21.9.13

La chirla, por Daniel Riquelme


(La chirla es el título que abarca los cinco capítulos iniciales de un libro más extenso.)





La mancha

Pone la mesa, limpia las botellas. Cada ventana tapiada con maderas apiladas. El rincón. Húmeda terraza templada. Una brisa tenue, delicada, barre despacio en las hojas luz de marzo que habla de madres preocupadas y niños inquietos esperando la hora de cruzar la plaza: un lugar abierto al juego. Resma intacta. La ciudad abierta.
Los hombres y las mujeres se ocultan y nadie sabe a ciencia cierta de qué se trata. Cada uno, espalda contra espalda, caminan con una soltura digna de la más absoluta confianza. En la mitad de la plaza, un prócer hecho monumento. Es ahí cuando el conductor alza su dedo de bronce y señala: “es por allá”, “es por allí”, “hacia allá”, pero el Tape está demasiado cansado, solo levanta la vista y sigue el gesto del signo que cada vez lo interroga menos.
Tras los edificios, más allá de las casillas bajas, la bruma del río sobre el Docke. Es tanta que no interesa, ni tarde encimada ni orquesta estable. La gata no le hace asco al aburrimiento que observo con el interés de otra oportunidad desperdiciada.
Contra la bruma de lo que no alcanza a vislumbrarse, con ojos achinados de corto de vista, algo se recorta con cierta nitidez y, como un pájaro perdido, llega la mancha: un padrillo arqueado sobre la yegüita mansa de don Ravena en el campito: “¡me la va a matar!” gritaba desesperado el correntino, mientras el semental dejaba los bofes sobre la yegüita que reculando y con ojitos entrecerrados de enamorada suplicaba: “¿eso es todo papito…?”
Todo. ¡Todo! ¿Todo? Se descalzó el morado garrote la yegüita y masticando trébol tierno, verde, reverde la mancha siguió de largo. El padrillo agotado se echó a la sombra del eucalipto aflojando las patas y un escalofrío atento le subía por la verija achicharrada, forrada en sudor gelatinoso y escozor ¡Pero! Las ortigas no flotan como el tufo de la bosta, sino que reverberan las bolas del padrillo, lagrimeando la gramilla bajo el claro cielo sanvicentino.
Al rasguido de la yegüita contra el alambre tejido se mezcla el chasquido de la sopapa de la bota que el Tape hunde en el mazacote de barro y bosta del potrero. El padrillo lo juna de costado mientras se entretiene mordisqueando las hojarascas de las cañas indias. Meta pala a la bosta, el Tape emboca las bolsas de arpillera de la forrajearía del turco Saíd para vaciarla más tarde en los bordes de la quinta; ahí ver de cerca a la Chirla abuela Rosa agachada, partiendo y desgranando la bosta seca sobre los surcos de los almácigos.
La mancha también derramó la acacia su fronda sobre el patio y, poco a poco, como quien no quiere la cosa, comencé a devanar los pliegues de aquella sombra bajo un sol que nos abrazaba junto al monte.
Las aguas del Riachuelo incendiadas, eructan su podredumbre a la niebla que lo prodiga. Un murmullo sordo sin espamento nos llenaba el buche y leve, muy leve caminaba la tarde. Siempre la tarde fue la hora del pecado, de la polca escalofriante de los contrarios que se dan cita bajo la carne.
Ahí viene.
Y no hay de qué quejarse.




La rajadura

La rajadura entró al pie de los plátanos gigantes de la vereda que anillaba la casa vieja, manchada de costras de pintura. El aire vecino empezó a enramarse entre las anchas paredes de barro. En los meados ladrillos florecieron sus nervaduras; una bocanada remontó la pared que nos separaba de la calle y la otra, escondida bajo las baldosas negras y ocres de la pieza, iba asomando su lomo guacho como esos hormigueros invisibles que explotan con los granizos del verano.
El aire vecino abrió su cauce sin rumbo, sin camino determinado caviló una luz remota, su fin ansiado, aunque no sea del todo cierto esto último… Los ladrillos pegados, algunos apilados y encimados a su piel de polvo, se acostaban tersos desde el mismo nacimiento de la casa. Galopa el vientre del casco añejo y descentrado, el suspiro que nos dejó el temporal trepa hacia la carga del techo de zinc con caída al patio y glicina.
El aire creció astuto. Escapó del saber albañil que intentó en más de una ocasión amordazarle las patas. Uno de los plátanos, no sabemos cual, tenía las raíces tan metidas en la tierra, tan hecha carne con la casa que de solo imaginarlas se nos helaban los labios y fascinados, mirábamos embizcados lo que la rajadura nos dejaba ver de sí misma.
Aire de zamba lechosa se escuchaba tras los postigos que la Chirla entrecierra cuando el mediodía no deja lugar a dudas y el sol de enero quema las chicharras; se va destiznando lenta la vereda y la sombra pasa a ser una serpentina de claridad incierta.
Incierto es el camino del charco de aire. En silencio, la rajadura trabaja su gesto. La casa de paredes anchas se avizora partida, desencajada, a punto de desarmarse. El aire vecino se nos hace familiar, pareciera cercano, nacido con la casa, hasta nombrarse con los nombres del padre desalojado.
Estamos en un barrio donde no faltan los oficios. Tal vez por eso, pedir al mismo aire que nos remedie sus consecuencias es demasiada cortesía. Ingenuidad también. El aire vecino nos recomienda picar unas franjas que lleguen al corazón mismo de la pared, a las profundidades de los ladrillos de barro. Nos dejan las manos empachadas las vigas de hierro que se calzan atravesando la rotura y mucho cemento con todo material que endurezca. Cerecita es un mantra que oculta por un tiempo las várices de la pared y la humedad que nos enferma. La rajadura nos suda a los oídos todas esas frases interrumpidas de nuestra infancia, imágenes rasgadas, la incomprensible sensación de no estar del todo vivos.
Resulta un primor el remiendo: lo ve y cierra. Veo cierro. Veo cierro. Y la zamba que alguna vez fue Zama vuelve a colarse lechosa tras los postigos.
Los hábitos de la casa parecieran acomodarse, volver la mesa familiar. Los plátanos inalcanzables extienden sus dedos allá, abajo, tan abajo, donde nadie mira la mueca sorda del aire que otra vez se avecina.
¿Cuántas veces soñamos derribar esos árboles? Los que nos protegieron de las sudestadas, de las insolaciones, de las crepitantes resolanas del verano, de golpe y porrazo pasaron a ser la causa de todos nuestros males. En una oportunidad llegamos a treparnos a una de sus ramas tan gruesas como el mismo tronco, pero a mitad de camino nos volvíamos temblando. Éramos pequeños, es verdad, pero esos plátanos nos hacían sentir más pequeños aún.
Revoque grueso, fino, enduído, lija, fijador. Cosméticas de la buena voluntad que tanto agradecen los parientes y los amigos, para que la comida familiar no se atragante y no caiga mal. Los trapos sucios siempre se lavan en casa.
Hinchados de optimismo optamos por una pintura color pastel acorde a las circunstancias.
Olvidamos.
Al fin y al cabo, de punta a punta, entre un extremo y otro, solo se trataba de eso, y justamente por eso, porque cuesta, hay que decirlo: nosotros no necesitábamos ese aire pero él tampoco necesitaba de nosotros. Solo de reojo, entre pasada de trapo de piso y mate, la Chirla murmuraba, casi para sí misma, que por más elástica que fuera o fuese la pintura igual se iba a volver a rajar.




Adentro afuera

Remontando la vereda de pastos aplastados, mojándose hasta las rodillas con el rocío lacio que dejó caer la noche, renguea la Chirla mientras se despeja a los manotazos un moscardón que no para de joderla. Meta darle vueltas alrededor de la cabeza, hasta se le quiso meter en la oreja, como si supiera, ¿no? Como si supiera que la Chirla tiene la cabeza llena de bichos y renguea. Recién camino a la feria, cuando pisa el macadán se da cuenta que lleva una bolsa en cada mano, y que si salió con las bolsas de los mandados es lunes, porque feria y lunes son siameses. ¿Así se le dice a los que nacen juntos y no pueden despegarse? No sé, hace con la cabeza que menea de un lado al otro como esas yeguas que mordisquean con rabia el freno. No sé, tal vez, no sé, bizquea revoleando los ojos la Chirla para ver si ve alguno de esos bichos de porquería que le zumban, no sabe si dentro o afuera de la cabeza. Recién cuando llega a pasar frente de la iglesia alcanza a ver los puestos armados con caños y lonas de la feria. En ambos lados de las calles laterales, esperan estacionadas las albóndigas que arrastran los puestos de un pueblo a otro. Los lunes bien temprano llegan los puesteros. Es un cuadro digno de ver pasar al puesto de los quesos tirado por un Citroën 2 CV, con las puertas atrancadas con pasadores de puertas de calle, la tapa del capó agarrada con alambre de fardo, el techo de loneta rayada blanca y verde, boqueando a punto de fundirse. Pasarán los años y seguirán pasando esos fierros gladiadores tirando del puesto que da de comer.
También hay otro puesto tirado por una chata a la que bautizaron “el camonetto de l’amore”. Ese lo maneja un negro Tape atorrante que dos por tres trae una Chirla nueva de acompañante para ayudarle a bajar los cajones de fruta. Las clientas lo gastan preguntándole a propósito para cuando los confites y él se ataja diciendo que “todavía está en edad de merecer”. De merecer una jubilación, diga ¿cuántos años tiene muchacho? “Apenas sesenta señora y todavía no encontré la madre de mis hijos”. ¡Pero usted ya está para criar nietos!- lo sacude una que lo mira con cariño – y me parece que se le cayó alguna sota por ahí… “Ya voy a sentar cabeza doña, ¿qué tiene de malo divertirse un poco?” Se va a ir en flor m´hijo…
Llega resoplando la Chirla a la feria. De memoria va a la pescadería, pasa al puesto de especias a comprar suelto clavos de olor, canela, pimienta negra en granos, ramitas de vainilla, harina de mandioca y un poco de pimentón dulce. Pregunta por un corte de cretona para hacer las cortinas del comedor pero se tienta con un brocato. Y pega la vuelta sobre sus pasos. Los pastos ya sin rocío. Del monte se eleva el tufo verde del húmedo colchón vegetal.
De vuelta de la feria, con la espalda doblada de bolsas cargadas, parada ante la puerta de su casa, la Chirla vuelve a escuchar ese pájaro asqueroso que le viene arrastrando el ala de pequeña. Busca en las ramas altas de los plátanos, en los pinos en doble fila que custodian el monte de ciruelos, en los aguaciles anunciando una lluvia que no llega. Busca pero no lo ve. Busca el pájaro que le canta chanchadas. Una búsqueda solitaria porque ¿a quién contarle que un pájaro negro le habla? ¿Negro? ¿Cómo sabe que es negro si nunca lo ha visto? Debe ser negro. Ningún otro color imagina para semejante bicho de porquería. Y que no le vengan con eso de la inocencia de los pájaros. Bicho de mierda.
Pájaro insistidor. De niña empezó a escucharlo, justo después de la muerte de su perra Chola. Un moquillo se la arrancó de los pies de su cama y al tiempito ese pájaro la culpaba de las vacunas y un montón de palabras que no entendía. ¡Ruác, ruác, ruác! Anunciaba que la sentencia se aproximaba. Un graznido hediondo le hacía abrir y cerrar las ventanas de la casa para ensordecer la pieza y meterse bajo la colcha de hilo. Ahí la encontró su madre, ahogada de fiebre y entumecida de horror. El diagnóstico de polio le dejó la chuequera que facilitó el sobrenombre en el barrio. Pero no le alcanzó a ese pájaro de porquería con comerle una pierna y dejarla más corta que la otra. Más corta y más flaca. Ahora viene por los bichos que la aturden y la guerra es atroz.
Y con las bolsas cargadas la Chirla no sabe si entra o sale, si está adentro o afuera el caracú del ossobuco que le han dicho que es bueno para la memoria.





Quimio

Aquí me estoy, guardada entre mis cosas. Me dejo estar reclinada, peino la peluca sobre la cabeza del maniquí calzado entre las rodillas. No sé si tal vez sea la noche. No sé si tal vez sea el día. Vomitando me la paso. Ni arcadas hago. Solo sale el chorro amarillo que arde como la puta madre. En la cama ya no sé cuántos días. El tiempo deja de contar. El tiempo se detiene a la espera de que algo vuelva a moverlo. Toda la vida de una se descompone. Y llegan los recuerdos. Una cadencia en los hombros. Así sale a bailar la moza. Vestido floreado, sencillo, de los lindos. Abre la boca cada vez que el bailarín pasa cerca y le susurra algo al oído.
Chirla escucha cómo afuera de la casa pasan las bicicletas sobre la calle de tierra. Corren los críos bajo la luz de la esquina volteando la obscuridad de los zanjones. A los empujones, entra la luz bochinchera por los pasillos que salen al patio. Se tritura la sal con los pies comidos de sarna y ventosas. Acalorados palos horqueteando la parra, rienda suelta a la transpiración que empapa los sobacos.
Tristeza tiznada, comedor desierto. Colgajos de pena trae la Chirla a la reunión familiar. ¡Ay de quién se pueda morir! – llora soñadora de aguardiente. Se pone triste la Chirla si se mama. Bajamos, bajamos hasta que los cardos nos queman las patas. Con el botiquín agarrado a la espalda como una mochila de oxígeno. De pura casualidad nomás no estoy con los pies dentro de la tierra y ya no sé cuánto falta.
En la cama me voy encogiendo como una aguaviva al sol. Me toco, me toco, a ver si el tacto, a ver si mis hombros, si algo me responde. Mis pechos perdidos. Yo cada vez más atenta. Cada vez más deshecha y cada vez más lúcida. Las tripas nunca se detienen. Las siento trabajar todo el día. Aún dormida, trabajan. Producen vómitos. Dormida vomito. Por eso así, de costado, para no ahogarme. Algo ha dicho: hasta acá. Algo ha dicho: basta. Pero no puedo escucharlo. Todavía no puedo. Todavía no.




Empalme

En el escaso margen de las vías al doblar, las paredes se chanflean cuando la formación que llega de Constitución se afirma inclinada, rozando los rosedales y campanillas azules sin dueño, destejiendo alambres al son de un ritmo que contrapuntea la cadencia vegetal. Hay tanto calor en esta tierra que pareciera paisaje a punto de hervor.
El dolor punzante en la nuca es signo de que aún no le hizo efecto la cura del ojeo. Tal vez deba volver a ir a casa de la hermana de Amanda a mirar esas gotas de aceite en el plato de agua.
¡Qué lo parió al agua y el aceite que nunca se juntan! Marido y mujer parecen… Una gota en cada punta del plato y si las mira y se juntan, ¡zas! ¿Lo conoces a Cagaste? ¡Ojeado! Bosteza a más no poder la hermana de Amanda. Bostezo largo. Con lágrimas si va pa’bruto el ojeo. Cuando el ojeo se cura, cada gota por su lado y si te he visto no me acuerdo.
Vías en mal estado. Son los gatos que arrancan sin despeinarse los clavos de los durmientes y se los venden al ciruja del barrio del Hongo que se los revende al jefe de la estación. Hongo le pusieron al barrio porque de la noche a la mañana brotan los niños. El viejo Tape Leónidas decía que el garche era uno de los pocos momentos en la vida que tiene el pobre para afirmarse. A la vuelta de cada esquina la realidad le surte al pobre la derrota, le impone la negación de sí; desde que se levanta hasta que se acuesta el ¡no! lo arrincona en la impotencia. Con los ojos bien abiertos, el viejo Tape veía, se veía en la destartalada pieza de Ciudadela, reflejado en su propio ejemplo de solicitante descolocado. Por eso, decía, en el momento de retener, de abstenerse, de hacerse un nudo en la pija, dónde el orden pide conciencia de clase, ahí es el pobre quien dice: ¡No! ¡Que nadie me quite la alegría de fecundar, carajo! Moral de turno llega con estadísticas, consejos, educación sexual. Moral de turno no se enteró que tal vez la vida sea una infección.
No sería la primera vez que el tren descarrila y los vagones salen a peludear el campo. El traqueteo cansino del convoy tira más a tanteo que a prudencia. No vaya a ser cosa.
El cambio de ritmo del tren llegando al Empalme San Vicente despierta al Tape. La persiana tableteada le bordó en la sien la perilla que no baja ni sube. Agarrotado, el cuello brega por recuperar el movimiento que involuntariamente el viaje ha quebrado. Abombado de calor y cansancio, el Tape alcanza a ver entredormido, los campos inundados, los juncos salpicados de huevos de sapos, sobre los zanjones que escoltan las vías hasta la ruta. Y mientras algo de lo inútil de esas tierras se le cruza sin llegar nunca al pensamiento, recuerda.



Amansadora

Martes a la mañana. Todos los martes por la mañana limpia los vidrios de los ventanales de la casa donde trabaja. Son tantas las ventanas que dan toda la vuelta… Dicen que así dejan ver el paisaje. Hoy es martes y hoy le toca. Y si en la semana llueve, el sábado al mediodía antes de irse, con vocecita de ternera degollada, la patrona le va a pedir que los repase. Entonces le toca otra vez. A veces sueña con esos ventanales enormes, se ve reflejada en los vidrios, la casa está vacía, no se ve nadie. Pasa el secador una y otra vez pero los vidrios permanecen obscuros. Friega y refriega esa suciedad que solo a ella deja reflejarse. Se desespera por transparentar, por ver qué hay del otro lado de la ventana del sueño. Despierta enojada, siempre. Limpiar los vidrios no le molesta. No es eso. Pero cuando limpia los vidrios se ve limpiar, seria, con ojos caídos de resignación, las crenchas que se le salen del pañuelo hecho bandana, se ve horriblemente fea, de una fealdad sin remedio. Aunque de un salto baje de la escalera, corra al bañito de servicio y agregue un poco de rubor, se tape las ojeras o se anime al rímel, le vuelve el desaliento. Entonces se ovilla al recuerdo del pellizcón en la cola del Tape o en la sonrisa de sus tesoros de regreso a su casa. Esos vidrios que limpia todas las semanas hasta la transparencia le muestran, le echan en cara. Los rompería a cascotazos.


Así las cosas vuelven a dejar la respiración contenida en la inmundicia que se desparrama a costa de las ramas segadas… En un momento se quiebra, es tanto el odio... Las piedras unas tras otra, sin diferencia… Las ráfagas dispersan el rocío sin pasto, la semilla sin surco, las venas sin sangre, los hombres sin nombres, las barrigas de siempre vacías de siempre… Las ráfagas no atemperan la flor ceñuda que mira de reojo, como si su boca no se atreviera, de una vez por todas, a darle un tarascón.
Chirla y todo empuja para hacerse lugar en el colectivo atestado, a eso de las seis, siete de la tarde, hasta las tetas de lo que en una época se conoció como “obreros”: gente que a través de los días y los años pasaban por la misma vereda, una y otra vez, a la misma hora y tomaban el mismo tren y Chirla y todo imaginaba un mundo donde lo mismo fuese abolido, demolido, arrancado de este mundo. Pero Chirla y todo no imaginaba, no conocía ese proverbio de tener cuidado con lo que se desea porque puede llegar a hacerse realidad. Pero cómo saber si eso que tanto anhelaba era un deseo, si tanta gente apelmazada volviendo de trabajar y queriendo, ahora sí, queriendo volver a sus casas a sentarse tranquilos, mirando por las ventanillas esa película que solo cambia la luz de los días y repite los mismos carteles, las mismas calles, las mismas paradas, las mismas caras de hastío de la gente que imaginó un temporal arremetiendo, un salto, un golpe de suerte, tal vez eso, un buen golpe que los arrojara lo suficientemente lejos, aunque no tanto, el llanto del crío de la Chirla madre niña que sube en una parada perdida allá en la ruta, los ñatos sentados que sufren un espasmo, un hachazo en la nuca y dejan caer con un golpe seco la pera contra el pecho como ese ejercicio de canto para relajar los músculos del cuello, para sacar la voz de abajo, bien de abajo.


Subió al colectivo una mujer tan bella, tan femenina que permanecí las casi dos horas del viaje mirándole la nuca, a veces su perfil; se quedó seria y absorbida en esa letanía del paisaje tras la ventanilla; me impactó al verla subir la gracia con que abrió la cartera, el gesto de tomar la moneda falsa que una y otra vez era escupida por la máquina de los boletos y ella sin alterarse, sin perder altivez, elevó la cartera sin agachar la cabeza, sin ese mamarracho de encorvarse, y luego, acomodando el ruedo de la pollera se sentó y permaneció en silencio; escultura de manos modestas que jugaban con anillos cambiándolos de dedos, ensoñada en el vaho de los oficios, en el regreso a casa.


Noche extraña y llena de lluvia mansa. Recién empieza el otoño. Apenas unos pasos afuera se pueden oler aquel verano abatido y el rodar de los relámpagos iluminando las nubes panzonas. Bajo sus vientres negros encender el cigarro al reparo del quicio, sin dejar de escuchar el partido en la radio mal sintonizada. La lluvia, sin duda, también caía sobre los breteles. La soga de la ropa es de plástico o plastificada, pero igual se pudre.
La amansadora del trabajo va doblando los huesos, va deformando los rostros hasta mimetizarlos con la cuerina marrón ferrocarril, hasta dejarte manso, bien mansito. Como la lluvia que azota el molino detenido al costado del tanque australiano convertido en lodazal. El viento fuerza lo que no gira. Por ahí un sonido discuerda o discordia el seseo de la lluvia soñada. El chirrido oxidado de los hierros, lo que el desuso ha vuelto inútil. Los cuerpos en fila, unos tras otros tomados de los pasamanos. Los gritos que se ganan la vida a los codazos en el amasijo. Aguantando.
Bien entrada la noche, llega la Chirla de trabajar, media destartalada con dos horas y pico de viaje en colectivo encima y pocas pulgas. Esto recién empieza. Tape asustado por ruido que irrumpe engañoso, portazo de puerta de chapa cerrada de mala gana de una patada. La perra llora por los truenos metida entre los trapos húmedos del galpón. Porque el miedo no es sonso, el Tape se queda hecho un poste en la cama. Su quedarse estaca contrasta la danza del sauce que allá afuera barre el charco de la calle, maldiciendo el beso seco que le saca de las manos su miserable felicidad, que le descansa ahora arrugada entre las piernas. Saluda con fastidio a la que hace rato para la olla. Preguntas que no preguntan nada. Los críos apilados contra la televisión.


Temblaba toda, cada pedacito del cuerpo se le distanciaba y se contraía en expansión mientras la tomaba de espaldas se deshacía en marea alta marea baja arena mojada quedaba deshecha sobre la cama hecha río navega a la deriva al compás del viento amante que le soba el lomo con picardía y en el lecho barroso inevitable, al fadi querer aferrarse a lo que imaginó cuando ensimismada se frotaba, contra los ladrillos huecos dejó clavada las uñas con sangre de aurora te aprieto los cantos, mocosa.


Nos habíamos acostumbrado al frío. Lomas nevadas con las chuzas inclinadas a favor del viento que nunca se detiene. El aire limpio en contiguo perfecto al cielo gris parejo, sin rastro, sin fuga. La lucha. El frío enraizado a los huesos. Entre la lucha por subsistir, después que el guiso aplana con su mansedumbre el hambre que nunca se acalla, la Chirla encuentra tiempo para sus plantas. En el remanso verde de la quinta del fondo, posa dedos agrietados de lavandina contra la ternura de las hojas de lechuga criolla recién brotada. Cuando las pencas reposan, separadas de las hojas de acelga con asombrosa blancura, van al mejunje de harina, huevos, leche y perejil picado, antes de la fritanga nocturna.
No afloja. Hace años que no enferma y si enfermó, no se enteró. Vivir al día no es una malformación congénita.
El empeño del viento desgasta la eternidad, la miente. Solo la impregna a quienes dejan la vida de lado, para otra ocasión. Lo dejo para otra vida, dijo el Tape cuando le preguntaron por su padre. Entonces cobijarnos y soñar el progreso. Salir con poco y volver con menos. De ahí al fondo a espiar lo sembrado. Como cuando los puentes y los estanques. Materia dispuesta.
Ahora cielo gris continuo, sin grietas. Ese gris que a la Chirla ni le va ni le viene, no se le cruza. Desmaleza agachada los almácigos de habas y recorta los tallos de los repollos. Entre las plantas descubre algún nido en la tierra donde las batarazas ponen sus huevos; entonces vuelve a arrimar los tallos para cubrirlos, como queriendo incidir lo menos posible en un orden que la concierne. Un pacto silencioso y ancestral entre ponedoras. La fertilidad sigue siendo un misterio, a pesar de las interpretaciones impostadas de los vendedores ambulantes de escuelas.
Lo que sí le sale al paso a la Chirla es la tiznada que clama fideos, polenta, algún menudo de yapa y el cerco de críos que cimbran sin tocarla, a los que hay que acercar y acercar, arrastrarlos si es necesario, hasta que conviden el vacío que les hincha las barrigas. Que las buenas costumbres se acaban cuando se suelta la mano del cuidado. Vivir al día. Algo se aprende, mastica Chirla: el retiro va a peor.