Lo sorprendió el descaro
de esa mujer, Griselda, que parecía brotar del perfume de los dos lunares rojos
de su vestido
–Para usted, ¿qué nos
depara el cielo del nuevo milenio? –inquirió ella colocándole la mano sobre el
hombro.
–No sé: más cañitas
voladoras en el cielo y más petardos y buscapiés en las esquinas. Los
argentinos ni en otros mil años aprenderán a divertirse. Y mire que tuvimos
payasos… buenos artistas de los que no aprendimos mucho.
Estaban en un café
próximo a su casa, decidió mostrarle los dibujos ahí dado el desorden a que
estaba habituado. Sus antejos estaban tallados en armazón de cuerno. Estaba
interesada por una serie de dibujos suyos a propósito del centenario. Había
algo empalagoso en su cortesía, escudriñaba con ojos miopes y sugestivos
párpados violetas. Uno solo le arrancó epítetos de elogio a su boca hinchada de
lápiz labial: su caracterización del oso carolina, el único que no pensaba
vender.
Había que llevar al
extremo, le contó a Griselda, esa abnegación carnavalesca de principios de
siglo, donde el hombre de piel de oso se mezclaba con comparsas que pirueteaban
en torno a un payaso envuelto en sedas con lentejuelas de plata y rosetones de
óleo.
En su dibujo, el hombre
era paseado como un perro con la piel de un oso, acusaba una expresión de
martirio en la punta del hocico, como si en ese palo que le atravesaba el
pescuezo se concentraran todos los sufrimientos de los seres más
ridículos, vejados por su misma debilidad. De chico, en un corso porteño, entre
trenzas de serpentina, había visto uno y eso lo inquietó. Su tío lo tomó de la
mano y dijo palabras que nunca pudo olvidar: “No tengas miedo, el oso apenas
puede caminar. Antes, cuando sacaba la cabeza, todos se reían de él y yo
pensaba que adentro había un tipo que se deshidrataba por el calor. Eso, sí:
nunca hubo sobre la tierra un papanatas semejante”.
A veces había peleas
entre murgas, el oso participaba y cierta vez alguien le prendió fuego. En los
corsos desfilaban carruajes disfrazados de cortesanos donde el oso carolina
realizaba piruetas para la Princesa elegida. Hubo una competencia entre los
diarios para ver cuál era la mejor máscara y venció el oso carolina.
A Griselda la había
conocido por Iris que era mucho más reservada que ella. Iris era muy femenina,
pero su imaginación tenía mucho de masculina: atrapaba. No era el caso de
Griselda. Quiso comprar el dibujo del oso, él dijo que todavía no porque iba a
ilustrar una serie de textos de un amigo. No le dio a conocer el verdadero
motivo de su negativa.
En ese dibujo había una
solapada huella autobiográfica, quería exaltar el recuerdo del oso, el afecto
del tío por el patán del corso, que se alojaba en su memoria con una laya
tutelar, una imagen que superaba a los mismos próceres.
Ahora trabajaba en una
serie de zeppelines que no interesaron a Griselda. No sabía de ellos. Los
zeppelines eran para él los osos carolina del cielo: en la guerra fueron
desastrosos para bombardear y fáciles blancos de las armas antiaéreas pero se
deslizaban con inimitable gracia a principios del siglo XX. Una semana
después lo invitó a una fiesta que se daba en una mansión cedida por el
propietario a un grupo de amigos, que, aseguraba ahora con la cara llena de hoyuelos,
eran la gente más divertida y rara de la tierra.
Se venía el dos mil.
Irrumpían en distintas
casas para celebrar el tiempo venidero. Y no había casa que a Iris le viniera
bien.
Griselda le causaba
rechazo, no porque se dedicara a la confección de lujosos y extravagantes
zapatos sino por las ínfulas con las que hablaba, propias a quien está
habituado a la adulación por cada cosa que dice y hace: murmuraba muy seguido
la palabra “maravilloso”. Estaba interesado hasta la intriga por Iris que al
parecer se la presentó para desentenderse de él. Gente rara y maravillosa para
ella debía ser gente frívola, pensó desanimado. Algo en ella le llamaba la
atención: su interés por ese dibujo.
En la fiesta lo
aturdieron un retintín de sortijas, una luz que era una cascada de gajos azules
desgranados y arrumacos de ella y alguien con chambergo. La miró como mujer y
se dio cuenta de que era atractiva. De cuando en cuando lo miraba y le sacaba
esa lengua carcamana. Era una fiesta informal de disfraces, con un aire pagano
y ritos improvisados. Toda gente de dinero, especialmente nuevos ricos,
llegaban en autos último modelo, eran capaces de pisarlo a uno para
evidenciarles que habían accedido al cuerno de la fortuna. Como réplica se
imaginó como un sátiro, guantes de cuero, frac y botines, violando a todo lo
que se opusiera a su paso.
Su estancia era
desdorosa, un ajeno entre extraños que se amartelaban aun si nada tuvieran que
ver entre sí. Griselda seguía con sus guiños y muecas, bailoteaba con su
compañero.
Parecía alguien difícil
de decepcionar.
Iris era su socia en la
industria del calzado, y se quejaba que ella eligiera las drogas más
peligrosas. Hacía tiempo que Iris quería que se conocieran. Fue ella quien se
la presentó y, como regenteando relaciones, aseguraba que Griselda no era una
chiruza cualquiera, que era una mujer de gusto, ahora le sobraba dinero, y
hasta podía ser la mujer de su vida porque había pocas como ella. Él era
demasiado serio, quería una mujer risueña y andarina pero inteligente que
evitara que sus palabras se volvieran ripios y sus dibujos escrachos.
Él sonreía: hace tiempo
que pensaba que las historias de amor suponían un trabajo arduo que
desconcentra. Estaba de vacaciones y se llevaba bien con su soledad. Las
mujeres convencionales lo aburrían, tenían que ser salvadas de algo o estar un
poco chifladas para que le interesaran de veras. Iris tenía mucho de eso, pero
adoptaba con él una irritante actitud maternal: se empeñó desde el primer
momento en arreglarle la vida cuando él trataba de arreglarse con ella. Quién
se creía que era. Siempre suponía que le faltaba algo. No le daba mucho crédito
a su melancolía sin raíces porque era indiferente a sus dibujos pese a que no
dejaba de teorizar sobre estética.
El nombre de Griselda
surgía a menudo en su voz cristalina. Quería enderezar su vida como si hubiera
tomado un camino equivocado: él era un buen partido, sugería, morosa y con una
seguridad aplastante, como si él le hubiera rogado que lo ubicara como una
acomodadora de cine en el rincón de los abrazos.
Las piernas de Griselda
despertaban una atracción próxima al hechizo. Era lectora de una literatura
donde la mujer era el problema central. Cada vez entendía menos de mujeres.
Ellas lo buscaban, enloquecían por él un mes, seis meses, a lo sumo un año y
luego lo despedían con vehemencia o indiferencia como si nunca lo hubieran
conocido, aferrándose a cualquier detalle. Las locuras que podía hacer una
mujer cuando estaba enamorada eran inverosímiles, se convertían en cajas de
resonancia de las que salían ocurrencias extraordinarias, historias con sus
acertijos y nudos de cordel. Griselda es otra cosa, decía Iris. Ella había
captado algo de él a través del oso carolina donde coexistían la feroz
inocencia de la infancia con el presente actual, “civilizado y selvático”.
El en el dibujo del oso
había puesto lo mejor de él. No era dogmático, no abrazaba una teoría estética,
pero cierta vez leyó un ensayo sobre la haecceitas de Duns Escoto en el
cual ponía el acento en la forma individual. A través de ella, Gerard Manley
Hopkins, el poeta jesuita había formulado su teoría del inscape que
invitaba a encontrar la máxima singularidad, el tono de cada cosa y le había
hecho concluir que en oso brillaba la gloria de Dios. Era agnóstico pero eso
daba cuenta de lo mejor que había hecho. Leyó un poema de Hopkins donde se
refería a la púrpura del trueno.
El apostaba a que cada
obra fuera la púrpura misma.
Una semana después,
Griselda lo invitó a su casa, haciéndole probar distintos tipos de bebidas y
sales orientales que lo embotaron, junto
a sus comentarios sobre la quiromancia. Fue a su pieza y apareció semidesnuda,
como invitándolo a que completara lo iniciado. Tuvo ante sí la perfección de
sus piernas. Ella lo advirtió y antes que pudiera fantasear con ellas, le
informó que iba tantas y cuantas horas al gimnasio. La arrojó a la cama y se
subió a caballo sobre ella que estalló en risas y como si fuera una potra lo
hizo volar por el aire.
Él se sintió inerme sobre
esta musculosa atleta que evitaba toda solemnidad y ante su pubis se separó
para ver quién era, aunque no sabía si se trataba de él o de ella. “O sos
demasiado perceptivo o sos un flor de neurótico”, sentenció Griselda.
Las dos cosas eran
ciertas, para perderse en otro había que olvidarse de uno y si era posible del
mundo.
Hubiera un año antes dado
cualquier cosa para tener una mujer así; ahora, le temblaban las piernas y no
lograba dar con la nota que despertara su deseo. Pensó que Iris tenía razón
cuando decía que si bien él no tomaba en serio al arte seguía puntualmente la
mitología de tipo de artista para el cual nada podía ir demasiado bien y se
pone a patalear ante la inminencia de la felicidad. Forcejearon y se dio cuenta
que ella era más fuerte, no se dejaba acomodar como él quería, resistía en cada
posición, era indomable esta Griselda.
Un año antes hubiera sido
distinto: estaba robusto y fuerte, pero su entrega al dibujo lo había
debilitado, como si el oso carolina lo hubiera aspirado sus energías. Griselda
de un golpe podía descabezarlo como a un fósforo. Ahí fue cuando comenzó a
desearla. Ni bien ocurrió esto, ella abdicó de toda resistencia, se dispuso a
dejarse dominar: hacé lo que quieras conmigo. Quiero sexo duro, añadió con
palabras mordidas. Oír la palabra sexo lo desexualizaba. Hizo cuanto pudo, el
oso carolina le fue devolviendo las fuerzas y la presencia lujuriosa de
Griselda la transformaba en sexo, sexo y más sexo. La avidez de ella no tenía
límites. Se transformó en una máquina erótica que funcionaba a todo vapor y la
hizo acabar varias veces hasta dejarla exhausta. La miró como un alumno ante su
experimentada profesora y ella le dijo: “Estoy bien cogida. Sos uno de los
pocos hombres que no es puto. Y no me refiero a lo homosexual…”
–Alegre mascarita que me
miras al pasar –diría el oso carolina– contestó, aliviado y riéndose por
primera vez.
El único interés de
Griselda parecía ser que él fuese efectivo en la cama. Actuaba como si lo
conociera desde siempre. Por momentos se explayaba sobre el tema de la mujer
como si hiciera una tesis, citaba a Safo, Ibsen y Bachofen, entre los nombres
que retuvo en una larga tirada.
Su cultura era de segunda
mano, estas frases ya se las había escuchado a Iris, que era docta en culturas
antiguas. Griselda sabía de licores exóticos que favorecían el contacto de los
cuerpos.
Griselda, como las
mujeres anteriores, podía reemplazarlo por otro en cualquier momento.
Cualquier cuerpo era
sustituible por otro según ella. ¿Se debería a la pérdida de la haecceitas?
Tal vez él no la había
extraviado: recordaba hasta el olor del cuerpo de cada mujer, cada forma del
tacto, la aventura de cada historia era lo que lo apasionaba más. Con Griselda
todo parecía una especie de contrato. Nunca se le hubiera ocurrido pronunciar
la palabra amor. Lo único que le quedaba en la memoria eran sus altos pómulos,
sus cejas bien marcadas, pasados los actos reiterados, todo le resultaba
quisquilloso, y en cierto modo, tan olvidable como compartir un rato como una
profesional. Naufragaba como el barco del poeta pero sin escenas dramáticas o
reproches, sin que le hablara de su infancia.
Griselda tenía la extraña
cualidad de hacerlo sentir culpable cuando desprendía su corpiño y lo apretaba
con la pierna contra la pared.
Tuvieron un sexo más
feroz que duro, cuando mejor se daba, menos importancia le concedía ella que de
pronto dijo que en adelante serían solo amigos porque se había dado cuenta de
que estaba enamorado de otra. De quién, preguntó, asombrado. No dio respuesta,
y en silencio dijo: “lo sé, lo sé”.
La amistad entre ellos
coincidió con los timbrazos de unos seres que estudiaban las vigas de la casa
como para grabar sus nombres en ellas. Venían con Griselda a visitarlo y
festejar el nuevo milenio. Iris llegaba después y todos la rodeaban como si
fuera una reina. A este grupo lo que menos le faltaba eran propiedades,
compraban incluso algunas en el exterior, las vendían y volvían a adquirirlas,
dejaban de ser locos cuando se trataba de especulación y negocios.
Iris aseguró sin pedirle
opinión que habían dado con el lugar adecuado, su casa, para celebrar el
milenio, elogiando su aura de artista. Las casas ordenadas y lujosas eran como
osarios, aquí, en cambio, el azar era el principal invitado. ¿Qué azar, se
preguntaba? Estaba siempre acompañada de esos tipos zafios, díscolos,
extravagantes, y no se cansaba de repetirle que iba con ellos a todas partes:
salvo a la cama, estaba siempre con su tribu. ¿Es tu modo de hacer el duelo
conmigo?, le preguntó a Griselda aunque hubiera querido reprocharle algo a
Iris.
Había conocido tipos
raros, pero éstos no hablaban nunca cara a cara, bailaban y se pegoteaban entre
ellos, ninguno tenía una pareja fija. Tenían los mismos gustos, decían las
mismas frases y hasta eran idénticos sus ronquidos asmáticos.
La soledad que antes era
para él algo delicioso, casi idéntica a la libertad, comenzó a molestarlo.
Iris, cada vez más entrada en carnes, estaba siempre drogada y lo impresionaron
más sus ojos tísicos que encontrarla en su cama con Griselda. El trató más de
una vez participar en la supuesta diversión que practicaban, pero no tardó en
sentirse ridículo, como si fuera parte de un rito supersticioso en el que
ninguno de sus practicantes cree.
Habían elegido su casa,
un chalecito a medio levantar, como centro de sus fiestas semanales. Llevaban y
traían sus bártulos y uno dejó una batería que tocaba sin cesar ni bien
entraban.
El pequeño jardín de
entrada estaba falto de polen, tal vez porque esta gente espantaba a los
insectos. Dejaban todo hecho un chiquero: sus dibujos tirados en el piso, el
encalado de la pared con inscripciones proféticas. Con energía le preguntó a
Griselda qué era toda esta fanfarria del nuevo milenio.
Será- dijo con tono
solemne- el siglo de las mujeres, el poder en el futuro será nuestro, vamos
hacia un matriarcado planetario, no sé cómo no te das cuenta. No, no me doy
cuenta, dijo. La mejor prueba es que no te gusta que vengamos a festejar y no
te oponés.
–Vos decías –casi la
acorraló– que yo no era puto, ¿qué pasa con tus amigos? Ellos van a ser la
nueva especie de hombres –respondió–, los ninfos, lo único que tendrán que
hacer es servirnos, vos sos irrecuperable. Lo que no significa que no haya que
disfrutarte.
Ella lo dejó mudo. Se
daba cuenta que cuando dijo que no era puto no había sido un elogio a su
masculinidad sino más bien una crítica al paria de una especie destinada a
desaparecer.
Tropezó con algo: su
dibujo del oso carolina estaba en el piso y alguien le había cortado la cabeza.
Habrá sido un ninfo hijo de puta –se dijo.
La serie de zeppelines
que estaba dibujando quedó intacta. Habían seleccionado a su oso como blanco
selectivo. No se atrevió a decírselo a Griselda o a Iris por el impacto que le
causó. Tenía ganas de matarlos a todos: cuando esto sucede que es que uno se
encuentra en una impotencia total. Ahora entendía mejor su historia o ausencia
de historia con Griselda: ella había querido tener algo con él para irse
despidiendo de una vieja especie, pero no era una decisión suya, el interés por
él o por el oso, lo mismo daba, había sido incentivada por Iris. ¿No quedaban
entonces más hombres? ¿Cómo saberlo y por otra parte todo esto qué importancia
tenía? A él nunca le interesó el matrimonio, ni atacar o defender a la familia.
No le encontraba gracia a
esta especie de militantes del milenio futuro. Para incorporarse a un grupo uno
necesita una suerte de rito de pasaje. ¿Sería el descabezamiento del oso? Lo
peor es que ya no tenía ganas de dibujar. Tampoco de leer. Estaba famélico de
inspiración y las tentativas de volver a dibujar a su oso de infancia fallaban.
Todo se había vuelto chato, había perdido el inscape. Ahora se habían
apropiado de su casa y no tenía intenciones de echarlos porque temía sentirse
solo.
Al entrar tuvo la
impresión que todos estaban a la expectativa de su menor gesto. Hasta podría
decirse que se burlaban. Vio a Iris entre reflejos platinados. Nunca la había
visto tan bella y dominante. No reconoció a esa mujer que lo abrumaba con sus
cuidados, preocupada por protegerlo y que trababa de expulsar de su cabeza con
un dejo de indiferencia.
Era otra Iris,
desparramaba vida y atraía a los ninfos como mariposas insistentes. En medio de
los aduladores que giraban en torno a sus altos tacones, Iris parecía una reina
enigmática, enajenada en una comba del cielo, cuya sola visión desgarraba el
pecho con latidos y efluvios. Uno se olvidaba del olor a tirantería
podrida y de la comida vieja echada a perder en los rincones. Quiso empezar una
charla para aparearse con ella, pero era imposible hablar a solas. Griselda lo
pellizcaba y le ofrecía compartir un cigarrillo de marihuana.
Iris le mostró una mirada
de odio que nunca le había conocido. Griselda lo registró y se apartó de ellos
como si hubiera sido tomada en falta. Vio cuerpos semidesnudos que se palpaban
unos a otros, pero el desliz de cada mano resultaba premeditado, afín a un eros
limosneado. Descubrió que Iris era la líder o la pitonisa de esta secta del
milenio.
Esta orgía carecía de
erotismo o revelación y lo único que podía apechugar era ese polvillo que
flotaba sobre una Iris convertida en maestra de ceremonias, que vivía esa
fiesta a espaldas de otras conmemoraciones, haciéndolo dudar de la fecha y el
lugar, como si ante el nuevo milenio se encontrara en un confín del mundo.
A esos intrusos debía
hablarles como una divinidad que emergía de los tiempos del neolítico que
evocaba a menudo y que reaparecería en una época donde los hombres ya no
querían ser hombres, sólo amamantarse en una fiesta interminable, aturdidos por
su diosa. Era algo tranquilizante y seductor pero decidió no rendirse y
seducirla a ella. Los intrusos más filósofos hablaban del eterno retorno y del
olvido, bien, él les haría recordar que algo inesperado retornaba bajo la forma
de un oso.
Somos el futuro, decían
alelados los intrusos, mostrándose como patéticos artículos vivientes. Iris no
era una sacerdotisa de un laberinto donde se cuadra la bestia, o alguien que
dispusiera de hidromiel en un flanco de montaña, la diosa cazadora de la triple
forma.
El único ritual que había
en ella era la predisposición a esperar que el tiempo transcurriera porque tenía
un as de espada, oculto como un falo en su negro vestido, esperar la llegada de
nuevos invitados con una contenida ansiedad que podía extenderse a todas las
criaturas del universo, transformados en actores de cine. Y todas las escenas
que había presenciado en los intrusos eran parte de películas, eran dobles de
dobles que entonaban la sinfonía para el matriarcado que prevalecería en el
nuevo milenio. Para Iris no había pobres ni ricos, no contaban las guerras que
había en el mundo, sólo se ocupaba de los modelos de criaturas para una nueva
época de la humanidad donde las mujeres como ella o Griselda ocupaban un lugar
de vanguardia. La vanguardia es lo único que queda luego de cada catástrofe,
aseguraba un ninfo filósofo con una voz blanducha a quien le hubiera gustado
llenarle la cara de moretones.
Iris era convencional en
medio de sus raptos y cuando blasfemaba contra su padre –contra todos los
padres– la sangre se le encendía como si fuera una sacerdotisa en trance. Eso
la hacía desearla, tanto más cuando estaba vedada.
Estos nuevos paganos
hubieran avergonzado a Dionisos con sus drogas suaves que iban de la mano con
las argumentaciones de la superioridad de los genes femeninos, del clítoris
como una prominencia sutil y que se escandalizaban de que en mundo todavía
hubiera guerra. Exaltaban como a una heroína, absuelta por demencia momentánea,
que le cortó el pene a su cónyuge. Una de las mujeres explicaba que lo erótico
es cuestión de relajación y pregonaba modos de volver a tocarse, como vías para
descubrir una sexualidad viva. Al parecer, ganaba mucho dinero con esas boberas
tamizadas con un argot orientalista. Cuando esta mujer habló, la fiesta perdió
la poca alegría que tenía. Había que saber tocarse, insistía, llamado a
derrotar la represión. El, para ponerla a prueba, le rozó el trasero y se lo
apretó y la mujer explotó toda su alcurnia barrial. Si te hacés el vivo
conmigo, te denuncio a la policía por abusador, ahí tengo amigos –dijo– como si
la alfombra oriental donde volaba se hubiera desvanecido en un segundo tras ese
contacto, caído con su tul negro y quedara en el piso para ser pisoteada.
Ante esas bacanales
prefería emborracharse como Dios manda. La sola mención del nombre de Iris le
trepaba por la columna vertebral. Pensar en ella como una luz sobre un paisaje
resbaladizo y decir que estaba enamorado era lo mismo
Mientras las fiestas se
repetían en su casa, se había detenido en los diarios que todos los días
contaban la noticia de mujeres asesinadas, siguiendo el mismo guión con algunas
variaciones: la mujer dejaba o rompía con el hombre, comenzaba su relación con
otro y éste de pronto, contradiciendo su vida anterior, se las arreglaba para
asesinarla.
Fue juntando los recortes
de los diarios y se los dio a Iris que vio en esto una confirmación de sus
argumentos: “Son putos, dijo, estos machistas muestran que ya no hay más
hombres, son sub hombres, están derrotados sexualmente y el crimen es el modo
demente que tienen de recuperar alguna autoestima. Mis amigos lo saben y
abandonaron toda resistencia.”
–Yo nunca asesinaría a
una mujer que me deja, más, me llevo bien con mis ex novias– dijo como
defendiéndose y lamentando que algunas se hicieran amigas entre ellas,
estableciendo un sistema indirecto de control que fulminaba a cada nueva candidata.
–Vos pertenecés a una
minoría en extinción. Tenés el arte. Si no estuviera metida en esto me
enamoraría de vos. “Esto” aludía a esta especie de secta que lideraba. Tal vez
por eso repetía la necesidad de sacrificar a alguien, como si las formas volátiles
pudieran tomar cuerpo y descender a tierra, para que dejaran de cavar sus
tumbas en el aire.
Iris silabeaba como una
pitonisa: En nuestro tiempo lo frágil, lo volátil, lo aéreo, se han mostrado
más resistentes que lo sólido. El sacrificio es necesario para lograr una
estabilidad, necesitamos que sea algo muy antiguo y ultramoderno.
Desde que los intrusos
ocuparon la casa, Iris había entrado en carnes, pero a él le bastaba contemplar
su larga y anochecida cabellera para estilizarla en la forma más etérea que
pudo concebir.
Esa noche los invitados
siguieron llegando, cada vez eran más, la fiesta seguía en las puertas de su
casa, en la vereda, ocasionando protestas de los vecinos acostumbrados al
silencio en ese barrio próximo a la gran avenida.
Los invitados cambiaban
frecuentemente sus nombres de pila entre confesiones amoscadas o rabiosas,
propias de una confraternidad festiva que a fuerza de gesticulaciones quiere
instituir una alianza.
El era un tema recurrente
en sus diálogos, tal vez porque era el único diferente. Iris no tenía mucho que
ver con sus devotos. Con candor le dijo que había llegado el tiempo del
sacrificio y que la mejor manera de vengarse de su padre no era odiar a los
hombres sino matar a una mujer.
Eso significaba –explicó– una
transfiguración semejante a la que experimenta el ágata que da un color
diferente si se confronta con un metal o el cobalto.
La púrpura del trueno –pensó
en el poema de Hopkins– aunque no se trataba del mismo dios de Iris.
Quiso terminar con tanta bulla.
Quiso expulsarlos uno a uno. Pero era difícil. No se atrevía a dirigirse a ese
señor bien trajeado, nuevo visitante extranjero, aparentemente suizo, que
le sacaba humo a una tagarnina con un gesto avezado convertía su
carácter aséptico en ostentación. Cruzó unas palabras con él y a poco le dijo:
Fui amante de una grande cocotte que no podía vivir sin hashish.
–Pero que historia
interesante- se entremetió una mujer cuyo cabello oscuro le tapaba el rostro.
Pidieron datos, mezcló
retazos de historias, le preguntaron si existía el amor.
–El amor no existe –trató
de resultar solemne. Lo que existen son las cartas de amor, se las escribe para
que el que recibe las queme y así demuestre su inexistencia.
–Oh, se sorprendieron la
mujer y el fumador.
Varias veces ensayó poner
fin a esa comedia con un golpe de karate en la nunca de un charlatán de
política o, aunque más no fuera, con una zancadilla. Pero no, él también estaba
actuando sobre esa arena que no quemaba ni crujía, atiborrando de olor a cera nauseabunda
y terminaba yéndose al bar de billares, junto a un plato de insolentes maníes y
aceitunas negras, mirando, ensayando solecismos antes los taxis que pasaban la
avenida, pensando si las jugadas de billar que reflejaban en fragmentos los
espejos podían dibujarse como una partida de ajedrez.
Se había alejado de sus
amigos y no sabía contarles lo ocurrido. Se hubieran burlado hasta el cuadril.
No tenía a nadie con quien planear una estrategia o que le sirviera de medio o
trampolín para que se fueran para siempre. Lo desalentaba su modo de ser
cobardes.
Lo miraban a menudo de
manera altiva, hiriente, les encantaba humillar al prójimo aunque todo el
tiempo hablaban de solidaridad, eran todos adinerados pero decían pestes de los
ricos y su amor a los pobres, pero se burlaron de la mujer que venía a hacer la
limpieza todas las semanas. Ni bien se los enfrentaba se tornaban larvas y eso
causaba repugnancia. Intentó hablar con un orangután calvo que hacía vaticinios
políticos. Ni un martillazo de herrero podía abrir esas cabezas que confundían
los ritos orgiásticos con atiborrar de puchos en piletón.
Buscó a Griselda, hacía
tres días que no venía, siempre esperó que entre ellos volvieran a surgir esas
risas saltarinas de los primeros encuentros. Sin el floreo sostenido de sus
nalgas que por un giro acrobático exponía la cualidad de todo su cuerpo, la
danza perdía todo encanto.
Esa noche, Iris, cuando
se fueron los últimos invasores, le pidió quedar a dormirse. Le cedió su cama y
él durmió en un colchón en el comedor.
Iris despertó a la mañana
y se sintió libre de la pétrea mirada de su padre, mil veces hecha trizas y
renacida, el rabillo del ojo alerta. Él tomó unos mates y se fastidió al ver
que no quedaban ni galletitas y quiso irse para evitar un encuentro.
Iris lo alcanzó y lo tomó
del brazo: Griselda ya no va a molestarte más –dijo, con sus párpados a
media asta– y los intrusos no van a volver. Tuve que matarla, son muchos los
motivos. No quería apartarse de mí, día y noche me hostigaba, quería quedarse
con la cabeza del oso. Ahora está hecha pedazos, se congela en la heladera.
–Vos fuiste la que le
cortó la cabeza al oso…
–Vi que ahí estaba una
fuente de tu poder, quería convertirte en ninfo, te envié a Griselda que ensayó
todo su arte sexual para feminizarte. Fue inútil. Me fui enamorando de
vos, no quise que alguien como vos se extinguiera antes de haberlo amado.
–Sos una criminal…
Iris soltó una sonrisa:
como si fuera el primer crimen que cometo. Los labios de Iris mostraban una
saliva espesa. Todo esto es un cuento macabro, dijo él. No –respondió Iris: leí
mucho sobre los sueños. Siempre en medio del sueño hay una pesadilla, bueno,
esto es un sueño en medio de una pesadilla. Algo que concierne a vos y a mí
solamente y nadie puede entender.
Asesina –gritó, pensando
no sólo en Griselda y en el oso–, la tomó por el cuello y comenzó a asfixiarla.
Miró sus ojos, estaban entrecerrados, no se turbaban, ella no ponía resistencia
alguna. Vio que le faltaba el aire, tenía sólo que darle el apretón final, pero
no pudo, se fue desprendiendo de ella con un súbito temor.
–Te dije que no eras puto–
sonrió Iris.
Se fue dando un portazo y
decidido a no volver nunca más a su casa. Quería que la tierra lo
tragase, comenzó a arrastrar su tirria en la bebida, cuando le sobraba algo de
lo que mendigaba durante el día, durmiendo en parques, plazas, donde fuera
lejos de Iris y de esa casa.
Meses después, unas manos
lo tocaron cuando dormía casi en andrajos en la escalera de un portal. Era
Iris: lo trataba con dulzura, detrás de ella unas palmeras se meneaban contra
el cielo como anunciando un trueno púrpura. Lo llevo a su casa sin que opusiera
resistencia: el chiquero había desaparecido, todo relucía, limpio y lujoso.
Cada cosa estaba en su lugar, desde el peine en el baño, los jarrones de bordes
dorados, los prismáticos que nunca usaba y hasta las ciruelas negras de la
cocina.
Ni la mejor ama de casa
habría alcanzado tanta eficiencia.
Iris declaró haberse
encargado de todo, tarareaba un aria familiar. Sus dibujos estaban apilados,
encabezados por el oso sin cabeza.
–Hay gente que se volvió
loca por culpa de este retrato- dijo Iris con cierto dramatismo. Espero que no
te hayas creído que maté a Griselda. Cuando le dije que no iba a seguir con la
secta se ofendió y se fue de viaje a Brasil. No creo que vuelva, está en busca
de una nueva secta. Esta cabeza –señaló al oso– sirvió para que estemos
juntos. Fue necesario pasar por eso –murmuraba Iris, apretándolo con fervor
contra su cuerpo.
–Yo soy tu oso, querías
escuchar eso, se oyó decir con cierto alivio –tratando de capitular los
sucesos, claros y oscuros, estilizados por un viento pagano que soplaba
incesante, ajeno a quienes hablaban contra las convenciones pero ponían el
grito en el cielo si uno les tocaba el culo y celebrarían como un acto poético
el ser cortados en pedacitos.
Le demostraría a Iris,
apartando esos tirabuzones de su cabellera en haz sobre sus orejas perfectas y
descorchando una botella, que las luchas de esa mujer sin tiempo por un tiempo
venidero no tenían sentido ante un oso suburbano de principios de siglo. La
tenía ya en sus brazos que parecían haber sido hechos para ella.
Tuvieron unas semanas de
dicha impar y ella elogió la habilidad de sus manos para encenderle los pechos
al ritmo de los primeros fuegos. Soy tu oso y vos la Princesa, bromeaba, como
si ahora viviera en una fiesta interminable, cuando creyó tocar el cielo.
Se dijo: esto no puede
durar. Y así fue.
Fue difícil para él creer
que fueran acusados de homicidio. Lo único que se le ocurrió fue decir que el
oso tarambana era el mejor testigo de su inocencia.
Griselda no aparecía y
atribuyeron el crimen a los negocios que Iris tenía con Griselda. Los padres de
la supuesta occisa querían que ella pagara todos los platos rotos de una
empresa en quiebra. No saben ni siquiera acusar –se burló Iris– cualquiera se
da cuenta que Griselda les importa menos que el dinero. La acusación era
ridícula: Iris era millonaria y había puesto el capital para la empresa de su
amiga, tenía muchas tierras heredadas en el Sur, sus padres estaban asociados a
una multinacional, eso le no le había permitido vivir sino transformar la
propia vida en un experimento. El caso era simple: bastaba pagar lo que pedían
los padres para que el caso se cerraba. Los únicos testigos eran los invasores
y todos decían lo mismo, estaban preocupados no por la desaparición de Griselda
sino porque Iris los hubiera abandonado. “Yo quiero más a Griselda que a su
propia familia pese a haberla matado”, le susurró al oído con malicia.
Las volutas de sus cejas
eran formidables
El caso estaba por
cerrarse pero él pidió la palabra en condición de acusado. Aprovechó la
circunstancia del milenio y de la publicidad de la causa para pedir se repare
una injusticia y postular al oso carolina como símbolo nacional. Vivíamos un
país de símbolos vacíos, de personajes idolatrados por lo que nunca fueron y
este oso sudaba de veras. No lo presentó como el mayor papanata que pisó la
tierra sino como una temporada necesaria para la existencia y sobrevivencia de
los tipos que se creen los más vivos del mundo y terminan idiotizados. Estuvo a
punto de decir que a través del oso uno reencuentra la haecceitas, la
forma individual para hacer púrpura del trueno, pero no lo dijo para no pasar
por pedante, optó por decir que nos reencontraba con el sentido de la fiesta:
alegre mascarita que me miras al pasar.
A cada momento lo
visitaba una línea de angustia: si Iris había asesinado a Griselda o sólo era
una broma. No iba a vivir con esa duda. Era el momento de alejarse de Iris, la
serie de los zepellines y el desafío de dibujar las astas lo esperaba.
Cambiaría el fuego de la
artillería por la púrpura del trueno.
En sus palabras no hubo
huella de la timidez educada de su tío, ni la traición a la propia estupidez
que conduce a la soberbia, sino el tono malicioso de un marqués dieciochesco,
que sería un intruso, un invitado a lo sumo al siglo venidero que confirma que
quienes atiborran la sala han cambiado su anterior desenfreno por una
escrupulosa, insulsa rigidez espartana.