(La chirla es el título que abarca los cinco capítulos iniciales de un libro más extenso.)
La mancha
Pone
la mesa, limpia las botellas. Cada ventana tapiada con maderas apiladas. El
rincón. Húmeda terraza templada. Una brisa tenue, delicada, barre despacio en
las hojas luz de marzo que habla de madres preocupadas y niños inquietos
esperando la hora de cruzar la plaza: un lugar abierto al juego. Resma intacta.
La ciudad abierta.
Los
hombres y las mujeres se ocultan y nadie sabe a ciencia cierta de qué se trata.
Cada uno, espalda contra espalda, caminan con una soltura digna de la más
absoluta confianza. En la mitad de la plaza, un prócer hecho monumento. Es ahí
cuando el conductor alza su dedo de bronce y señala: “es por allá”, “es
por allí”, “hacia allá”, pero el Tape está demasiado cansado, solo levanta la
vista y sigue el gesto del signo que cada vez lo interroga menos.
Tras
los edificios, más allá de las casillas bajas, la bruma del río sobre el Docke.
Es tanta que no interesa, ni tarde encimada ni orquesta estable. La gata no le
hace asco al aburrimiento que observo con el interés de otra oportunidad
desperdiciada.
Contra
la bruma de lo que no alcanza a vislumbrarse, con ojos achinados de corto de
vista, algo se recorta con cierta nitidez y, como un pájaro perdido, llega la
mancha: un padrillo arqueado sobre la yegüita mansa de don Ravena en el
campito: “¡me la va a matar!” gritaba desesperado el correntino, mientras el
semental dejaba los bofes sobre la yegüita que reculando y con ojitos
entrecerrados de enamorada suplicaba: “¿eso es todo papito…?”
Todo.
¡Todo! ¿Todo? Se descalzó el morado garrote la yegüita y masticando trébol
tierno, verde, reverde la mancha siguió de largo. El padrillo agotado se echó a
la sombra del eucalipto aflojando las patas y un escalofrío atento le subía por
la verija achicharrada, forrada en sudor gelatinoso y escozor… ¡Pero! Las ortigas no flotan
como el tufo de la bosta, sino que reverberan las bolas del padrillo,
lagrimeando la gramilla bajo el claro cielo sanvicentino.
Al
rasguido de la yegüita contra el alambre tejido se mezcla el chasquido de la
sopapa de la bota que el Tape hunde en el mazacote de barro y bosta del
potrero. El padrillo lo juna de costado mientras se entretiene mordisqueando
las hojarascas de las cañas indias. Meta pala a la bosta, el Tape emboca las bolsas
de arpillera de la forrajearía del turco Saíd para vaciarla más tarde en los
bordes de la quinta; ahí ver de cerca a la Chirla abuela Rosa agachada,
partiendo y desgranando la bosta seca sobre los surcos de los almácigos.
La
mancha también derramó la acacia su fronda sobre el patio y, poco a poco, como
quien no quiere la cosa, comencé a devanar los pliegues de aquella sombra bajo
un sol que nos abrazaba junto al monte.
Las
aguas del Riachuelo incendiadas, eructan su podredumbre a la niebla que lo
prodiga. Un murmullo sordo sin espamento nos llenaba el buche y leve, muy leve
caminaba la tarde. Siempre la tarde fue la hora del pecado, de la polca
escalofriante de los contrarios que se dan cita bajo la carne.
Ahí
viene.
Y
no hay de qué quejarse.
La rajadura
La
rajadura entró al pie de los plátanos gigantes de la vereda que anillaba la
casa vieja, manchada de costras de pintura. El aire vecino empezó a enramarse
entre las anchas paredes de barro. En los meados ladrillos florecieron sus
nervaduras; una bocanada remontó la pared que nos separaba de la calle y la
otra, escondida bajo las baldosas negras y ocres de la pieza, iba asomando su
lomo guacho como esos hormigueros invisibles que explotan con los granizos del
verano.
El
aire vecino abrió su cauce sin rumbo, sin camino determinado caviló una luz
remota, su fin ansiado, aunque no sea del todo cierto esto último… Los
ladrillos pegados, algunos apilados y encimados a su piel de polvo, se
acostaban tersos desde el mismo nacimiento de la casa. Galopa el vientre del
casco añejo y descentrado, el suspiro que nos dejó el temporal trepa hacia la
carga del techo de zinc con caída al patio y glicina.
El
aire creció astuto. Escapó del saber albañil que intentó en más de una ocasión
amordazarle las patas. Uno de los plátanos, no sabemos cual, tenía las raíces
tan metidas en la tierra, tan hecha carne con la casa que de solo imaginarlas
se nos helaban los labios y fascinados, mirábamos embizcados lo que la rajadura
nos dejaba ver de sí misma.
Aire
de zamba lechosa se escuchaba tras los postigos que la Chirla entrecierra
cuando el mediodía no deja lugar a dudas y el sol de enero quema las
chicharras; se va destiznando lenta la vereda y la sombra pasa a ser una
serpentina de claridad incierta.
Incierto
es el camino del charco de aire. En silencio, la rajadura trabaja su gesto. La
casa de paredes anchas se avizora partida, desencajada, a punto de desarmarse.
El aire vecino se nos hace familiar, pareciera cercano, nacido con la casa,
hasta nombrarse con los nombres del padre desalojado.
Estamos
en un barrio donde no faltan los oficios. Tal vez por eso, pedir al mismo aire
que nos remedie sus consecuencias es demasiada cortesía. Ingenuidad también. El
aire vecino nos recomienda picar unas franjas que lleguen al corazón mismo de
la pared, a las profundidades de los ladrillos de barro. Nos dejan las manos
empachadas las vigas de hierro que se calzan atravesando la rotura y mucho
cemento con todo material que endurezca. Cerecita es un mantra que oculta por
un tiempo las várices de la pared y la humedad que nos enferma. La rajadura nos
suda a los oídos todas esas frases interrumpidas de nuestra infancia, imágenes
rasgadas, la incomprensible sensación de no estar del todo vivos.
Resulta
un primor el remiendo: lo ve y cierra. Veo cierro. Veo cierro. Y la zamba que
alguna vez fue Zama vuelve a colarse lechosa tras los postigos.
Los
hábitos de la casa parecieran acomodarse, volver la mesa familiar. Los plátanos
inalcanzables extienden sus dedos allá, abajo, tan abajo, donde nadie mira la
mueca sorda del aire que otra vez se avecina.
¿Cuántas
veces soñamos derribar esos árboles? Los que nos protegieron de las sudestadas,
de las insolaciones, de las crepitantes resolanas del verano, de golpe y
porrazo pasaron a ser la causa de todos nuestros males. En una oportunidad
llegamos a treparnos a una de sus ramas tan gruesas como el mismo tronco, pero
a mitad de camino nos volvíamos temblando. Éramos pequeños, es verdad, pero
esos plátanos nos hacían sentir más pequeños aún.
Revoque
grueso, fino, enduído, lija, fijador. Cosméticas de la buena voluntad que tanto
agradecen los parientes y los amigos, para que la comida familiar no se
atragante y no caiga mal. Los trapos sucios siempre se lavan en casa.
Hinchados
de optimismo optamos por una pintura color pastel acorde a las circunstancias.
Olvidamos.
Al
fin y al cabo, de punta a punta, entre un extremo y otro, solo se trataba de
eso, y justamente por eso, porque cuesta, hay que decirlo: nosotros no
necesitábamos ese aire pero él tampoco necesitaba de nosotros. Solo de reojo,
entre pasada de trapo de piso y mate, la Chirla murmuraba, casi para sí misma,
que por más elástica que fuera o fuese la pintura igual se iba a volver a
rajar.
Adentro afuera
Remontando
la vereda de pastos aplastados, mojándose hasta las rodillas con el rocío lacio
que dejó caer la noche, renguea la Chirla mientras se despeja a los manotazos
un moscardón que no para de joderla. Meta darle vueltas alrededor de la cabeza,
hasta se le quiso meter en la oreja, como si supiera, ¿no? Como si supiera que
la Chirla tiene la cabeza llena de bichos y renguea. Recién camino a la feria,
cuando pisa el macadán se da cuenta que lleva una bolsa en cada mano, y que si
salió con las bolsas de los mandados es lunes, porque feria y lunes son
siameses. ¿Así se le dice a los que nacen juntos y no pueden despegarse? No sé,
hace con la cabeza que menea de un lado al otro como esas yeguas que
mordisquean con rabia el freno. No sé, tal vez, no sé, bizquea revoleando los
ojos la Chirla para ver si ve alguno de esos bichos de porquería que le zumban,
no sabe si dentro o afuera de la cabeza. Recién cuando llega a pasar frente de
la iglesia alcanza a ver los puestos armados con caños y lonas de la feria. En
ambos lados de las calles laterales, esperan estacionadas las albóndigas que
arrastran los puestos de un pueblo a otro. Los lunes bien temprano llegan los
puesteros. Es un cuadro digno de ver pasar al puesto de los quesos tirado por
un Citroën 2 CV, con las puertas atrancadas con pasadores de puertas de calle,
la tapa del capó agarrada con alambre de fardo, el techo de loneta rayada
blanca y verde, boqueando a punto de fundirse. Pasarán los años y seguirán
pasando esos fierros gladiadores tirando del puesto que da de comer.
También
hay otro puesto tirado por una chata a la que bautizaron “el camonetto de l’amore”.
Ese lo maneja un negro Tape atorrante que dos por tres trae una Chirla nueva de
acompañante para ayudarle a bajar los cajones de fruta. Las clientas lo gastan
preguntándole a propósito para cuando los confites y él se ataja diciendo que
“todavía está en edad de merecer”. De merecer una jubilación, diga ¿cuántos
años tiene muchacho? “Apenas sesenta señora y todavía no encontré la madre de
mis hijos”. ¡Pero usted ya está para criar nietos!- lo sacude una que lo mira
con cariño – y me parece que se le cayó alguna sota por ahí… “Ya voy a sentar
cabeza doña, ¿qué tiene de malo divertirse un poco?” Se va a ir en flor m´hijo…
Llega
resoplando la Chirla a la feria. De memoria va a la pescadería, pasa al puesto
de especias a comprar suelto clavos de olor, canela, pimienta negra en granos,
ramitas de vainilla, harina de mandioca y un poco de pimentón dulce. Pregunta
por un corte de cretona para hacer las cortinas del comedor pero se tienta con
un brocato. Y pega la vuelta sobre sus pasos. Los pastos ya sin rocío. Del
monte se eleva el tufo verde del húmedo colchón vegetal.
De
vuelta de la feria, con la espalda doblada de bolsas cargadas, parada ante la
puerta de su casa, la Chirla vuelve a escuchar ese pájaro asqueroso que le
viene arrastrando el ala de pequeña. Busca en las ramas altas de los plátanos,
en los pinos en doble fila que custodian el monte de ciruelos, en los aguaciles
anunciando una lluvia que no llega. Busca pero no lo ve. Busca el pájaro que le
canta chanchadas. Una búsqueda solitaria porque ¿a quién contarle que un pájaro
negro le habla? ¿Negro? ¿Cómo sabe que es negro si nunca lo ha visto? Debe ser
negro. Ningún otro color imagina para semejante bicho de porquería. Y que no le
vengan con eso de la inocencia de los pájaros. Bicho de mierda.
Pájaro
insistidor. De niña empezó a escucharlo, justo después de la muerte de su perra
Chola. Un moquillo se la arrancó de los pies de su cama y al tiempito ese
pájaro la culpaba de las vacunas y un montón de palabras que no entendía.
¡Ruác, ruác, ruác! Anunciaba que la sentencia se aproximaba. Un graznido
hediondo le hacía abrir y cerrar las ventanas de la casa para ensordecer la
pieza y meterse bajo la colcha de hilo. Ahí la encontró su madre, ahogada de
fiebre y entumecida de horror. El diagnóstico de polio le dejó la chuequera que
facilitó el sobrenombre en el barrio. Pero no le alcanzó a ese pájaro de
porquería con comerle una pierna y dejarla más corta que la otra. Más corta y
más flaca. Ahora viene por los bichos que la aturden y la guerra es atroz.
Y
con las bolsas cargadas la Chirla no sabe si entra o sale, si está adentro o
afuera el caracú del ossobuco que le han dicho que es bueno para la memoria.
Quimio
Aquí
me estoy, guardada entre mis cosas. Me dejo estar reclinada, peino la peluca
sobre la cabeza del maniquí calzado entre las rodillas. No sé si tal vez sea la
noche. No sé si tal vez sea el día. Vomitando me la paso. Ni arcadas hago. Solo
sale el chorro amarillo que arde como la puta madre. En la cama ya no sé cuántos
días. El tiempo deja de contar. El tiempo se detiene a la espera de que algo
vuelva a moverlo. Toda la vida de una se descompone. Y llegan los recuerdos.
Una cadencia en los hombros. Así sale a bailar la moza. Vestido floreado,
sencillo, de los lindos. Abre la boca cada vez que el bailarín pasa cerca y le
susurra algo al oído.
Chirla
escucha cómo afuera de la casa pasan las bicicletas sobre la calle de tierra.
Corren los críos bajo la luz de la esquina volteando la obscuridad de los
zanjones. A los empujones, entra la luz bochinchera por los pasillos que salen
al patio. Se tritura la sal con los pies comidos de sarna y ventosas.
Acalorados palos horqueteando la parra, rienda suelta a la transpiración que
empapa los sobacos.
Tristeza
tiznada, comedor desierto. Colgajos de pena trae la Chirla a la reunión
familiar. ¡Ay de quién se pueda morir! – llora soñadora de aguardiente. Se pone
triste la Chirla si se mama. Bajamos, bajamos hasta que los cardos nos queman
las patas. Con el botiquín agarrado a la espalda como una mochila de oxígeno.
De pura casualidad nomás no estoy con los pies dentro de la tierra y ya no sé
cuánto falta.
En
la cama me voy encogiendo como una aguaviva al sol. Me toco, me toco, a ver si
el tacto, a ver si mis hombros, si algo me responde. Mis pechos perdidos. Yo
cada vez más atenta. Cada vez más deshecha y cada vez más lúcida. Las tripas
nunca se detienen. Las siento trabajar todo el día. Aún dormida, trabajan.
Producen vómitos. Dormida vomito. Por eso así, de costado, para no ahogarme.
Algo ha dicho: hasta acá. Algo ha dicho: basta. Pero no puedo escucharlo.
Todavía no puedo. Todavía no.
Empalme
En
el escaso margen de las vías al doblar, las paredes se chanflean cuando la
formación que llega de Constitución se afirma inclinada, rozando los rosedales
y campanillas azules sin dueño, destejiendo alambres al son de un ritmo que
contrapuntea la cadencia vegetal. Hay tanto calor en esta tierra que pareciera
paisaje a punto de hervor.
El
dolor punzante en la nuca es signo de que aún no le hizo efecto la cura del
ojeo. Tal vez deba volver a ir a casa de la hermana de Amanda a mirar esas
gotas de aceite en el plato de agua.
¡Qué
lo parió al agua y el aceite que nunca se juntan! Marido y mujer parecen… Una
gota en cada punta del plato y si las mira y se juntan, ¡zas! ¿Lo conoces a
Cagaste? ¡Ojeado! Bosteza a más no poder la hermana de Amanda. Bostezo largo.
Con lágrimas si va pa’bruto el ojeo. Cuando el ojeo se cura, cada gota por su
lado y si te he visto no me acuerdo.
Vías
en mal estado. Son los gatos que arrancan sin despeinarse los clavos de los
durmientes y se los venden al ciruja del barrio del Hongo que se los revende al
jefe de la estación. Hongo le pusieron al barrio porque de la noche a la mañana
brotan los niños. El viejo Tape Leónidas decía que el garche era uno de los
pocos momentos en la vida que tiene el pobre para afirmarse. A la vuelta de
cada esquina la realidad le surte al pobre la derrota, le impone la negación de
sí; desde que se levanta hasta que se acuesta el ¡no! lo arrincona en la
impotencia. Con los ojos bien abiertos, el viejo Tape veía, se veía en la
destartalada pieza de Ciudadela, reflejado en su propio ejemplo de solicitante
descolocado. Por eso, decía, en el momento de retener, de abstenerse, de
hacerse un nudo en la pija, dónde el orden pide conciencia de clase, ahí es el
pobre quien dice: ¡No! ¡Que nadie me quite la alegría de fecundar, carajo!
Moral de turno llega con estadísticas, consejos, educación sexual. Moral de
turno no se enteró que tal vez la vida sea una infección.
No
sería la primera vez que el tren descarrila y los vagones salen a peludear el
campo. El traqueteo cansino del convoy tira más a tanteo que a prudencia. No
vaya a ser cosa.
El
cambio de ritmo del tren llegando al Empalme San Vicente despierta al Tape. La
persiana tableteada le bordó en la sien la perilla que no baja ni sube.
Agarrotado, el cuello brega por recuperar el movimiento que involuntariamente
el viaje ha quebrado. Abombado de calor y cansancio, el Tape alcanza a ver
entredormido, los campos inundados, los juncos salpicados de huevos de sapos,
sobre los zanjones que escoltan las vías hasta la ruta. Y mientras algo de lo
inútil de esas tierras se le cruza sin llegar nunca al pensamiento, recuerda.
Amansadora
Martes
a la mañana. Todos los martes por la mañana limpia los vidrios de los
ventanales de la casa donde trabaja. Son tantas las ventanas que dan toda la
vuelta… Dicen que así dejan ver el paisaje. Hoy es martes y hoy le toca. Y si
en la semana llueve, el sábado al mediodía antes de irse, con vocecita de
ternera degollada, la patrona le va a pedir que los repase. Entonces le toca
otra vez. A veces sueña con esos ventanales enormes, se ve reflejada en los
vidrios, la casa está vacía, no se ve nadie. Pasa el secador una y otra vez
pero los vidrios permanecen obscuros. Friega y refriega esa suciedad que solo a
ella deja reflejarse. Se desespera por transparentar, por ver qué hay del otro
lado de la ventana del sueño. Despierta enojada, siempre. Limpiar los vidrios
no le molesta. No es eso. Pero cuando limpia los vidrios se ve limpiar, seria,
con ojos caídos de resignación, las crenchas que se le salen del pañuelo hecho
bandana, se ve horriblemente fea, de una fealdad sin remedio. Aunque de un salto
baje de la escalera, corra al bañito de servicio y agregue un poco de rubor, se
tape las ojeras o se anime al rímel, le vuelve el desaliento. Entonces se
ovilla al recuerdo del pellizcón en la cola del Tape o en la sonrisa de sus
tesoros de regreso a su casa. Esos vidrios que limpia todas las semanas hasta
la transparencia le muestran, le echan en cara. Los rompería a cascotazos.
Así
las cosas vuelven a dejar la respiración contenida en la inmundicia que se
desparrama a costa de las ramas segadas… En un momento se quiebra, es tanto el
odio... Las piedras unas tras otra, sin diferencia… Las ráfagas dispersan el
rocío sin pasto, la semilla sin surco, las venas sin sangre, los hombres sin
nombres, las barrigas de siempre vacías de siempre… Las ráfagas no atemperan la
flor ceñuda que mira de reojo, como si su boca no se atreviera, de una vez por
todas, a darle un tarascón.
Chirla
y todo empuja para hacerse lugar en el colectivo atestado, a eso de las seis,
siete de la tarde, hasta las tetas de lo que en una época se conoció como
“obreros”: gente que a través de los días y los años pasaban por la misma
vereda, una y otra vez, a la misma hora y tomaban el mismo tren y Chirla y todo
imaginaba un mundo donde lo mismo fuese abolido, demolido, arrancado de este
mundo. Pero Chirla y todo no imaginaba, no conocía ese proverbio de tener
cuidado con lo que se desea porque puede llegar a hacerse realidad. Pero cómo
saber si eso que tanto anhelaba era un deseo, si tanta gente apelmazada
volviendo de trabajar y queriendo, ahora sí, queriendo volver a sus casas a
sentarse tranquilos, mirando por las ventanillas esa película que solo cambia
la luz de los días y repite los mismos carteles, las mismas calles, las mismas
paradas, las mismas caras de hastío de la gente que imaginó un temporal
arremetiendo, un salto, un golpe de suerte, tal vez eso, un buen golpe que los
arrojara lo suficientemente lejos, aunque no tanto, el llanto del crío de la
Chirla madre niña que sube en una parada perdida allá en la ruta, los ñatos
sentados que sufren un espasmo, un hachazo en la nuca y dejan caer con un golpe
seco la pera contra el pecho como ese ejercicio de canto para relajar los
músculos del cuello, para sacar la voz de abajo, bien de abajo.
Subió
al colectivo una mujer tan bella, tan femenina que permanecí las casi dos horas
del viaje mirándole la nuca, a veces su perfil; se quedó seria y absorbida en
esa letanía del paisaje tras la ventanilla; me impactó al verla subir la gracia
con que abrió la cartera, el gesto de tomar la moneda falsa que una y otra vez
era escupida por la máquina de los boletos y ella sin alterarse, sin perder
altivez, elevó la cartera sin agachar la cabeza, sin ese mamarracho de
encorvarse, y luego, acomodando el ruedo de la pollera se sentó y permaneció en
silencio; escultura de manos modestas que jugaban con anillos cambiándolos de
dedos, ensoñada en el vaho de los oficios, en el regreso a casa.
Noche
extraña y llena de lluvia mansa. Recién empieza el otoño. Apenas unos pasos
afuera se pueden oler aquel verano abatido y el rodar de los relámpagos
iluminando las nubes panzonas. Bajo sus vientres negros encender el cigarro al
reparo del quicio, sin dejar de escuchar el partido en la radio mal
sintonizada. La lluvia, sin duda, también caía sobre los breteles. La soga de
la ropa es de plástico o plastificada, pero igual se pudre.
La
amansadora del trabajo va doblando los huesos, va deformando los rostros hasta
mimetizarlos con la cuerina marrón ferrocarril, hasta dejarte manso, bien
mansito. Como la lluvia que azota el molino detenido al costado del tanque
australiano convertido en lodazal. El viento fuerza lo que no gira. Por ahí un
sonido discuerda o discordia el seseo de la lluvia soñada. El chirrido oxidado
de los hierros, lo que el desuso ha vuelto inútil. Los cuerpos en fila, unos
tras otros tomados de los pasamanos. Los gritos que se ganan la vida a los
codazos en el amasijo. Aguantando.
Bien
entrada la noche, llega la Chirla de trabajar, media destartalada con dos horas
y pico de viaje en colectivo encima y pocas pulgas. Esto recién empieza. Tape
asustado por ruido que irrumpe engañoso, portazo de puerta de chapa cerrada de
mala gana de una patada. La perra llora por los truenos metida entre los trapos
húmedos del galpón. Porque el miedo no es sonso, el Tape se queda hecho un
poste en la cama. Su quedarse estaca contrasta la danza del sauce que allá
afuera barre el charco de la calle, maldiciendo el beso seco que le saca de las
manos su miserable felicidad, que le descansa ahora arrugada entre las piernas.
Saluda con fastidio a la que hace rato para la olla. Preguntas que no preguntan
nada. Los críos apilados contra la televisión.
Temblaba
toda, cada pedacito del cuerpo se le distanciaba y se contraía en expansión
mientras la tomaba de espaldas se deshacía en marea alta marea baja arena
mojada quedaba deshecha sobre la cama hecha río navega a la deriva al compás
del viento amante que le soba el lomo con picardía y en el lecho barroso
inevitable, al fadi querer
aferrarse a lo que imaginó cuando ensimismada se frotaba, contra los ladrillos
huecos dejó clavada las uñas con sangre de aurora te aprieto los cantos,
mocosa.
Nos
habíamos acostumbrado al frío. Lomas nevadas con las chuzas inclinadas a favor
del viento que nunca se detiene. El aire limpio en contiguo perfecto al cielo
gris parejo, sin rastro, sin fuga. La lucha. El frío enraizado a los huesos.
Entre la lucha por subsistir, después que el guiso aplana con su mansedumbre el
hambre que nunca se acalla, la Chirla encuentra tiempo para sus plantas. En el
remanso verde de la quinta del fondo, posa dedos agrietados de lavandina contra
la ternura de las hojas de lechuga criolla recién brotada. Cuando las pencas
reposan, separadas de las hojas de acelga con asombrosa blancura, van al
mejunje de harina, huevos, leche y perejil picado, antes de la fritanga
nocturna.
No
afloja. Hace años que no enferma y si enfermó, no se enteró. Vivir al día no es
una malformación congénita.
El
empeño del viento desgasta la eternidad, la miente. Solo la impregna a quienes
dejan la vida de lado, para otra ocasión. Lo dejo para otra vida, dijo el Tape
cuando le preguntaron por su padre. Entonces cobijarnos y soñar el progreso.
Salir con poco y volver con menos. De ahí al fondo a espiar lo sembrado. Como
cuando los puentes y los estanques. Materia dispuesta.
Ahora
cielo gris continuo, sin grietas. Ese gris que a la Chirla ni le va ni le
viene, no se le cruza. Desmaleza agachada los almácigos de habas y recorta los
tallos de los repollos. Entre las plantas descubre algún nido en la tierra
donde las batarazas ponen sus huevos; entonces vuelve a arrimar los tallos para
cubrirlos, como queriendo incidir lo menos posible en un orden que la
concierne. Un pacto silencioso y ancestral entre ponedoras. La fertilidad sigue
siendo un misterio, a pesar de las interpretaciones impostadas de los
vendedores ambulantes de escuelas.
Lo que sí le sale al paso a la Chirla es la tiznada
que clama fideos, polenta, algún menudo de yapa y el cerco de críos que cimbran
sin tocarla, a los que hay que acercar y acercar, arrastrarlos si es necesario,
hasta que conviden el vacío que les hincha las barrigas. Que las buenas
costumbres se acaban cuando se suelta la mano del cuidado. Vivir al día. Algo
se aprende, mastica Chirla: el retiro va a peor.