Es
la casa de la puerta negra. La penúltima casa antes de llegar a la curva. Con
paredes resquebrajadas y ventanas tapiadas. Hay polvo, yuyos, desorden por
todos lados. En el techo, chapa destartalándose. Es una casa deshabitada.
La
sobrevuelan pájaros negros.
– ¡No
entre! Me gritan Eduarda, Oscar, Calixto y Mirta.
Al
costado, una hamaca azul balanceándose, me arroja un aire especiado que me
transporta a un jardín cuya intensidad conocía.
El
perfume llega por oleadas y así como viene intempestivamente se esfuma, a pesar
de mis intentos vanos por aferrármele.
Vahos de
fresca brisa me invaden, como en duerma vela, procurándome una sensación
gratificante en la que, sin embargo, no logro aletargarme.
Lo
efímero de esa tibieza me hace sentir expectante.
Alrededor
de la casa se amontonan chatarras cuya oxidada desmemoria es custodiada por la
puerta negra que yo deseaba tanto abrir.
¿Por qué
la casa me serenaba?
Acaso
provocara en mí algo que se escabullía, una euforia indecible que me pone en
marcha. De repente un frenesí de jazmines me hace errar por recodos frescos de
malva y verdura que mi memoria revive como si la ambigüedad fuera el mismo
material de una posibilidad
certera.
Sigo mi
obnubilado derrotero, voy y vengo por el irisado violeta, por los naranjas,
entre el halo de aromas embriagantes. Yo fugitivo en mi estado inasible,
ensimismado, me siento nuevo y protegido.
La
hamaca azul sigue balanceándose vacía.
– ¡No
entre, Sr R!, me insisten.
De
pronto miro alrededor y no entiendo por qué Eduarda, Oscar, Calixto, y Mirta
continúan gritándome y gesticulan. Se tapan la nariz con la mano como si
sintieran un olor desagradable.
– El
olor viene de la casa, me dicen.
Yo no lo
sentía.
Recordé
que Allegra había decidido seguir caminando.
La había
visto alejarse por el sendero que sube hacia el corral de las cabras. Nosotros
nos quedamos en el almacén.
Calixto
y Mirta insistían en que buscáramos a Eduarda. Ella tenía las llaves.
Fuimos todos
a pie atravesando el pueblo después de terminar el almuerzo.
No se
trató de un arrebato sino más bien de una necesidad.
Los
pájaros, la puerta negra… como si hubiese algo que se debía expiar.
– No
entre, Sr. R!
¿Por qué
ellos tenían tanto miedo?
Yo, por
el contrario, me sentía aligerado.
Aquel
jardín… perfumes. La hamaca azul
meciéndose en la brisa.
Los
álamos que veía desde una ventana, las abejas, el colibrí.
La
continuidad de la vida imparable.
Me
recuerdo observando por la ventana, bajando por la escalera.
Me veo
salir al aire tibio que los árboles convertían en viento, “porque no existe el
viento, no existe, son los árboles los que lo hacen cuando mueven sus hojas”.
– ¿Y cómo mueven las hojas?, ella desde la
hamaca. ¿Cómo? Si los árboles no tienen
voluntad…
– ¡Cómo que no! ¿Ves aquellos sauces?,
ahora están calmos y contentos. Pero las otras noches… Era furia el viento,
hojas rabiosas, árboles desmedidos.
– ¡Qué
tonto! ¡No te creo!
Y así la
tarde…
El miedo
es una palabra sin vivencia, pensé, mientras me seguían gritando.
Habíamos
salido temprano esa mañana. Queríamos mostrarle a Oscar el lugar que tanto nos
había movilizado. Cuando llegamos paramos en el almacén de Calixto para comer y
refrescarnos. Allegra estuvo callada.
Había
también algunas personas más almorzando.
– ¿Sabe
ya Eduarda que llegaron?
– No.
– Mirta,
por favor, corré a avisarle.
Riéndonos,
quietos, o en silencio, observando los pájaros vimos cómo llegaba la noche. Nos
dejamos penetrar por la luna, “luna de amuletos”, leía.
– Ja ja,
qué viento –mientras infla las mejillas y me sopla la oreja–. El viento existe
R. El viento somos nosotros.
Luna de
amuletos sobre la brisa espesa de la noche. La tarde había dejado su perfume.
Estoy
por entrar en la casa. Los gritos de mis amigos se han vuelto muecas.
A
desgano, Eduarda me había entregado las llaves.
– ¿Para
qué quiere entrar en la casa? Hace tiempo que está deshabitada. Desde el día
que murió Cayo.
– Yo
desde aquí, ¿sabés R?, puedo ver las lunas de Venus. Es mentira que no tiene
ninguna.
– ¿Ah
si? ¿Y de qué color son?
– Del
color pálido del rocío.
– ¿Y qué
color es ese? -extiende su brazo para acariciarme-.
Un gato
sale corriendo de improviso delante de la puerta al sentir mis pasos.
– … ocho
son las lunas, R.
El gato
huye y yo trastabillo. Sigo y meto la llave en la cerradura. No escucho otra
cosa que el palpitar agitado de mi respiración. Siento una conmoción profunda y
un sudor frío que me moja la cara.
Estoy
por abrir.
– Cayo
agonizó allí siete días.
Abro y
una bandada de aves huye alborozada mientras veo corretear por todos lados
topos atemorizados.
– Había
vuelto cuando no le quedó duda de que se avecinaba el fin.
Llegó de
Miraflores con su alforja, dos bolsas pesadas sobre la espalda y un misal en la
mano.
Nadie lo
vio salir.
Fue
Hermione quien avisó en el pueblo. Lo llevamos al cementerio cinco días
después.
Hermione
le lavaba la ropa, le encendía el fuego y le hacía de comer. Cuando él murió
Hermione quedó muda. Lo veló durante tres días. Después, sólo después se las
arregló para avisarnos.
Risas,
el perfume del jazmín, de la rosa silvestre penetrando la noche, ocho lunas en
el cielo, el sauce, los álamos, la hamaca en el viento.
– Cada
luna tiene una perla dentro. Yo desde aquí puedo ver a los buceadores en su
tarea imposible. Porque no hay mar en la luna, R y nadie tiene la audacia de
inventarlo.
Abro. Un
halo de luz entra por la puerta e ilumina la casa en penumbras.
– Si al
viento lo hacen los árboles entonces una perla puede hacer brotar todos los
mares.
Y me
leía:
“Bajo
las cortezas, y como por un vacío,
Los
humores se animan,
Se
sueltan, delirando gemas…”
Los
jazmines, las rosas, el zafiro en la noche la perla la luna y sus palabras
barro y aludes…
“…En
Alejandría de Egipto aquella noche…”
Tu voz
me llegaba. Te oía por hilachas.
– ¿Para
qué quiere entrar en la casa? Me grita Eduarda, me pregunta.
Habíamos
almorzado en el almacén mientras yo le mostraba a Oscar los bocetos de lo que
íbamos a pintar.
Allegra
comió poco. Se levantó y dijo que tenía muchas ganas de caminar.
Cayo
comió y bebió de la mano de Hermione durante sus últimos siete días. De la mano
de ella murió.
En la
alforja encontramos algunos lápices, ramitas de cardón secas, cueros y lanas,
varios cartones, tres piedras, una cuña, un cuenco, un Cristo tallado y una
libreta.
Me
decidí a pasar.
Un olor
acre se mezcla entre los jazmines, el polvo del piso y la carrera de los topos
que repiquetean sobre palabras risas el follaje que se aleja se acerca se
pierde se vuelve a alejar. Eduarda entra detrás de mi.
– Señor
R, ¡mire! El olor viene de aquella vizcacha. Y señala un ángulo de la casa, lo
que era una cocina, debajo de la pileta un animal muerto no hace muchos días,
picoteado, roído, comido, destrozado que conserva todavía dos grandes ojos
abiertos.
Eduarda
va decidida y con una pala que saca de un armario lo arrastra a pesar de su
peso muerto hasta el jardín. Sin decir nada cava un pozo y lo entierra.
La
hamaca se balancea.
Oigo a
Oscar respirar detrás de mi espalda. Ha entrado en la casa también.
Calixto
y Mirta ayudan a Eduarda a tapar con tierra y piedras la fosa de la
desafortunada vizcacha.
Sobre la
cama encuentro la alforja, tiemblo.
Allegra
se levanta de la hamaca, camina y se pierde entre los corrales y en el cuarto
azul sus brazos, cabras, como vivaces mariposas, camina me llama, desde la
ventana jazmines frescor de menta y la luna viento las hojas mis manos su boca
deambula entre azules me llama voy.
Busco el
cuaderno. Lo apoyo sobre la mesa. Lo abro y casi no creo estar mirando sus
dibujos, su caligrafía confusa, hay palabras hay signos hay garabatos bocetos
notas. Oscar a mi lado asiente con la cabeza, está emocionado también.
Calixto
y Mirta habían vuelto ya al almacén. Eduarda esperaba en la puerta.
– Hermione
le asistió los últimos días. Tomaba su mano en la suya y le ayudaba con sus trazos: cálices, ángeles,
pétalos, hojas, tallos, corolas, letras. Hay poca firmeza. Está claro, Hermione
temblaba con él.
Soplo el
polvo del cuaderno, en mi oído “el viento somos nosotros R”, un
estremecimiento. Me dejo caer en la silla desvencijada. Oscar se sienta a mi
lado.
Risas y
más risas. En el viento sábanas el césped azul el frescor verde de agua y
jazmines. La hamaca se balancea. La veo desde aquí. Se levanta, camina, va.
En la
ventana de esta casa que hedía hay un sendero de hormigas que baja hasta el
piso.
El
crucifijo está todavía sobre la mesa de luz.
La
cabeza del Cristo caía hacia la derecha concentrando en el peso del resto del
cuerpo todo el dolor humano en su
acongojante finitud. Cuántas veces seguramente Hermione habría tomado la cruz
en sus manos para acercarla a sus labios -“¡el viento, R !” posando los suyos
sobre los míos y abriéndolos como una flor-.
Rezaba,
sí. Cayo rezaba. Las manos juntas implorando. La frente sobre la cruz.
Encontré
también una caja de zapatos con témperas, monedas, trocitos de vidrio, agujas
de cardón y dos o tres pinceles improvisados con ramas.
– Hermione
pasó siete días a su lado. Durante tres días enteros lo veló.
Desapareció
después, inmediatamente tras el entierro.
– ¿Y
cuándo entonces quedó muda, Eduarda?
– No lo
sabemos. Aquí todos recuerdan su voz dulce y su canto claro los días de fiesta
en la iglesia.
Y
bajando la voz: -¡Dicen que Hermione, a la muerte de Cayo, se hizo santa! Hay
gente incluso que está pensando en levantarle un altar.
Recostado
en la hierba regenerante, estoy mirando el cielo, sereno de tanto azul, la
trayectoria repetida de los pájaros la risa contagiosa que viene desde la
hamaca como trino suave constatando tibieza.
– ¿Pero
cuándo y cómo quedó muda, Eduarda?
– El
viento R, ¿cómo es eso del viento? ¡Dale, contámelo de vuelta! Y risas intercalándose.
Oscar me
dice que se está haciendo tarde que guarde las cosas en mi bolso y me las
lleve. Eduarda está de acuerdo, todavía necesitábamos tomar las medidas de la
iglesia, ajustar los bocetos, “el viento R, mirá cómo se agitan los álamos” y
mueve los brazos y ríe. Yo me río también. El perfume de los jazmines
acercándose para después alejarse diseminando otra vez los contornos.
Río.
Poso mi mano en su mano.
Mi mano
aferra el crucifijo que no puedo dejar de observar y siento el sudor de otro
sudor el dolor en la madera la savia que vibra todavía el tronco del cardón del
sauce del álamo.
– ¿Y
Allegra?, pregunto.
Eduarda
me cuenta que la ha visto subir por el camino de la vertiente. Dice que
seguramente la cruzará después cuando vaya a buscar los animales.
–
¿Quiere que le diga algo, señor R ?
Yo
apenas si la escuchaba. Pasaba hoja tras hoja del cuaderno con el asombro del
que ve por primera vez.
“Como un
corazón protegido,
la flor
rojo sangre
de la
rosa silvestre
se abre
en la rama más baja…”
Ella me
lee desde la hamaca con rostro solemne que luego relaja y ríe. Suele pasar
horas leyendo así.
– Allegra
no está, dice Oscar que había salido en su busca.
Empiezo
maquinalmente a guardar las cosas de Cayo casi creyendo que me pertenecen
mientras Eduarda me sigue con la mirada sin decir nada.
– Vayamos
a buscarla. Insiste mi amigo.
Hay
mares sin lecho pura agua que tan solo pasa frescor mares de perlas
balanceándose sin peces ni algas todo mar incluso la más honda oscuridad, sin
costas ni olas ni espuma nada tan bello como el simple transcurrir, agua en
levedad absoluta.
– Los
mares son como el viento, R.
Nada en
la nada de un vacío imposible. Los árboles, la voluntad impersonal del viento
como el deseo que agita, alegría, nada más que agua tan sólo agua desprevenida.
Allegra
vaga por los senderos entre los aromos. Desde la hamaca me llama buscando la
intensidad infinita del azul. El azul es inconmensurable… y ella es viento de agua de luna entre lunas
perla acaso también mar.
– ¡Contame,
R! Se pierde entre las hojas
– Hoy
Allegra casi ni habló durante el almuerzo, insiste Oscar, tomándome del brazo
para salir a buscarla.
Rozamos
la hamaca al salir con nuestro paso. Se balancea.
Allí por
el camino, vamos hacia allí
“…Da lo
mismo,
enternece
tanto ver cómo te aproximas
con
cautela a los límites del prado…”
La
siento. Está en el altar de Hermione. Conversan. Es rumor de voces el fervor
del ruego, oración de manos implorando.
Allegra está arrodillada.
El altar
está pasando los corrales, después de la vertiente, en la curva de la subida
hacia el monte. Una pequeña hornacina de cardón celeste , tallada con pétalos y
flores. Ninguna imagen dentro. Sólo ofrendas que la gente va dejando. Hay algo
cautivante en ese espacio.
No deseo
por nada interrumpir.
Le hago
un gesto a Oscar para que volvamos. No quiero que Allegra nos descubra. Lo
tranquilizo. Logro que no se preocupe.
Quiero
pasar por la iglesia.
– ¡El
viento, R! La hamaca azul… ¡El viento somos nosotros!
Eduarda
abre la puerta del costado. Nos deja. Va en busca de sus animales.
Nosotros
nos quedamos trabajando.
Eduarda
no encontró a Allegra por el camino.
Asegura
que no hay ningún altar por allí.
La
hamaca, el verdor, el perfume me llega con tanta contundencia en cada balanceo
mientras dejo el libro que leo en el césped, me detengo. Estoy sentado
observando los árboles –¡el viento R!, ella desde la hamaca-, el peñón con el
nido de águilas, el cielo diáfano, los pájaros. Estoy rodeado de sonido y
suavidad.
Saco de
mi alforja el cuaderno de Cayo. Paso hoja tras hoja. Las acaricio
delicadamente. Con el dedo voy siguiendo cada trazo. Me procuro un grafito y
empiezo a dibujar encima del dibujo, a escribir sobre lo que ya estaba escrito.
Dedos,
trazos, líneas, dedos, contornos, planos, dedos, hoja tras hoja. Qué es lo que
mueve la mano, “obrar sin autoría”, leo y rescribo, trazos, dedos, hojas que
pasan, hojas que miran, “obrar sin autoría”,
estupor dentro de mí. –¡el viento R! Ella que me mira, la hamaca,
colibríes…
El
viento abre de improviso de par en par las puertas de la iglesia desparramando
algunos de nuestros papeles, los planos y algunas livianas herramientas que
habíamos dejado apoyadas sobre un banco. Son ráfagas tan fuertes que hasta nos
hacen perder el equilibrio. Corremos para recuperar y poner en orden nuestras
cosas. Volvemos a cerrar. Se suceden algunos minutos en silencio. Miro a Oscar
como preguntándole algo que sé de antemano que él tampoco sabe. Seguimos trabajando
un rato más. Ansiábamos terminar cuanto antes.
De
pronto, como de la nada, el dibujo de una rama sale al encuentro de mis dedos.
Es una rama sobre otra rama, llena de nudos, de hojas, de curvas, de otras
ramas que van surgiendo que dibujo sobre ramas y más ramas y los cálices entre
medio, las piedras, anoto una a una las palabras que leo “obrar sin autoría”
sobreponiendo las mías como en un inesperado palimpsesto, estoy en el jardín de
mi casa entre el perfume y los mantras del sonido y he dejado de leer.
Un libro
sobre el césped y la risa de alguien me estremecen.
...
bosque espiral promesa luna viento lana acantilado ojos murmullo turquesa llave
espejo corazón tronco campana cuerda pétalo tiza intervalo semilla zapato rubí
…
Ella
mira desde la hamaca los colibríes.
Casi
hemos terminando de trabajar en la iglesia, hemos recogido nuestras cosas.
Estamos agotados, exaltados, tal vez un poco inquietos. Eduarda que dice que no
hay ningún altar por ese lado, que no ha visto a Allegra por allí.
– ¿Qué
pasó con Hermione, Eduarda?
– Señor
R, se lo dije. Nunca la volvimos a ver.
Está
anocheciendo y todavía estoy recostado en mi reposera mientras la hamaca sigue
balanceándose. Acaso me he adormecido. Hay un libro, un cuaderno y algunos
grafitos sobre el césped.
Salgo de
la iglesia y llego a lo de Calixto. Paso por la casa de Hermógenes. Me detengo
ante la puerta negra que veo por primera vez. Bajo del auto y leo el cartel al
lado de la puerta que dice: “Aquí murió Hermógenes Cayo, artista-imaginero de
la Puna, 1901 -1968”.
Al rato,
Allegra me grita desde el auto:
– Remo,
¿nos vamos?
Subo
casi maquinalmente a mi coche. Oscar está sentado en silencio en el asiento de
atrás. Antes de arrancar enciendo un cigarrillo y miro de nuevo la casa.
Me
parece que Allegra, desde la hamaca, saluda con la mano.
– El
viento R …
Todo se
vuelve difuso.
Y
mientras conduzco fuera del pueblo voy pensando cómo. Voy dibujando invisible
eso que ahora se me aparece tan nítido sobre el papel. Comprender el viento es
como abrir una puerta cerrada. El viento surge de la puerta. Nada menos sólido
que el viento ni menos rotundo. Una puerta sin viento no sería una puerta.
Tienen una afinidad extraña el viento y la puerta. Dibujo esa contigüidad del
viento y de la puerta como si fuera un niño.
– El
viento R …
Árboles
sacudiéndose y las risas y
–
¡Remo!, es Oscar que me tira del brazo, –ya es tarde. Debemos volver.