14.6.13

Debemos volver, por María Eugenia Romero






Es la casa de la puerta negra. La penúltima casa antes de llegar a la curva. Con paredes resquebrajadas y ventanas tapiadas. Hay polvo, yuyos, desorden por todos lados. En el techo, chapa destartalándose. Es una casa deshabitada. 
La sobrevuelan pájaros negros.
– ¡No entre! Me gritan Eduarda, Oscar, Calixto y Mirta.
Al costado, una hamaca azul balanceándose, me arroja un aire especiado que me transporta a un jardín cuya intensidad conocía.
El perfume llega por oleadas y así como viene intempestivamente se esfuma, a pesar de mis intentos vanos por aferrármele.
Vahos de fresca brisa me invaden, como en duerma vela, procurándome una sensación gratificante en la que, sin embargo, no logro aletargarme.
Lo efímero de esa tibieza me hace sentir expectante.
Alrededor de la casa se amontonan chatarras cuya oxidada desmemoria es custodiada por la puerta negra que yo deseaba tanto abrir.
¿Por qué la casa me serenaba?
Acaso provocara en mí algo que se escabullía, una euforia indecible que me pone en marcha. De repente un frenesí de jazmines me hace errar por recodos frescos de malva y verdura que mi memoria revive como si la ambigüedad fuera el mismo material de una posibilidad  certera.      
Sigo mi obnubilado derrotero, voy y vengo por el irisado violeta, por los naranjas, entre el halo de aromas embriagantes. Yo fugitivo en mi estado inasible, ensimismado, me siento nuevo y protegido.
La hamaca azul sigue balanceándose vacía.
– ¡No entre, Sr R!, me insisten.
De pronto miro alrededor y no entiendo por qué Eduarda, Oscar, Calixto, y Mirta continúan gritándome y gesticulan. Se tapan la nariz con la mano como si sintieran un olor desagradable.
– El olor viene de la casa, me dicen.
Yo no lo sentía. 
Recordé que Allegra había decidido seguir caminando.
La había visto alejarse por el sendero que sube hacia el corral de las cabras. Nosotros nos quedamos en el almacén.
Calixto y Mirta insistían en que buscáramos a Eduarda. Ella tenía las llaves.
Fuimos todos a pie atravesando el pueblo después de terminar el almuerzo.
No se trató de un arrebato sino más bien de una necesidad. 
Los pájaros, la puerta negra… como si hubiese algo que se debía expiar.
– No entre, Sr. R!
¿Por qué ellos tenían tanto miedo?
Yo, por el contrario, me sentía aligerado.
Aquel jardín…  perfumes. La hamaca azul meciéndose en la brisa.
Los álamos que veía desde una ventana, las abejas, el colibrí.
La continuidad de la vida imparable.
Me recuerdo observando por la ventana, bajando por la escalera.
Me veo salir al aire tibio que los árboles convertían en viento, “porque no existe el viento, no existe, son los árboles los que lo hacen cuando mueven sus hojas”.
– ¿Y cómo mueven las hojas?, ella desde la hamaca. ¿Cómo?  Si los árboles no tienen voluntad…   
– ¡Cómo que no! ¿Ves aquellos sauces?, ahora están calmos y contentos. Pero las otras noches… Era furia el viento, hojas rabiosas, árboles desmedidos.
– ¡Qué tonto! ¡No te creo!
Y así la tarde…
El miedo es una palabra sin vivencia, pensé, mientras me seguían gritando.
Habíamos salido temprano esa mañana. Queríamos mostrarle a Oscar el lugar que tanto nos había movilizado. Cuando llegamos paramos en el almacén de Calixto para comer y refrescarnos. Allegra estuvo callada.
Había también algunas personas más almorzando.
– ¿Sabe ya Eduarda que llegaron?
– No.
– Mirta, por favor, corré a avisarle.
Riéndonos, quietos, o en silencio, observando los pájaros vimos cómo llegaba la noche. Nos dejamos penetrar por la luna, “luna de amuletos”, leía.
– Ja ja, qué viento –mientras infla las mejillas y me sopla la oreja–. El viento existe R. El viento somos nosotros.
Luna de amuletos sobre la brisa espesa de la noche. La tarde había dejado su perfume.
Estoy por entrar en la casa. Los gritos de mis amigos se han vuelto muecas.
A desgano, Eduarda me había entregado las llaves.
– ¿Para qué quiere entrar en la casa? Hace tiempo que está deshabitada. Desde el día que murió Cayo.
– Yo desde aquí, ¿sabés R?, puedo ver las lunas de Venus. Es mentira que no tiene ninguna.
– ¿Ah si? ¿Y de qué color son?
– Del color pálido del rocío.
– ¿Y qué color es ese? -extiende su brazo para acariciarme-.
Un gato sale corriendo de improviso delante de la puerta al sentir mis pasos.
– … ocho son las lunas, R.
El gato huye y yo trastabillo. Sigo y meto la llave en la cerradura. No escucho otra cosa que el palpitar agitado de mi respiración. Siento una conmoción profunda y un sudor frío que me moja la cara.
Estoy por abrir.
– Cayo agonizó allí siete días.
Abro y una bandada de aves huye alborozada mientras veo corretear por todos lados topos atemorizados.
– Había vuelto cuando no le quedó duda de que se avecinaba el fin.
Llegó de Miraflores con su alforja, dos bolsas pesadas sobre la espalda y un misal en la mano.
Nadie lo vio salir.
Fue Hermione quien avisó en el pueblo. Lo llevamos al cementerio cinco días después.
Hermione le lavaba la ropa, le encendía el fuego y le hacía de comer. Cuando él murió Hermione quedó muda. Lo veló durante tres días. Después, sólo después se las arregló para avisarnos.
Risas, el perfume del jazmín, de la rosa silvestre penetrando la noche, ocho lunas en el cielo, el sauce, los álamos, la hamaca en el viento.
– Cada luna tiene una perla dentro. Yo desde aquí puedo ver a los buceadores en su tarea imposible. Porque no hay mar en la luna, R y nadie tiene la audacia de inventarlo.
Abro. Un halo de luz entra por la puerta e ilumina la casa en penumbras.
– Si al viento lo hacen los árboles entonces una perla puede hacer brotar todos los mares.
Y me leía:
“Bajo las cortezas, y como por un vacío,
Los humores se animan,
Se sueltan, delirando gemas…”
Los jazmines, las rosas, el zafiro en la noche la perla la luna y sus palabras barro y aludes…
“…En Alejandría de Egipto aquella noche…”
Tu voz me llegaba. Te oía por hilachas.
– ¿Para qué quiere entrar en la casa? Me grita Eduarda, me pregunta.
Habíamos almorzado en el almacén mientras yo le mostraba a Oscar los bocetos de lo que íbamos a pintar.
Allegra comió poco. Se levantó y dijo que tenía muchas ganas de caminar.
Cayo comió y bebió de la mano de Hermione durante sus últimos siete días. De la mano de ella murió.
En la alforja encontramos algunos lápices, ramitas de cardón secas, cueros y lanas, varios cartones, tres piedras, una cuña, un cuenco, un Cristo tallado y una libreta.
Me decidí a pasar.
Un olor acre se mezcla entre los jazmines, el polvo del piso y la carrera de los topos que repiquetean sobre palabras risas el follaje que se aleja se acerca se pierde se vuelve a alejar. Eduarda entra detrás de mi.
– Señor R, ¡mire! El olor viene de aquella vizcacha. Y señala un ángulo de la casa, lo que era una cocina, debajo de la pileta un animal muerto no hace muchos días, picoteado, roído, comido, destrozado que conserva todavía dos grandes ojos abiertos.
Eduarda va decidida y con una pala que saca de un armario lo arrastra a pesar de su peso muerto hasta el jardín. Sin decir nada cava un pozo y lo entierra.
La hamaca se balancea.
Oigo a Oscar respirar detrás de mi espalda. Ha entrado en la casa también.
Calixto y Mirta ayudan a Eduarda a tapar con tierra y piedras la fosa de la desafortunada vizcacha.
Sobre la cama encuentro la alforja, tiemblo.
Allegra se levanta de la hamaca, camina y se pierde entre los corrales y en el cuarto azul sus brazos, cabras, como vivaces mariposas, camina me llama, desde la ventana jazmines frescor de menta y la luna viento las hojas mis manos su boca deambula entre azules me llama voy.
Busco el cuaderno. Lo apoyo sobre la mesa. Lo abro y casi no creo estar mirando sus dibujos, su caligrafía confusa, hay palabras hay signos hay garabatos bocetos notas. Oscar a mi lado asiente con la cabeza, está emocionado también.
Calixto y Mirta habían vuelto ya al almacén. Eduarda esperaba en la puerta.
– Hermione le asistió los últimos días. Tomaba su mano en la suya y  le ayudaba con sus trazos: cálices, ángeles, pétalos, hojas, tallos, corolas, letras. Hay poca firmeza. Está claro, Hermione temblaba con él.
Soplo el polvo del cuaderno, en mi oído “el viento somos nosotros R”, un estremecimiento. Me dejo caer en la silla desvencijada. Oscar se sienta a mi lado.
Risas y más risas. En el viento sábanas el césped azul el frescor verde de agua y jazmines. La hamaca se balancea. La veo desde aquí. Se levanta, camina, va.
En la ventana de esta casa que hedía hay un sendero de hormigas que baja hasta el piso.
El crucifijo está todavía sobre la mesa de luz.
La cabeza del Cristo caía hacia la derecha concentrando en el peso del resto del cuerpo todo el dolor  humano en su acongojante finitud. Cuántas veces seguramente Hermione habría tomado la cruz en sus manos para acercarla a sus labios -“¡el viento, R !” posando los suyos sobre los míos y abriéndolos como una flor-.
Rezaba, sí. Cayo rezaba. Las manos juntas implorando. La frente sobre la cruz.
Encontré también una caja de zapatos con témperas, monedas, trocitos de vidrio, agujas de cardón y dos o tres pinceles improvisados con ramas.
– Hermione pasó siete días a su lado. Durante tres días enteros lo veló.
Desapareció después, inmediatamente tras el entierro.
– ¿Y cuándo entonces quedó muda, Eduarda?
– No lo sabemos. Aquí todos recuerdan su voz dulce y su canto claro los días de fiesta en la iglesia.
Y bajando la voz: -¡Dicen que Hermione, a la muerte de Cayo, se hizo santa! Hay gente incluso que está pensando en levantarle un altar.
Recostado en la hierba regenerante, estoy mirando el cielo, sereno de tanto azul, la trayectoria repetida de los pájaros la risa contagiosa que viene desde la hamaca como trino suave constatando tibieza.
– ¿Pero cuándo y cómo quedó muda, Eduarda?
– El viento R, ¿cómo es eso del viento? ¡Dale, contámelo de vuelta!  Y risas intercalándose.
Oscar me dice que se está haciendo tarde que guarde las cosas en mi bolso y me las lleve. Eduarda está de acuerdo, todavía necesitábamos tomar las medidas de la iglesia, ajustar los bocetos, “el viento R, mirá cómo se agitan los álamos” y mueve los brazos y ríe. Yo me río también. El perfume de los jazmines acercándose para después alejarse diseminando otra vez los contornos.
Río. Poso mi mano en su mano.
Mi mano aferra el crucifijo que no puedo dejar de observar y siento el sudor de otro sudor el dolor en la madera la savia que vibra todavía el tronco del cardón del sauce del álamo.
– ¿Y Allegra?, pregunto.
Eduarda me cuenta que la ha visto subir por el camino de la vertiente. Dice que seguramente la cruzará después cuando vaya a buscar los animales.
– ¿Quiere que le diga algo, señor R ?
Yo apenas si la escuchaba. Pasaba hoja tras hoja del cuaderno con el asombro del que ve por primera vez.
“Como un corazón protegido,
la flor rojo sangre
de la rosa silvestre
se abre en la rama más baja…”
Ella me lee desde la hamaca con rostro solemne que luego relaja y ríe. Suele pasar horas leyendo así.
– Allegra no está, dice Oscar que había salido en su busca.
Empiezo maquinalmente a guardar las cosas de Cayo casi creyendo que me pertenecen mientras Eduarda me sigue con la mirada sin decir nada.
– Vayamos a buscarla. Insiste mi amigo.
Hay mares sin lecho pura agua que tan solo pasa frescor mares de perlas balanceándose sin peces ni algas todo mar incluso la más honda oscuridad, sin costas ni olas ni espuma nada tan bello como el simple transcurrir, agua en levedad absoluta.
– Los mares son como el viento, R.
Nada en la nada de un vacío imposible. Los árboles, la voluntad impersonal del viento como el deseo que agita, alegría, nada más que agua tan sólo agua desprevenida.
Allegra vaga por los senderos entre los aromos. Desde la hamaca me llama buscando la intensidad infinita del azul. El azul es inconmensurable…  y ella es viento de agua de luna entre lunas perla acaso también mar.
– ¡Contame, R! Se pierde entre las hojas
– Hoy Allegra casi ni habló durante el almuerzo, insiste Oscar, tomándome del brazo para salir a buscarla.
Rozamos la hamaca al salir con nuestro paso. Se balancea.
Allí por el camino, vamos hacia allí
“…Da lo mismo,
enternece tanto ver cómo te aproximas
con cautela a los límites del prado…”
La siento. Está en el altar de Hermione. Conversan. Es rumor de voces el fervor del ruego, oración de manos implorando.  Allegra está arrodillada.
El altar está pasando los corrales, después de la vertiente, en la curva de la subida hacia el monte. Una pequeña hornacina de cardón celeste , tallada con pétalos y flores. Ninguna imagen dentro. Sólo ofrendas que la gente va dejando. Hay algo cautivante en ese espacio.
No deseo por nada interrumpir.
Le hago un gesto a Oscar para que volvamos. No quiero que Allegra nos descubra. Lo tranquilizo. Logro que no se preocupe.
Quiero pasar por la iglesia.
– ¡El viento, R! La hamaca azul… ¡El viento somos nosotros!
Eduarda abre la puerta del costado. Nos deja. Va en busca de sus animales.
Nosotros nos quedamos trabajando.
Eduarda no encontró a Allegra por el camino.
Asegura que no hay ningún altar por allí.
La hamaca, el verdor, el perfume me llega con tanta contundencia en cada balanceo mientras dejo el libro que leo en el césped, me detengo. Estoy sentado observando los árboles –¡el viento R!, ella desde la hamaca-, el peñón con el nido de águilas, el cielo diáfano, los pájaros. Estoy rodeado de sonido y suavidad.
Saco de mi alforja el cuaderno de Cayo. Paso hoja tras hoja. Las acaricio delicadamente. Con el dedo voy siguiendo cada trazo. Me procuro un grafito y empiezo a dibujar encima del dibujo, a escribir sobre lo que ya estaba escrito.
Dedos, trazos, líneas, dedos, contornos, planos, dedos, hoja tras hoja. Qué es lo que mueve la mano, “obrar sin autoría”, leo y rescribo, trazos, dedos, hojas que pasan, hojas que miran, “obrar sin autoría”,  estupor dentro de mí. –¡el viento R! Ella que me mira, la hamaca, colibríes…
El viento abre de improviso de par en par las puertas de la iglesia desparramando algunos de nuestros papeles, los planos y algunas livianas herramientas que habíamos dejado apoyadas sobre un banco. Son ráfagas tan fuertes que hasta nos hacen perder el equilibrio. Corremos para recuperar y poner en orden nuestras cosas. Volvemos a cerrar. Se suceden algunos minutos en silencio. Miro a Oscar como preguntándole algo que sé de antemano que él tampoco sabe. Seguimos trabajando un rato más. Ansiábamos terminar cuanto antes.
De pronto, como de la nada, el dibujo de una rama sale al encuentro de mis dedos. Es una rama sobre otra rama, llena de nudos, de hojas, de curvas, de otras ramas que van surgiendo que dibujo sobre ramas y más ramas y los cálices entre medio, las piedras, anoto una a una las palabras que leo “obrar sin autoría” sobreponiendo las mías como en un inesperado palimpsesto, estoy en el jardín de mi casa entre el perfume y los mantras del sonido y he dejado de leer.
Un libro sobre el césped y la risa de alguien me estremecen.
... bosque espiral promesa luna viento lana acantilado ojos murmullo turquesa llave espejo corazón tronco campana cuerda pétalo tiza intervalo semilla zapato rubí …
Ella mira desde la hamaca los colibríes.
Casi hemos terminando de trabajar en la iglesia, hemos recogido nuestras cosas. Estamos agotados, exaltados, tal vez un poco inquietos. Eduarda que dice que no hay ningún altar por ese lado, que no ha visto a Allegra por allí.
– ¿Qué pasó con Hermione, Eduarda?
– Señor R, se lo dije. Nunca la volvimos a ver.
Está anocheciendo y todavía estoy recostado en mi reposera mientras la hamaca sigue balanceándose. Acaso me he adormecido. Hay un libro, un cuaderno y algunos grafitos sobre el césped.
Salgo de la iglesia y llego a lo de Calixto. Paso por la casa de Hermógenes. Me detengo ante la puerta negra que veo por primera vez. Bajo del auto y leo el cartel al lado de la puerta que dice: “Aquí murió Hermógenes Cayo, artista-imaginero de la Puna, 1901 -1968”.
Al rato, Allegra me grita desde el auto:
– Remo, ¿nos vamos?
Subo casi maquinalmente a mi coche. Oscar está sentado en silencio en el asiento de atrás. Antes de arrancar enciendo un cigarrillo y miro de nuevo la casa.
Me parece que Allegra, desde la hamaca, saluda con la mano.
– El viento R …
Todo se vuelve difuso.
Y mientras conduzco fuera del pueblo voy pensando cómo. Voy dibujando invisible eso que ahora se me aparece tan nítido sobre el papel. Comprender el viento es como abrir una puerta cerrada. El viento surge de la puerta. Nada menos sólido que el viento ni menos rotundo. Una puerta sin viento no sería una puerta. Tienen una afinidad extraña el viento y la puerta. Dibujo esa contigüidad del viento y de la puerta como si fuera un niño.
– El viento R …
Árboles sacudiéndose y las risas y
– ¡Remo!, es Oscar que me tira del brazo, –ya es tarde.  Debemos volver.