A Hebe Solves la reencontré un día en el patio de
las magnolias, en una vieja casona de la
calle 3 de febrero del barrio de
Belgrano (había sido, según dicen,
propiedad de Eduarda Mansilla), sentada a la sombra del antiguo árbol, leyendo
un libro, mientras detrás corría el rumor de un tren que no se veía.
Allí funcionaba la Escuela de
Capacitación docente, donde concurrían maestros y profesores a presenciar clases de
perfeccionamiento, los dos éramos
profesores.
Y allí estaba Hebe, como si se
hallara en un mundo paralelo, su cabeza
de cabellos muy blancos ocultaba lo que leía, me sonrió, como si el tiempo que
había transcurrido no existiera.
Yo la conocía de hace añares, cuando ambos vagabundeábamos y divagábamos por la
calle Corrientes, ella era algo así como la reina de esas veladas interminables. Siempre fue una mujer muy
hermosa y siempre estuvo envuelta en amoríos, arrebatos pasionales y
discusiones muy graciosas.
Cuando me miraba, o me dirigía
la palabra, lo hacía tan dulcemente, como si nuestra amistad se ubicara en un
espacio especial.
Hablaba lento, con un tono de
voz muy bajo y acentuando levemente lo que decía.
Escribió poemas, casi todos ellos rondaban su vida personal,
retrataban su existencia, ya que era una mujer que utilizaba la literatura para
exponer sus pequeños dramas, descubrimientos y tenues alegrías.
La frecuenté siempre y su mirada resumía el pasado común,
hasta conocí y visité a su madre, Ester, muchas tardes charlé con ella en el
gremio. Nunca me voy a olvidar del rostro incrédulo de Hebe; cuando la veía
en la casa de la calle Paraná nos
reíamos mucho.
Tomaba un viejo ascensor hasta
el tercer piso, y ella me esperaba en la
puerta, su expresión indicaba que me habías estado aguardando.
Como cuando la reencontré un día, leyendo un
libro, con la cabeza blanca ocultando lo que leía y levantándose después para saludarme, como si nunca nos hubiéramos ausentado.
*
EL EXILIO
Es
de noche o madrugada y las rocas
de
la pendiente relumbran. La luz
se
desprende del sufrimiento y borra
la mano que la toca. Las figuras
son
máscaras que nadie desaloja.
La
sombra también ilumina, Padres.
Cierro
los ojos al dolor y nombran
los
otros lo que ven. Sufren y arden
encadenados,
solos, ciegos, juntos
y
perdidos, construyendo ciudades
donde
vivir a tientas. Y en la fosa
encontramos
nuestro país, la música
de
los exiliados, aquel idioma
nuevo,
viejo y olvidado a la vez.
(Heve
Solves, en: Desalojados, 1984-1989)
OTRO PUENTE
Hay
puentes que se aferran a la tarde
cuando
la calle es sombra, pura sombra
extendida
en la luz que ya no arde.
Miro
hacia atrás. Mi historia borrosa
se parece al olvido, vuelve al cruce
de
las vidas ajenas, es el hueco
que traza el horizonte y hunde
su pie en la oscuridad. Soy y no muero
cuando
dejo de ser en la mirada
que
ya fue; es el pasado lo que vuelve
como
sueño de amor, y nunca alcanza.
Será por eso
que la noche es puente
entre
los dos y anuncia otra mañana
donde
nos mire un sol más inocente.
(Heve
Solves, en: El fiel de la memoria,
1992-1994)
LA TERRAZA DE TARDE
Vuelve el invierno sobre la terraza desierta
y la lluvia a la puerta del cuarto me visita
como
un amigo pródigo.
Se
imprime la caída
en
el casco cerámico de los ventiletes
en
el destello de las latas
en
la mancha de sombra del reboque.
La mampostería envejece
Humedeciéndose
en las miradas.
Yo
no quiero salir al aire libre.
Miro,
te veo
conducir
la sonrisa entre palabras
como
baja entre grietas o perfiles de guano
un
hilo barroso de agua.
Y
no puedo dejar de estar aquí,.
A veces
son
las nubes cerradas ojos ciegos
donde
me veo mirarte y me sorprende
la
curva de tus cejas,
la
línea central de la barba que se bifurca
en la garganta.
“Uno
no se reconoce”,
oigo
decir a la voz que cae
en gotas gruesas
como
el techo sobre un charco
y
se transforma en otra.
Eso
que humedece y repica.
Al fin , la
intemperie
guarece
de la mirada distante
de las horas que pasan
vengando
el haber sido.
(Heve
Solves, en: El fiel de la memoria,
1992-1994)