Nunca, como se puede observar,
el poder y la arrogancia de la mercadería fueron tan fuertes y tan frágiles.
Una crisis en Wall Street, y estalla la convulsión que pronostica un posible
derrumbe (como anuncia con orgullo la prensa: “200 millones de dólares se
hicieron humo en una hora”). Si no se produce el crac final, se debe probablemente a que es permanente y no tiene
fondo. ¿Qué es un libro en este torbellino cada vez más ficticio, que moviliza
el dinero como espectro eficaz? ¿Qué quieren decir esas frases impresas para
alguien que vuelve de la Buchness de
Frankfurt donde, en un horizonte de escaleras mecánicas y de robots ansiosos,
una treintena de personas se tiran por la cabeza cientos de miles o millones de
dólares mientras hablan de escritores muertos que están más o menos encerrados
entre cuatro paredes y bajo control? ¿Y qué es un cuadro bajo el fuego cruzado
de las ventas oficiales o paralelas? Mejor no pensar en eso, viva la fuga hacia
adelante. Pero igual quiero hablar de un libro que nadie leerá, o que se leerá
apenas, de un libro tan destructor y tan invisible a la luz del día como la
carta robada de Edgar Allan Poe; de un libro que dice la verdad que nadie
quiere, pinchazo en el enorme globo de los intercambios. No lo lean sobre todo
si quieren seguir soñando o corriendo por los túneles de la época. Como dijo un
filósofo genial cuyo nombre en lo sucesivo es mejor no pronunciar: “el proceso
del intercambio se ha identificado con todo uso posible, y lo ha reducido a su
capricho”. Y Debord, hoy: “Por primera vez, los dueños de todo lo que se hace y
los de todo lo que se dice acerca de los que se hace son los mismos.”
Harían
falta muchas páginas para describir las actividades clandestinas de Guy Debord,
escritor francés del cual algunos amateurs saben que es, de lejos, el pensador
más original y más radical de nuestro tiempo. Un lector en Jerusalén, otro en
Estocolmo, uno más en Sydney, dos en París, cinco o seis en otros lugares, es
por demás suficiente. Dejemos de lado la Internacional Situacionista y las
famosas tesis de La Sociedad del
Espectáculo, tesis corregidas y profundizadas en los Comentarios de 1988. Y ahora Panegírico,
primer tomo de las memorias de alguien a quien se creía consagrado
definitivamente a la impersonalidad de la crítica revolucionaria. Pero en fin,
¿quién es este Debord? ¿Se lo conoce? ¿Dónde se lo puede encontrar? ¿O
entrevistarlo? ¿O fotografiarlo? ¿O filmarlo? ¿Cómo vive? ¿Quién le paga? ¿Por
qué su editorial no manda sus libros a los periodistas? ¿Quién se cree que es?
¿Por qué nos desprecia? ¿Será un megalómano? ¿Paranoico? ¿Nos opone un silencio
implacable? Silenciémoslo. Que no sepa que un individuo de este fin de la
historia escapa a nuestra vigilancia. Porque la historia terminó, ¿no? ¿El
milagro democrático es eterno? ¿Nuestras tesorerías están alertas las
veinticuatro horas? ¿Nuestros faxes también?
Debord, Guy: escritor, pensador
estratégico y aventurero francés nacido en París en 1931, en una familia
burguesa arruinada por la crisis. Nihilista desde los veinte años. Al contrario
de la mayor parte de aquellos que desempeñaron un papel predominante en la
explosión de 1968, Debord no renegó de ninguna de sus ideas, ni de su
comportamiento, ni de su estilo. Vivió en la oscuridad total, algo que basta
para hacer de él un ejemplo de carácter relevante. No recibió ninguna
distinción. No parece comprable. Se atrevió a esta frase increíble. “Mi círculo
de allegados está formado sólo por aquellos que vinieron por su propio voluntad
y supieron hacerse aceptar.” Autores predilectos: Tucídides, Maquiavelo, Retz,
Gracián, Lautréamont. Se desentiende del siglo veinte y parece que no espera
nada del veintiuno. Desencadena automáticamente algunas furias muy divertidas.
Se interesa sobre todo en el arte de la guerra que identifica con el de la
escritura. Confiesa sin ninguna molestia su gusto desenfrenado por la bebida y
por la borrachera intensa (“una paz magnífica y terrible, el gusto verdadero
del paso del tiempo”). Habla admirablemente de François Villon. Vivió mucho en
Italia y en España, pero también en una casa perdida de Auvernia (algunas
descripciones de paisaje, páginas de antología). Retratos de mujeres
brillantes. Prefiere el Borgoña al Burdeos, elección discutible. Prevé con
calma catástrofes inauditas. Piensa que la servidumbre es más que nunca
voluntaria y lo demuestra con soltura. Hizo que se vuelvan a publicar algunos
libros capitales. Formuló una teoría de los juegos que dice aplicar a su vida
personal. Hombre de apuestas, pero sin ir más allá. Partidario fanático del conocimiento
histórico que confunde, y con razón, con la democracia. Diagnostica el final,
ante nuestros ojos, de esa democracia en el momento mismo en que ella celebra
su apoteosis espectacular. Piensa que la falsificación es ya general.
Sensibilidad extrema subrayada por una frialdad fingida. Perdió diez batallas
pero no la guerra. Estilo hiperclásico deliberado, como si el francés estuviera
por convertirse en una lengua muerta. Muy fácil de leer, muy difícil de
comprender. Fue interrogado por distintas policías. Se burla de la palabra
“profesional”, pero escribe: “Fui un muy buen profesional. Pero, ¿en qué? Ese
habrá sido mi misterio a los ojos de un mundo condenable.” No está en ningún
diccionario. No escribe en diarios. Jamás apareció en televisión. Ejemplo de
período oratorio: “El espíritu da vueltas por todas partes y vuelve sobre sí
mismo por largo circuitos. Todas las revoluciones entran en la historia, y la
historia no abunda en ellas; los ríos de las revoluciones vuelven de donde
habían salido, para volver a correr otra vez”.
Precisión: compré este libro de 92 páginas por 80 francos, lo leí inmediatamente en la calle, acto impensable para cualquier otro autor viviente. De ahí mi opinión a los conspiradores del mercado fantasma: hay que prever un alza fulgurante e incontrolable –no necesariamente de manera póstuma.
Traducción del francés: Hugo Savino
Publicado inicialmente en la revista DERIVA n° 2, año 1997.