8.6.13

Philippe Sollers - La guerra según Debord





Nunca, como se puede observar, el poder y la arrogancia de la mercadería fueron tan fuertes y tan frágiles. Una crisis en Wall Street, y estalla la convulsión que pronostica un posible derrumbe (como anuncia con orgullo la prensa: “200 millones de dólares se hicieron humo en una hora”). Si no se produce el crac final, se debe probablemente a que es permanente y no tiene fondo. ¿Qué es un libro en este torbellino cada vez más ficticio, que moviliza el dinero como espectro eficaz? ¿Qué quieren decir esas frases impresas para alguien que vuelve de la Buchness de Frankfurt donde, en un horizonte de escaleras mecánicas y de robots ansiosos, una treintena de personas se tiran por la cabeza cientos de miles o millones de dólares mientras hablan de escritores muertos que están más o menos encerrados entre cuatro paredes y bajo control? ¿Y qué es un cuadro bajo el fuego cruzado de las ventas oficiales o paralelas? Mejor no pensar en eso, viva la fuga hacia adelante. Pero igual quiero hablar de un libro que nadie leerá, o que se leerá apenas, de un libro tan destructor y tan invisible a la luz del día como la carta robada de Edgar Allan Poe; de un libro que dice la verdad que nadie quiere, pinchazo en el enorme globo de los intercambios. No lo lean sobre todo si quieren seguir soñando o corriendo por los túneles de la época. Como dijo un filósofo genial cuyo nombre en lo sucesivo es mejor no pronunciar: “el proceso del intercambio se ha identificado con todo uso posible, y lo ha reducido a su capricho”. Y Debord, hoy: “Por primera vez, los dueños de todo lo que se hace y los de todo lo que se dice acerca de los que se hace son los mismos.”

Harían falta muchas páginas para describir las actividades clandestinas de Guy Debord, escritor francés del cual algunos amateurs saben que es, de lejos, el pensador más original y más radical de nuestro tiempo. Un lector en Jerusalén, otro en Estocolmo, uno más en Sydney, dos en París, cinco o seis en otros lugares, es por demás suficiente. Dejemos de lado la Internacional Situacionista y las famosas tesis de La Sociedad del Espectáculo, tesis corregidas y profundizadas en los Comentarios de 1988. Y ahora Panegírico, primer tomo de las memorias de alguien a quien se creía consagrado definitivamente a la impersonalidad de la crítica revolucionaria. Pero en fin, ¿quién es este Debord? ¿Se lo conoce? ¿Dónde se lo puede encontrar? ¿O entrevistarlo? ¿O fotografiarlo? ¿O filmarlo? ¿Cómo vive? ¿Quién le paga? ¿Por qué su editorial no manda sus libros a los periodistas? ¿Quién se cree que es? ¿Por qué nos desprecia? ¿Será un megalómano? ¿Paranoico? ¿Nos opone un silencio implacable? Silenciémoslo. Que no sepa que un individuo de este fin de la historia escapa a nuestra vigilancia. Porque la historia terminó, ¿no? ¿El milagro democrático es eterno? ¿Nuestras tesorerías están alertas las veinticuatro horas? ¿Nuestros faxes también?

Debord, Guy: escritor, pensador estratégico y aventurero francés nacido en París en 1931, en una familia burguesa arruinada por la crisis. Nihilista desde los veinte años. Al contrario de la mayor parte de aquellos que desempeñaron un papel predominante en la explosión de 1968, Debord no renegó de ninguna de sus ideas, ni de su comportamiento, ni de su estilo. Vivió en la oscuridad total, algo que basta para hacer de él un ejemplo de carácter relevante. No recibió ninguna distinción. No parece comprable. Se atrevió a esta frase increíble. “Mi círculo de allegados está formado sólo por aquellos que vinieron por su propio voluntad y supieron hacerse aceptar.” Autores predilectos: Tucídides, Maquiavelo, Retz, Gracián, Lautréamont. Se desentiende del siglo veinte y parece que no espera nada del veintiuno. Desencadena automáticamente algunas furias muy divertidas. Se interesa sobre todo en el arte de la guerra que identifica con el de la escritura. Confiesa sin ninguna molestia su gusto desenfrenado por la bebida y por la borrachera intensa (“una paz magnífica y terrible, el gusto verdadero del paso del tiempo”). Habla admirablemente de François Villon. Vivió mucho en Italia y en España, pero también en una casa perdida de Auvernia (algunas descripciones de paisaje, páginas de antología). Retratos de mujeres brillantes. Prefiere el Borgoña al Burdeos, elección discutible. Prevé con calma catástrofes inauditas. Piensa que la servidumbre es más que nunca voluntaria y lo demuestra con soltura. Hizo que se vuelvan a publicar algunos libros capitales. Formuló una teoría de los juegos que dice aplicar a su vida personal. Hombre de apuestas, pero sin ir más allá. Partidario fanático del conocimiento histórico que confunde, y con razón, con la democracia. Diagnostica el final, ante nuestros ojos, de esa democracia en el momento mismo en que ella celebra su apoteosis espectacular. Piensa que la falsificación es ya general. Sensibilidad extrema subrayada por una frialdad fingida. Perdió diez batallas pero no la guerra. Estilo hiperclásico deliberado, como si el francés estuviera por convertirse en una lengua muerta. Muy fácil de leer, muy difícil de comprender. Fue interrogado por distintas policías. Se burla de la palabra “profesional”, pero escribe: “Fui un muy buen profesional. Pero, ¿en qué? Ese habrá sido mi misterio a los ojos de un mundo condenable.” No está en ningún diccionario. No escribe en diarios. Jamás apareció en televisión. Ejemplo de período oratorio: “El espíritu da vueltas por todas partes y vuelve sobre sí mismo por largo circuitos. Todas las revoluciones entran en la historia, y la historia no abunda en ellas; los ríos de las revoluciones vuelven de donde habían salido, para volver a correr otra vez”.

Precisión: compré este libro de 92 páginas por 80 francos, lo leí inmediatamente en la calle, acto impensable para cualquier otro autor viviente. De ahí mi opinión a los conspiradores del mercado fantasma: hay que prever un alza fulgurante e incontrolable –no necesariamente de manera póstuma.



Traducción del francés: Hugo Savino

Publicado inicialmente en la revista DERIVA n° 2, año 1997.