana – le cuenta Tsvietáieva a Rilke en su primera carta –, yo era una niña de diez años y recuerdo muy bien lo sucedido en aquel tiempo. Recuerdo a una negra adulta, en el colegio, debía estudiar francés. No estudiaba nada, comía violetas. Es – el recuerdo más vivo. Labios azules – los negros no los tienen rojos – y violetas azules. El lago azul de Ginebra – viene después.”

Más adelante: “Leí tu carta a la orilla del océano, el océano la leyó conmigo, la leímos juntos. ¿No te importa que él también la haya leído? No habrá más lectores, soy demasiado celosa (celosa contigo).”

Y entretejiendo las distintas imágenes, siempre, el leitmotive:

“Rainer Maria, nada se ha perdido: el año próximo (1927) vendrá Borís e iremos a visitarlo, no importa dónde se encuentre. A Borís lo conozco muy poco, pero lo amo como se ama únicamente a los nunca vistos (a aquellos que hace mucho tiempo partieron o a aquellos que aún están por venir, que vendrán después de nosotros), a los nunca vistos y nunca existidos.”

“Suiza no deja entrar a los rusos. Pero las montañas habrán de desgajarse para que Borís y yo podamos llegar a ti”.

Por las estampillas sabemos que esta carta fue enviada el 8 de mayo. Sin embargo, Marina, decidida a vencer el tiempo y el espacio que la separaba de Rilke, le pone fecha 10 de mayo. Las primeras líneas de la carta de respuesta de Rilke comprueban que esta idea fue comprendida al vuelo.

“Marina Tsvietáieva:

¿Acaso no hace apenas un segundo que usted estuvo aquí? O: ¿dónde estaba yo? Porque aún es diez de mayo y es curioso, Marina, Марина, que en las últimas líneas de su carta (desprendiéndose del tiempo e irrumpiendo en el instante, fuera del tiempo, en el que yo leí sus letras) pusiese usted precisamente esa fecha. Usted considera haber recibido mis libros el 10 (abriendo la puerta, como pasando la página)... pero este mismo día, el día diez, hoy, el eterno Hoy del espíritu, te he acogido, Marina, con toda el alma, con toda mi conciencia conmovida por ti, por tu aparición, como si el océano, que leía al lado tuyo, se hubiese volcado sobre mí con el diluvio de tu corazón.  […]

Abrí el atlas (para mí la geografía no es una ciencia, son relaciones que me apresuro a aprovechar), y he aquí, Marina, que ya te tengo señalada en mi mapa interior: en algún lugar entre Toledo y Moscú he creado un espacio para el embate de tu océano. […] En 1903, cuando yo frecuentaba a Rodin, tú eras todavía una niña pequeñita a la que pronto iré a buscar a Lausana. (Ah, será más fácil el encuentro con la negra, a la que se puede seducir con violetas: la vi, Marina, como si la hubiese esbozado René Auberjonois... ¿Cómo hacer para ver­te a ti?)

¿Sientes, poetisa, cómo me has conquistado, tú y tu océano, que leía de manera tan hermosa junto a ti? […]”

Las cartas entre Rilke y Tsvietáieva no cesan. Tsvietáieva le escribe en alemán y no en francés, idioma que conoce mejor, porque: “En francés escribo con soltura, por eso no quiero escribirte en francés. Nada debe fluir de mí hacia ti. Volar - ¡sí! Pero como eso no es posible, mejor tropezar y trastabillar.” Pero aun así entre tropiezos y trastabilleos, no deja de crear frases e imágenes que cautivan el oído – y el alma - del poeta alemán.

“De tu alemán – le dice Rilke –. No, no “tropiezas”, pero a veces se percibe en él cierta dificultad, como si alguien, al bajar corriendo por una escalera de piedra cuyos peldaños no tuviesen una altura uniforme, no pudiera calcular cuándo llegará al escalón: ahora o después, o, quizá, unos peldaños más allá de los que había calculado. ¡Tu fuerza es tal, poetisa, que aun en este idioma eres capaz de conseguir tu objetivo, ser precisa y mantener tu individualidad! Tu paso, que evoca una carrera escalera abajo, tu voz, Tú.

A Pasternak, entretanto, el hecho de haber aplazado el encuentro con Tsvietáieva, lo ha sumido en un estado de ánimo que linda con la depresión. Además, el correo con Rusia no es fluido, de modo que mientras entre Rilke y Tsvietáieva el intercambio de cartas es copioso, Pasternak no sabe siquiera cuál fue la reacción de Rilke a su carta, si cumplió su petición, nada. Finalmente, el 18 de mayo, llega la carta de Tsvietáieva. Dentro del sobre venía además una hojita en la que ella había copiado las palabras de Rilke que tenían que ver con él. Años después, el ya entonces autor de El doctor Zhivago, rememora: “Recibir esa nota fue una de las pocas conmociones de mi vida, no podía soñar con nada parecido”.

Como un dato curioso del carácter del poeta, me gustaría señalar que Pasternak jamás se separó de esas dos hojitas azules. Las llevó siempre en su billetera dentro de un sobre en el que estaba escrito: “Lo más querido”. Ahí las encontró su hijo el 30 de mayo de 1960.

A partir de ese 18 de mayo, Pasternak y Tsvietáieva retoman con ímpetu su correspondencia. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre entre Rilke y Tsvietáieva, donde los intervalos entre la fecha de envío y la de entrega no son mayores de dos días (de modo que los corresponsales tienen tiempo de leer las cartas y entablar un diálogo), la correspondencia entre Tsvietáieva y Pasternak está regida por reglas totalmente distintas. Las cartas tardan cinco o seis días en llegar de Francia a Moscú y viceversa, y ninguno de los dos poetas espera a tener respuesta: se escriben continuando y desarrollando los temas que han tocado en sus cartas anteriores. Y así, por momentos, tenemos la impresión de que aquello no es un diálogo, sino dos monólogos. El de Pasternak, sobre el arte y sus derroteros; la soledad del artista, la condena del hombre que se expresa mediante el arte, y Rilke, siempre Rilke… El de Tsvietáieva, sobre todo en torno al océano, que no ha logrado conquistar su amor, a su no-amor por el mar y sus deseos de descubrir el mar de él, de Pasternak, el mar de sus poemas, el primer mar de la literatura rusa (es decir, el de Pushkin), y Rilke, siempre Rilke…

He elegido, para darles una idea de lo que pueden llegar a ser estos hermosos “monólogos”, la carta que Tsvietáieva escribe a Pasternak el 23 de mayo.

“St. Gilles, 23 de mayo de 1926, domingo 

Alia se fue a la feria, Mursik duerme; quien no duerme – está en la feria, quien no está en la feria – duerme. Únicamente yo no estoy en la feria y no duermo. (La soledad, agudizada por el individualismo. Para sentirme no durmiente, es necesario que todos duerman.)

Borís, no te escribo las cartas que quisiera. Las verdaderas no rozan siquiera el papel. Hoy, por ejemplo, empujando durante dos horas el cochecito de Mursik por un desconocido camino – caminos –, dando vuelta al azar, reconociéndolo todo, deleitándome de estar por fin en tierra firme (la arena es – mar), acariciando – de paso – unos florecientes arbustos espinosos – como acaricias un perro ajeno, sin llegar a detenerte – hoy, Borís, hablé contigo ininterrumpidamente, en ti hablaba – me regocijaba – respiraba. Por momentos, cuando te quedabas demasiado pensativo, tomaba entre mis dos manos tu cabeza y la volvía: ¡mira! No creas – que era bello: la Vendée era pobre, estaba exenta de toda héroïque exterior: arbustos, arenas, cruces. Tartanas llevadas por borricos. Viñedos marchitos. Y el día era gris (coloración del sueño), no había viento. Pero – había una sensación de Pentecostés ajeno, ternura por los niños en las tartanas borriqueñas: las niñas con sus vestidos largos, serias, con sombreros (precisamente ¡os!) anticuados, como en los tiempos – absurdos – de mi infancia: fondo cuadrado y lazos laterales, – las niñas tan parecidas a las abuelas y las abuelas a las niñas... Pero no quiero hablar de eso – de otra cosa – y también de eso – y de todo – de nosotros hoy, desde Moscú o desde St. Gilles – no sé, mirando la miserable Vendée festiva. (Como en la niñez: juntando las cabezas, sien contra sien, bajo la lluvia – a los paseantes.)

Borís, no vivo hacia el pasado y a nadie le impongo ni mis seis ni mis dieciséis años – ¿por qué entonces me siento tan atraída por tu infancia, por qué me atrae – atraerte a la mía? (La infancia: el lugar donde todo se quedó así y ahí). Estoy contigo ahora, en la Vendée, en mayo de 1926, juego continuamente un juego, qué digo un juego – ¡unos, juegos! – recojo conchitas contigo, hago crujir los frutos de un grosellero verde (como mis ojos, la comparación no es mía), salgo corriendo para ver (¡porque cuando Alia corre – soy yo quien corre!) si Vie ha bajado o subido (pleamar o bajamar).

Borís, pero hay algo: YO NO AMO EL MAR. No puedo. Tanto espacio, y no se puede caminar. Eso por un lado. Él se mueve y yo lo contemplo. Eso por otro. Borís, esto viene a ser la misma escena, es decir, mi obligada y evidente inmovilidad. Mi inercia. Mi – lo quiera yo o no lo quiera – tolerancia. ¡Y por la noche! Es frío, golpea con violencia, no se deja ver, es hostil, está lleno de sí – ¡como Rilke! (De sí o de la divinidad – es igual). A la tierra – la compadezco: tiene frío. El mar no tiene frío, él es – el frío, todo lo que hay en él de terrible es – eso. Su esencia. Un enorme refrigerador (Noche). O un inmenso perol (Día). Y perfectamente redondo. Un plato monstruoso. Plano, Borís. Una enorme cuna de fondo plano que vomita a cada instante una criatura (los barcos). No se le puede acariciar (es húmedo). No se le puede rezar (es cruel). El mar es – dictadura, Borís. La montaña – divinidad. […] La montaña crece hasta la frente de Goethe, y para no molestarlo, la excede. La montaña con sus riachuelos, sus madrigueras, sus juegos. La montaña  es – ante todo mis piernas, Borís. Mi valor exacto. La montaña es – y aquí hay un gran guión, Borís, complétalo tú con un profundo suspiro.

Y de todos modos – no me arrepiento. “Todo acaba por cansarnos – sólo tú no lo consigues.”[1] Con estos versos tuyos, en busca de estos versos tuyos he venido aquí. ¿Y qué? Aquello con lo que vine y por lo que vine es: TU POESÍA, es decir, la transfiguración del objeto. Fui una necia al pensar que con mis ojos podía ver tu mar, que no está a la vista, que está más allá de la vista, al margen de la vista. “Adiós, libre elemento”[2] (mis 10 años) y “Todo acaba por cansarnos” (mis 30) – ése es mi mar.

Borís, no estoy ciega: veo, escucho, siento, inspiro todo lo que hay que inspirar, pero – para mí no es suficiente. No te he dicho lo más importante: al mar sólo se atreven a amarlo el pescador o el marinero. Sólo el marinero y el pescador saben qué es. Mi amor sería abusar de mis derechos […].

Mi orgullo está ofendido, Borís. En la montaña no soy peor que el montañés; en el mar – no soy ni siquiera un pasajero. Soy un VERANEANTE. Un veraneante enamorado del mar... ¡Qué canallada!

A Rilke no le escribo. Es un martirio demasiado grande. Estéril. Me hace perder el hilo – me distrae de la poesía. […] Él – no me necesita. A mí – me hace daño. No soy menos grande que él (en el futuro), pero – soy más joven. Muchas vidas más joven. La profundidad de la inclinación – es la medida de la altura. Él se inclinó profundamente hacia mí – quizá más profundamente que... (¡no importa!) – ¿qué sentí? SU ESTATURA. Antes la conocía, ahora la conozco en mi propia piel. Le escribí: no me haré más pequeña, eso no lo haría a usted más alto (¡ni a mi más baja!), únicamente lo haría más solitario ya que en la isla donde hemos nacido TODOS SON – COMO NOSOTROS.

Para mi Alemania fue necesario todo Rilke. Como de costumbre, comienzo por la renuncia.
Oh, Borís, Borís, cura, lame la herida. Dime por qué. Demuéstrame que todo está bien. No, no la lamas, – ¡q u e m a  la herida! […]

Te amo. La feria, las tartanas con los borricos, Rilke, – todo es para ti, todo va a ti, a tu inmenso río (no quiero – mar). Te extraño tanto, como si te hubiera visto ayer.
M.”

Las doloridas palabras de Tsvietáieva sobre Rilke se deben a que no llegó a comprender que cuando Rilke le escribe : “Si de pronto dejase de informarte qué sucede conmigo, tú, de cualquier manera, deberás escribirme, a mí, cada vez que sientas deseos de volar”, de lo que le está hablando es de la gravedad de su estado. No supo darse cuenta de que la salud de Rilke, en ese momento, era ya muy precaria. No supo o tal vez, encandilada con los destellos de la relación epistolar, no consiguió percibir al hombre-Rilke.

Aunque casi cada una de las cartas puede leerse como un poema, (épico o lírico o dramático o incluso narrativo), la correspondencia está salpicada de versos, con los que los poetas se dicen aquello que la prosa no puede expresar. El momento culminante de este epistolario llega, en mi opinión, con la Elegía que Rilke escribe para Marina Tsvietáieva.

“Hoy –le dice-, te escribí una larga poesía, sentado en un muro tibio […] entre los viñedos, encantando a las lagartijas con el sonido del poema.”
(Voy a leer un fragmento)

ELEGÍA

¡Las pérdidas en el Mundo, Marina, las estrellas que caen!
¡No las aumentemos, Marina, lancémonos a cuál estrella!
En el conjunto está siempre ya todo contado.
Así también quien cae no merma el número sagrado.
Cada salto en renuncia salta al origen y cura.

¿Sería pues todo juego, cambio en lo mismo, traslado,
en ninguna parte un nombre y apenas ganancia secreta?
¡Olas, Marina, mar somos! ¡Honduras, Marina: cielo!
¡Tierra, Marina, tal somos, mil primaveras, alondras
a lo invisible lanzando un canto que irrumpe!

Lo emprendimos como júbilo: ya nos rebasa del todo.
De súbito nuestro peso pliega a la queja el canto.
¿Queja también? ¿No sería, en descenso, el júbilo más nuevo?
También los dioses de abajo reclaman loas, Marina.
Tan inocentes, los dioses, a la espera de elogio, como alumnos.
 […]
R.
(Escrita el 8 de junio de 1926.)


Yo la llamo – Marina-Elegie –escribe Tsvietáieva a su amiga checa Anna Téskova diez años más tarde-, y ella cierra el ciclo de las Elegías de Duino, y algún día (después de mi muerte) será incluida en ella: las concluirá.

Los poemas se suceden, en ruso, en alemán, en francés. Y, con ellos, las reflexiones a propósito no sólo de la poesía, sino de la traducción de poesía, ese tema que tanto se discute y tantas espinas tiene.

El 31 de junio, Rilke dedica y envía a Tsvietáieva Vergers (Vergeles), su libro de poesía en francés, recién publicado en París, y en la anteportada del libro le escribe, en francés, una dedicatoria. Esto da pie a una de las reflexiones más bellas y más interesantes que se hayan escrito sobre la creación poética en una lengua extranjera.

“Goethe escribió en alguna parte, dice Tsvietáieva, que no se puede crear nada importante en lengua extranjera – y yo siempre creí que no era verdad. […]

La poesía – ya es una traducción, de la lengua materna a otra – sea ésta el francés o el alemán, da lo mismo. Para el poeta no existe la lengua materna. Escribir versos significa traducir. Por eso no comprendo cuando se habla de poetas franceses o rusos u otros. El poeta puede escribir en francés, pero no puede ser un poeta francés. Eso es ridículo.

Yo no soy una poeta rusa y me siento siempre desconcertada cuando me consideran tal o me llaman de tal modo. Te conviertes en poeta (¡si acaso es posible convertirse en él, si no se es – de nacimiento!), para no ser francés, ruso y demás, para ser – todos. En otras palabras: eres – poeta porque no eres francés. La nacionalidad es in y ex-clusión. Orfeo hace estallar la nacionalidad o ensancha sus fronteras a tal punto que todos (pasados y presentes) son incluidos en ella. ¡Orfeo no puede ser alemán! ¡Ni ruso!

Pero cada lengua tiene algo propio, lo que constituye la lengua misma. Por eso en francés, Rainer, suenas distinto que en alemán, - y por eso has comenzado a escribir en francés, más completo, más dilatable, más oscuro. El francés: un reloj sin resonancia, el alemán – más resonancia que reloj (campanada). El alemán sigue siendo creado por el lector – una y otra vez, hasta el infinito. El francés – ya ha sido creado. El alemán – aparece. El francés – existe. Una lengua desagradecida para los poetas, – por eso has comenzado a escribir en ella. Una lengua casi imposible.”

La correspondencia a tres, poco a poco, se dirige hacia un callejón sin salida. Rilke comienza a espaciar sus cartas. Quizá debido a su enfermedad, quizá asustado o incomodado por la pretensión de Marina de ser para él “su única Rusia” y muy molesto, eso sí lo sabemos de cierto, por la intencionada exclusión de Pasternak, por parte de Tsvietáieva, de la relación epistolar entre los tres.

Aunque más espaciadas, las cartas no pierden sus alas. Sigue sorprendiendo el arrebato con que se tratan los temas que vertebran el epistolario: el alma, los versos, la soledad del artista, los sueños como arquetipo de un mundo diferente, no material, en el que viven y se comunican las almas entre sí, la comunicación en sueños, y el encuentro, siempre el encuentro…

“Si alguien nos soñara juntos – nos encontraríamos”, le escribe Tsvietáieva a Rilke.

Y también:

“Rainer, este invierno debemos encontrarnos. En algún lugar de la Saboya francesa, cerca de Suiza, ahí donde nunca hayas estado todavía. (¿Existe ese nunca? Lo dudo.) En un pueblecito, Rainer. […] Quizá en otoño, Rainer. O en primavera. Dime: sí; para que a partir de ese momento, también yo tenga una alegría que a-guardar (¿res-guardar?).”

El encuentro entre ellos, tema recurrente de todo el epistolario, ya lo dije al principio, no llegó a materializarse. Rilke murió en diciembre de ese mismo año.

“Borís, murió Rainer Maria Rilke. Ignoro la fecha – hará tres días. Llegaron a invitarme al Año Nuevo y me dieron la noticia.

Borís – ya nunca iremos a ver a Rilke. Ese lugar – no existe más.”

Esta noticia significaba, para ambos, el naufragio de su mundo espiritual, el fin de sus mejores proyectos y esperanzas. Pero no significó el fin de la correspondencia. Tsvietáieva intenta conjurar la muerte con una carta póstuma, una especie de réquiem donde una vez más afloran, ahora desde una óptica distinta, los temas que habían compuesto la urdimbre y la trama del epistolario: el sueño, el encuentro en algún lugar del universo, la cifra predilecta de Rilke (el 7), la lengua predilecta de Rilke (el ruso) y la carta, como una forma de comunicación que no se rige por las leyes de este mundo, entre otros.

“¿El año termina con tu muerte? ¿Es el final? ¡El principio! Tú eres – el Año nuevo. (Amado, lo sé, me lees antes de que escriba) – Rainer, estoy llorando. Y eres tú – quien se derrama por mis ojos.

Querido, si has muerto, – es que no existe la muerte (¡o la vida!). ¿Qué más? Un pueblecito en Saboya – ¿cuándo? ¿dónde? Rainer, ¿y nuestro nido para el sueño? Ahora sabes ruso y sabes que Nest es – гнездо. […]

No quiero releer tus cartas, porque querré ir a alcanzarte, querré ir – allá, – y no me atrevo a querer, – tú sabes lo que está unido a este ‘querer’.

Rainer, te siento constantemente detrás de mi hombro derecho.

¿Alguna vez pensaste en mí? – Sí, sí, sí. –
Mañana es Año nuevo, Rainer – 1927. Y el 7 es tu número preferido. ¿Naciste en 1876 (el periódico)? – ¿51 años?
¡Qué infeliz soy!
Pero no debo afligirme. Hoy, a las doce de la noche, brindaré contigo. (Tú sabes cómo, chocaré tu copa sin rozarla.)
Amado: haz que te sueñe con frecuencia – no, no me he expresado bien: vive en mi sueño. Ahora tú tienes derecho a desear y a hacer.
Tú y yo jamás creímos en un encuentro aquí en la tierra – como tampoco creímos en la vida de este mundo ¿no es cierto? Tú te me adelantaste – […] y, para recibirme bien, has reservado – no una habitación, ni una casa – un paisaje. ¿Te beso en los labios? ¿En la frente? ¿En la sien? En los labios – naturalmente, querido, de verdad – como a un ser vivo.
[…]
Rainer, ¡escríbeme! (¿una súplica demasiado estúpida?)
¡Feliz año nuevo, Rainer, y un bello paisaje celestial!
Marina”

Y – a Borís Pasternak:

El veintinueve,
Miércoles,
Día nublado o con sol,
Todos nos quedamos
huérfanos,
no sólo tú y yo.

Son los primeros versos de un largo poema dedicado a la muerte de Rilke cuyo primer título fue “Carta”. Más tarde se llamó “Poema de Año Nuevo”:

En las cartas y en los poemas, tanto de Pasternak como de Tsvietáieva, la idea del encuentro con el poeta alemán sigue viva:

“Borís y yo teníamos la intención de ir a ver a Rilke – y ahora no hemos renunciado – el camino a su tumba no se cubrirá de yerba, no seremos ni los primeros, ni los últimos.”

Y para terminar, unas palabras de Marina Tsvietáieva sobre la carta como forma de comunicación:

“La carta –dice la poeta-, es una forma de comunicación fuera de este mundo, menos perfecta que el sueño pero sujeta a sus mismas leyes. Ni la carta ni el sueño se dan por encargo: se sueña y se escribe no cuando nosotros queremos, sino cuando ellos quieren: la carta ser escrita y el sueño ser soñado”. (Carta a Pasternak del 19 de noviembre de 1922.)





[1] Primeros versos del capítulo “La rebelión de los marineros” del poema El año 1905 de B. Pasternak.
[2] De la poesía de Pushkin “Al mar”.